El baqueano —apuntaba Sarmiento— era el personaje más eminente de la llanura, puesto que solía tener en sus manos la suerte de particulares, ejércitos y provincias. Un veterano topógrafo con instinto de detective rural y algunos poderes sobrenaturales para leer las huellas, para sacar conclusiones con el perfume de las tierras y el sabor de las raíces, y para descifrar con una mirada experta las plantas y los horizontes. Siempre al lado del general en la campaña, era capaz de anunciarle la proximidad del enemigo a diez leguas y el mismísimo rumbo por donde se acercaría gracias al mero movimiento de los avestruces, los gamos y los guanacos; a veces con solo examinar el espesor del polvo podía deducir con precisión si eran dos mil soldados o solo quinientos. Sus datos resultaban fundamentales para la estrategia, y es por eso que la peor pesadilla de un jefe consistía en que su baqueano fuera un traidor y le hiciera perder esa violenta partida de ajedrez que siempre es una batalla. El caudillo populista comienza contando con uno o dos buenos baqueanos políticos, pero su progresiva divinización y el temeroso servilismo que impone a su alrededor inexorablemente lo conducen al aislamiento, a la desconfianza y a una cierta sensación de infalibilidad. Es así como los caudillos pretenden ser sus propios baqueanos y pierden sucesivas escaramuzas. A veces pueden perderlo todo. Hasta las 17 horas del sábado 2 de julio la generala de todos los ejércitos kirchneristas tenía muy clara su táctica: aceptar fatalmente que el ministro de Economía permanecería atornillado a su sillón por terca voluntad de Alberto Fernández, comprender que el Gobierno marchaba hacia una explosión económica (ella no se cansaba de difundirlo a través de sus múltiples lenguaraces), fingir el acopio de lúcidos programas alternativos que conjurarían la crisis, amigarse con los capitanejos peronistas para resistir la gran colisión y separarse del desastre gestionario de su regente para preservar su “identidad”. Había ya una cierta comodidad en negar toda autoría y en convertirse de hecho en la jefa de la oposición de su propia criatura. Estaba entonces encantada, dando su do de pecho en ese concierto bonaerense donde “disertaba” acerca de las “sabidurías” de Perón, cuando de pronto cayó un cadáver político sobre el piano de cola, y la tierra tembló bajo sus pies. Tuvo que pensar, a gran velocidad y sin baqueanos a la vista, qué hacer frente a este cambio de escenario, donde se hacía carne el proverbio ancestral: “Cuidado con lo que deseas, tal vez se cumpla”. Porque esa inesperada dimisión la obligaba a exhibir bruscamente sus aparentes soluciones mágicas y de paso la dejaba involucrada en un cataclismo financiero y social. Históricamente, la arquitecta egipcia huía de las bombas que caían o que ella misma activaba, pero esta vez se vio obligada a arrojarse sobre la peor de todas. Quizá porque su delegado insinuaba in extremis el último recurso de cualquier presidente que ha sido vaciado de poder: una eventual renuncia a flor de labios. La dama no pudo rechazar, en ese contexto, el apellido Batakis, ni pudo evitar enredarse en el internismo de un triunvirato perdedor, que discutía a los gritos en el palacio mientras crujía la calle. De pronto su destino, tan cuidado y arisco, quedó atrapado en ese laberinto y atado a un grupo que navega hacia un naufragio. Todos los desastres que ocurran a partir de ahora en la economía serán indubitablemente su culpa directa; ya no habrá responsabilidades delegadas. Contra Guzmán estábamos mejor, podrán susurrarle en breve los camporistas. Es que Cristina Kirchner y los economistas profesionales tienen el mismo diagnóstico: hace un calor agobiante y muy peligroso en la casa de los argentinos, y todos nosotros podemos morir por deshidratación. Pero los economistas quieren encender el aire acondicionado y la Pasionaria del Calafate quiere prender más estufas. Parece que el frío es de derecha y el calor es de izquierda; el problema en todo caso consiste en que no estamos en verano sino en invierno, y en que todas sus propuestas son inflacionarias. El pronóstico general no parece muy halagüeño, y si es cierto, como decían en el Instituto Patria, que no se puede hacer campaña presidencial con 70% de inflación, ¿dónde está la ganancia de toda esta tragicomedia? ¿Qué hacer para levantar este “muerto”? La reina de la calle Juncal quizá no pueda contarle la verdad a su parvulario: ya no hay remedio para la enfermedad y todo podría ser aún peor si se fuerza la salida de quien debe cargar hasta el final con la cruz de la derrota. No hubo ningún baqueano que leyera bien la situación y le advirtiera a ella que cabalgaba hacia una encerrona. Que edificaba tranco a tranco su desgracia.
Es preciso entender cabalmente qué pasó estos días de conmoción ya no en el fortín de Olivos, sino en el agreste territorio abierto: gente desesperada por ahorrar en licuadoras y celulares, por stockearse a cualquier costo; comercios minoristas sin precios, nerviosismo en el homebanking, dólar explosivo, bonos destruidos, confianza rota, góndolas vacías, y un clima popular que hacía acordar a los prólogos del Rodrigazo o los prefacios de la hiperinflación. La sensación de caos y emergencia, de impericia e incertidumbre, fue transversal y alcanzó a los millones de no alineados, aquellos ciudadanos que se mantienen ajenos a la información, que no leen diarios ni ven programas políticos, y que fueron conminados a deducir qué cuernos estaba pasando en las altas esferas. La última vez que esos ciudadanos levantaron la vista fue durante la cuarentena, porque ese estado de excepción tocaba sus vísceras más sensibles y su modo de vida: detectaron entonces privilegios, desmanejos, negligencias e hipocresías, y el veredicto fue lapidario. De allí deviene la altísima imagen negativa que los principales referentes del Frente de Todos fueron incapaces de remontar. ¿Qué supone la doctora que habrá visto ese inmenso sector independiente y policlasista durante esta esperpéntica semana? La causa de los cuadernos, por mencionar solo un escándalo que erizó la piel de los más politizados, no hizo ni por asomo tanto estrago como la foto de la festichola de Olivos. Cuando Batakis se estrena sugiriendo que pondrán un corralito a las tarjetas de crédito en el extranjero porque los perversos viajeros se quedan con los dólares de la producción y al día siguiente se descubre que su hijo está en Londres fumándose esos mismos dólares, le pone una frutilla a un gobierno hecho torta. Además, el oficialismo no sabe pedir perdón, de manera que al recorte de un derecho debe sumarle cada vez una coartada y un hostigamiento. El kirchnerista es un conductor negligente que te atropella en la vereda y te manda al hospital, y que en lugar de presentar las debidas disculpas te apostrofa por tu torpeza, alega que el verdadero culpable sos vos y que te merecías el castigo, y hasta te querella por dañar con tus pobres huesos su coche de alta gama. Esa psicopatía acompaña cada uno de los perjuicios que debe infligir a la clase media para que su fallido modelo económico no vuele por los aires.
Al no tener baqueanos sino súbditos, la reina de la calle Juncal tiró demasiado de la cuerda y estuvo a punto de lograr que el virrey le revoleara por la cabeza el gobierno y su consecuente incendio. Todos se asustaron con la debilidad y el abismo, y retrocedieron en chancletas hasta esta tregua de fin de semana, donde Wado le habla con cariño al establishment y Cristina promete ayudar, empuja la palabra “acuerdos” y propone discutir políticas con los “gorilas”. El peronismo solo tiende la mano cuando está a punto de caerse al foso.
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*Artículo publicado en La Nación de Buenos Aires
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