Hay quien da por hecho que todas las novelas sobre la infancia son por defecto autobiográficas, en buena parte porque hay mucha gente convencida de que todas las novelas son en el fondo autobiográficas, a menos que traten, qué sé yo, de navegantes bicéfalos que se enfrentan a un monstruo tricéfalo o de unos terrícolas aterrados que plantan cara a unos extraterrestres colonialistas, y a veces ni por esas.
En esta novela corta intenté la construcción de una infancia. De una infancia que no fuese la mía y que, sin embargo, tuviese algo que ver con la que viví, o al menos con mi infancia tal y como recordaba haberla vivido, que parece lo mismo pero no lo es. Algo así como una conjetura sobre una conjetura.
No me ceñí a mi infancia porque en aquel momento —y creo que hoy me pasaría igual— podía reducir mi niñez a unas cuantas sinestesias: unos miedos que son presencias invisibles, unos olores que son colores, unos colores que son espacios, unos espacios que son colores táctiles, unos colores táctiles que se funden en el decorado de un sueño… Habría que ser muy valiente para escribir una novela con esos materiales volátiles, pues lo más probable es que lo volátil acabase siendo la novela misma. Recurrí, por tanto, según decía, a la construcción de una infancia ajena, aunque vagamente a partir de la propia, supongo que por mi incapacidad de imaginar algo a partir de nada.
La propiedad del paraíso viene a ser un catálogo de las sensaciones de una infancia recuperada bajo la mirada intrusa de un adulto que aparece por allí como un fantasma, aunque la lógica —esa convención— exigiría que ese papel fantasmagórico correspondiese al niño recordado, no al adulto que recuerda al niño que fue.
Por decirlo de otra manera: esta es una novela que pretende simular que está pensada por un niño y escrita por un adulto. ¿Un punto de vista demasiado artificioso? Me temo que sí. (Y me temo también, releída hoy, que a veces peca de demasiado escrita, quizá porque yo era entonces muy joven y cometí un error de cálculo: suponer que tenía que demostrar algunas habilidades).
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Lo más curioso de todo es que no acaban de gustarme las novelas sobre la infancia, lo que viene a indicar que, por mucho que se intente, resulta imposible entenderse con uno mismo.
Es posible que no haya novela sin trampa, en el caso optimista de que toda novela no sea una gran trampa organizada, y esta tiene la suya: la de apelar a las emociones más elementales del lector: ¿quién no va a seguirle la corriente a un niño?, ¿quién que tenga un poco de decencia sentimental no va a asentir a unas estampas elegíacas que, aun sin corresponderse con las suyas en cuanto a la anécdota, compartió en su esencia, ya que, anécdotas al margen, las perplejidades y los quimerismos de la infancia son todos por el estilo? Cesare Pavese, en su diario, advierte de que el considerar poética la infancia no pasa de ser una fantasía de la edad adulta, y creo que tiene razón: cualquier infancia es una mezcla de magia desordenada y de pesadilla metódica. Magia en la medida en que el niño está descubriendo azarosamente el mundo y descubriéndose confusamente a sí mismo; pesadilla en la medida en que no comprende no ya lo que está descubriendo, sino ni siquiera que está descubriendo algo.
Ojalá me equivoque, pero creo recordar que mi infancia fue como vivir dentro de un diorama surrealista en el que lo más absurdo de todo era yo mismo.
En un poema de finales de la década de 1990 creo que resumí el espíritu de esta novela:
Cuando éramos dioses inmortales
(la plata de la vida en nuestras manos
para forjar la flecha del destino),
tuvimos ocasión de hacernos dueños
de símbolos y miedos perdurables
que, ocultos en nosotros, dan sentido
a este convenio frágil con el tiempo:
sólo alcanza a ser nuestro lo pasado.
En la niebla inmortal de la niñez
el gigante del tiempo está dormido.
Pero luego aparecen los dragones,
las tercas pesadillas con las hadas
que arañan por venganza el corazón,
los magos de la culpa y la conciencia.
Luego aparecen todos de improviso.
Y en medio de ellos tú, viendo a la muerte
comprar a bajo precio las quimeras
labradas cuando el tiempo no tenía
la forma de este vértigo imparable
en que todo sucede sin sentido
y sin sentido avanza hacia su fin,
fugaz como el relámpago y la rosa,
buscando eternidad mientras la pierde.
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Autor: Felipe Benítez Reyes. Título: La propiedad del paraíso. Editorial: El Paseo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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