El valor del tiempo es relativo. Hay ratos que no sirven para nada, y otros que están tan llenos de contenido que vuelcan nuestra vida por completo. Nos hacen perder el control, que es algo muy molesto cuando sabes que te están observando. ¿Han leído ustedes Novecento? Un librito interesantísimo, escrito en los 90 por Alessandro Baricco. Un bebé es abandonado en un gran barco, y el buque se pasa el año cruzando el océano Atlántico para llevar pasajeros de Europa a Estados Unidos, viceversa. Uno de los marineros lo adopta de forma extra oficial, y el niño —al que llama Novecento— crece y nunca baja de la nave. Al principio no lo hace por temas de papeleo, pues a efectos burocráticos no existe. Después —y ya fallecido su padre adoptivo—, por miedo a perder el control. Dentro de aquel enorme barco la vida florece y es contada por miles de nuevos pasajeros todo el tiempo, pero los límites del infinito se dibujan con precisión, pues siguen las líneas del buque. El muchacho tiene, además, un don: es un pianista extraordinario, autodidacta. Su música dispone del poder del océano, y otorga al que escucha el baile y el ritmo del agua, en una melodía que tiene el color de un jazz sobrenatural. Pero el chico sigue creciendo y se convierte en hombre, y la vida late ahí fuera. ¿Se decidirá a bajar de la nave, por fin? ¿Perderá, si lo hace, el don que le hace dueño de la música? No se apuren, no pienso contárselo y estropearles la novela. Si la historia es buena, el final suele ser el que da completo sentido al conjunto.
La historia de Novecento provoca una irremediable reflexión: ¿será mejor hacer como él, refugiarse en un mundo pequeño y controlable, en vez de vivir en esta inabarcable jaula de grillos? Porque mientras les escribo estas líneas —y hasta que ustedes las lean— pueden haber sucedido muchísimas cosas que escapen a nuestro control: estoy casi segura de que ya habrá surgido un nuevo festival de novela negra en alguna parte, y de que todavía estaremos debatiendo con la RAE el uso del acento con el adverbio sólo y con los pronombres demostrativos este, ese y aquel. También estoy lamentablemente convencida de que seguirán envenenando a niñas en Irán para que no vayan a la escuela, y de que nosotros nos horrorizaremos un rato para después colgar una foto en Instagram. Total, ¿acaso somos políticos o disponemos de cargos en la ONU o en la OTAN que puedan hacer presión? La mayoría de los presentes, no. Pues entonces.
Sin embargo, el indomable ritmo de la música de Novecento va escalando por nuestro interior y comienza a volar, provocándonos. Tal vez pudiésemos hacer algo para que el mundo no se fuese tan pronto a la mierda, aunque da vértigo bajarse de ese barco y perder el control. Como si no tuviésemos ya bastante con lo nuestro. No parece muy inteligente zambullirse en el caos de forma deliberada, pero hay dramas, e injusticias, que tenemos obligación de transmitir. Como dice uno de los personajes de Baricco en la novela, «no estás jodido verdaderamente mientras tengas una buena historia a cuestas y alguien a quien contársela». Lo malo de esta historia de Irán es que carece de cliffhangers, giros narrativos dramáticos o golpes de efecto. No es buena para entretener al público, pero debe ser plasmada, al igual que el reflejo de esas muchachas silenciadas debiera verse de forma nítida y clara en un espejo, como si fuese un grito. Bajemos del barco y confiemos en que siga sonando la música del piano de Novecento, aunque con el tiempo su melodía solo tenga el sabor de un eco lejano.
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