Fernando Aramburu ha dejado de escribir obras maestras y ha vuelto a escribir novelas nuevas. Después de Patria, de aquella apoteosis editorial, Tusquets Editores presentó Los vencejos como “la nueva obra maestra de Fernando Aramburu”, reclamo que a cualquiera que conserve un resquicio de pudor sólo podía ponerle los pelos de punta. Escribir obras maestras es empezar por el final, saltándose de hecho la lectura de toda esa gente que, a lo largo de no poco tiempo, concluye que un libro es realmente perdurable y cimero y, por tanto, a lo mejor una obra maestra. Los vencejos no será, porque no lo era, una obra maestra dentro de diez años, y es de mucha utilidad retener firmas de todas esas reseñas que cosechó la obra para anotar, con letra clara, qué críticos no saben nada de literatura o, lo que es peor, de probidad intelectual. Casi ninguno, amigos.
Hijos de la fábula vuelve a ETA, lo que tiene en principio algún peligro. Aramburu dijo en entrevistas que no se iba a pasar la vida escribiendo sobre ETA, aunque eso le sugiriera el gran dinero ganado con Patria. Ahora, con otra novela sobre ETA, alguno podría pensar que la probatura vencejil no salió como se esperaba, y el escritor ha decidido acogerse a sagrado, o sea, al territorio reconocible e indiviso.
No es así, como comprobará enseguida el lector si pasa de la página 30 o 40 de la novela. De hecho, Aramburu haría bien en decir lo que yo diría: que en rigor esta no es una novela sobre ETA, sino una ficción con ETA al margen, en sordina, como punto de partida de una fábula de mayor aliento. Si Aramburu me pasara sus manuscritos (debería), le habría dicho yo otra cosa más: ¿y si quitamos ETA?
Porque si quitamos ETA la novela gana, se expande y subraya su generalización orwelliana. Tenemos, sin más, a dos hombres que se inscriben en una organización criminal justo cuando ésta declara un alto el fuego y, en fin, deja de matar y de hacer el tonto. Este argumento es fantástico, recuerda a la historia real de esos soldados japoneses perdidos en la selva que seguían en la II Guerra Mundial llegado 1957. La felicidad fabuladora de Aramburu continúa cuando, lejos de añadir ideas nuevas a su idea liminar, la estira e intensifica, al punto de tocar los techos de una narrativa, diríamos, beckettiana (Esperando a Godot, lógicamente). Es mucho más interesante ver a dos hombres esperar a ETA que hacerse etarras. Sus dudas sobre si serán adiestrados, y cuándo, y cuándo entrarán en acción, y qué se sentirá en acción (matando por Euskadi) son la novela en sí, y con eso basta y no hacen falta más jeribeques.
Su espera, la de estos dos muchachotes, se pena en una granja en el sur de Francia, y quizá por ahí empecé a ver a Orwell por todos lados, y a pensar que, si en vez de decir ETA decimos “la organización”, la novela ganaría fondo en su inconcreción, del mismo modo que Rebelión en la granja parecía ser al mismo tiempo una crítica tanto al estalinismo como al fascismo, siendo que se inspiraba sobre todo en el primero.
Hijos de la fábula progresa, al fin, con una nueva idea muy adecuada, pues retroalimenta la idea seminal: ¿y si fundamos nosotros mismos ETA de nuevo? Así, todo el libro es una gran elucubración sobre ser terrorista, ser idiota, tener ideales y pensar que esos ideales son tan sensatos que se puede ir por ahí matando a la gente. Vale lo mismo para ETA que para ser de Podemos.
El tono de la escritura es humorístico, de gran sátira de estos hombres encapuchados que nos daban miedo desde todos los telediarios. Los aspirantes son ridículos, ingenuos, patéticos. Sus acciones tentativas, infantiles. Su periplo en general, picaresco. Después de sonar a relato real (los japoneses), y de merodear lo beckettiano, la fábula que podría haber sido más orwelliana si Aramburu me pasara sus manuscritos acaba en un largo periodo narrativo con raíces en el único género literario español existente: la picaresca. Así, los muchachos pasan hambre, cambian de dueño, sufren todo tipo de penalidades yendo de un lado a otro sin dinero y con frío, y viven grandes aventuras en el puro subsistir, en el simple dormir y en el más simple reunir algunas monedas para mañana. La picaresca es hambre, y que llueve.
Si una novela te dispara las referencias, bastante buena es.
Con todo, y sin que sea una objeción, el libro me ha parecido en muchos tramos muy inspirado en los de Santiago Lorenzo. Es la frase corta, como vende y señala de hecho la propia editorial (“escrita con frases cuya brevedad son un auténtico virtuosismo”), una de las apuestas estéticas de la obra, y esa frase corta abreva en léxico antiguo y popular, y gira hacia el humor y la patochada, sonando, como digo, bastante a Los asquerosos. Por ejemplo: “Tan mal, tan mal no se estaba en la granja. Lo peor, el aburrimiento y que te aplatanas”. O esas formas falsamente coloquiales (y, por ello, creativas y de mérito) de hablar del alcohol: “Y ya el olor proclamaba su mucho vino interior”. Y un poco de conceptismo quevedesco: “Bromeaban, discutidores. Discutían, bromistas”.
Citar ETA, al cabo, sirve al menos para que Aramburu se ría de sí mismo al hablar de “escritores y periodistas con muy malas entrañas. Venden montones de libros. Les colman de premios”, y para burlarse también del mito musculado vasco: “Qué manera de remar. En medio del cauce, esa furia, esa potencia de las paladas, esos brazos vascos”. Esto último me ha hecho mucha gracia. Luego se dice: “Nosotros tendríamos que estar agradecidos por ser vascos”.
Hijos de la fábula es una novela excelente, menor como tantas obras maestras, que no todo va a ser el Gran Tema y 700 páginas. A veces es mejor un temita simpático y hacer las cosas bien.
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