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Noche de autos - Zenda
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Noche de autos

—Señor, por favor, no puede utilizar el teléfono hasta que hayamos aterrizado. La azafata es amable pero firme, y estoy tentado de explicarle que no es lo que parece. Que no estoy chateando ni nada parecido. Que he olvidado el cuaderno en la maleta y que la única manera que tengo de documentar el momento...

La luz en el interior del avión se atenúa cuando iniciamos el descenso. En el exterior, la negrura se ve rota por miles de pequeñas luces anaranjadas que, allá abajo, parecen darnos la bienvenida. La guirnalda irrumpe en la noche sin luna para anunciar, sin pretenderlo, la proximidad de la urbe.

—Señor, por favor, no puede utilizar el teléfono hasta que hayamos aterrizado.

La azafata es amable pero firme, y estoy tentado de explicarle que no es lo que parece. Que no estoy chateando ni nada parecido. Que he olvidado el cuaderno en la maleta y que la única manera que tengo de documentar el momento de mi aterrizaje en Frankfurt es a través de la aplicación de texto de mi teléfono móvil. Sin embargo, su expresión delata que no va a servir de nada insistir, así que le pido disculpas y guardo el móvil.

Me paso todo el aterrizaje observando a través de la ventanilla cómo nos acercamos al mar de lucecitas anaranjadas, al tiempo que trato de darle forma al texto en mi cabeza, a la espera de pasarlo a limpio cuando lleguemos a tierra.

Allí abajo, en algún lugar, Frankfurt me espera.

* * *

Llevaba tiempo pensando en la posibilidad de vivir en el extranjero. Me seducía la idea de comenzar de cero en un país del que apenas sé nada, de conquistar el día a día de una urbe que no es la mía. Porque no es lo mismo visitar una ciudad que vivirla, sentirla en toda su crudeza.

"Alemania me parece un buen lugar en el que empezar una nueva vida"

Por eso, cuando a mi pareja le surgió la oportunidad de trabajar en Frankfurt am Main, no nos lo pensamos demasiado. Soy escritor, así que puedo desempeñar mi oficio en cualquier lugar. Dadme papel y boli y seré capaz de escribir desde una maldita cueva, si es preciso. Que ella haya encontrado trabajo en Frankfurt es lo más parecido a una señal divina que podríamos haber recibido.

Alemania me parece un buen lugar en el que empezar una nueva vida. Reconozco que habría preferido un país de habla española o inglesa, para no tener que añadir a las dificultades habituales de un cambio de residencia la de lidiar con un idioma que no conozco, pero no dejo de repetirme que la barrera idiomática forma parte del desafío y lo hará aún más interesante. Llevo unos meses aprendiendo alemán por mi cuenta, viendo series y películas en ese idioma y utilizando aplicaciones tipo Duolingo. Espero que eso me sirva para, al menos, desenvolverme durante las primeras semanas.

Langsam, como dicen por aquí.

Debo decir que el alemán es un idioma infernal, si me permiten la expresión. Y si no, también.

* * *

Son más de las diez de la noche cuando aterrizo. No hay comité de bienvenida, pero tampoco lo esperaba. Mi pareja ya está en el hotel, al que debo llegar por mis propios medios. Armado con una sonrisa y mi rudimentario alemán de Duolingo, me pongo en marcha.

El Aeropuerto Internacional de Frankfurt es enorme, descomunal. Tardo casi cuarenta minutos en atravesarlo, que incluyen un paseo en autobús desde la Terminal 2 a la Terminal 1, donde puedo coger el metro que me llevará a la ciudad.

Una vez en la parada del Flughafen Regionalbahnhof, detecto varias pantallas táctiles en las que se pueden comprar los billetes y agradezco que entre los idiomas en los que se pueden realizar las transacciones se incluya el español. A pesar de ello, me resulta difícil escoger entre las distintas opciones que tengo ante mí, así que demoro un poco más la partida mientras trato de tomar una decisión. ¿Quiero un billete sencillo? ¿Múltiple? ¿Un bono de día?

"No se escucha absolutamente nada y no quiero ni moverme, por temor a provocar algún ruido que me haga ganarme una mirada despectiva de alguno de mis compañeros de vagón"

Un tipo que está detrás de mí se ofrece a echarme una mano. O bien se ha apiadado de mi torpeza o bien se ha cansado de esperar. Tanto da. Me pregunta en alemán hacia dónde me dirijo y me sorprendo al darme cuenta de que he entendido la pregunta a la primera. Al final va a resultar que el Duolingo sí que funciona. Me hago entender a duras penas y, cuando el tipo comprende lo que necesito, da un par de toques a la pantalla y me indica que es el momento de pagar. Ha sido tan amable que estoy a punto de abonar también su billete como muestra de agradecimiento, pero cuando veo el precio, que incluye el inevitable suplemento por tomar el transporte desde el aeropuerto, decido que no es para tanto. No estoy tan agradecido. Me ha ayudado porque ha querido, sin esperar nada a cambio, así que «nada» es justo lo que va a recibir.

Me escabullo en dirección a las vías tras soltarle un correctísimo Auf Wiedersen al que el tipo responde con un Tschüss menos formal y, probablemente, más apropiado.

* * *

Una vez en el metro compruebo algo que ya me habían advertido: el silencio sepulcral que reina en el transporte público. No se escucha absolutamente nada y no quiero ni moverme, por temor a provocar algún ruido que me haga ganarme una mirada despectiva de alguno de mis compañeros de vagón. Una voz en off informa del nombre de las paradas y del lado del metro por el que debemos bajar en cada una de ellas. Lo entiendo todo porque primero lo dice en alemán y después en inglés, así que aprovecho el impasse para practicar el idioma.

Son casi las doce de la noche cuando llego a mi destino. Hasta dentro de unos días no nos darán las llaves de nuestro nuevo apartamento, así que este hotel será mi residencia hasta entonces. Lo primero en lo que pienso al bajar del metro es en tomarme una cerveza con la que celebrar mi primera noche en Frankfurt. Después de tantas horas de viaje, creo que me la merezco. Sin embargo, el panorama a los alrededores del hotel es desolador: no hay ni un solo bar abierto en las inmediaciones.

Detecto a varios grupos de personas sentadas en bancos o escalones mientras beben latas de cerveza que adquieren en una máquina que hay en el mismo vestíbulo del hotel. La imagen me hace pensar en un improvisado botellón. Por un momento estoy tentado de imitarles, pero la idea de beber cerveza en un banco me recuerda demasiado a mi época de instituto, que ya quedó bastante atrás. Resignado, decido que no perderé nada si pospongo la celebración hasta el día siguiente y pongo rumbo a la habitación.

La Bier tendrá que esperar.

* * *

Alguien me dijo también que en Frankfurt amanece muy temprano. Es una de esas cosas a las que no das demasiada importancia hasta que las ves con tus propios ojos, ya que a las 6:30 de la mañana entra tanta luz por las ventanas de la habitación como si fuera de día.

Y es que es de día, maldita sea.

En nuestra precipitación, anoche se nos olvidó echar las cortinas, así que la luz irrumpe en el cuarto tan alegremente como el bourbon en la garganta de un alcohólico. Aguanto unos minutos más con los ojos absurdamente cerrados, hasta que comprendo que no voy a tener más remedio que tomar una decisión: o me levanto a cerrar las cortinas o me pongo en marcha para aprovechar la jornada al máximo.

Recuerdo lo que he ido a hacer allí, así que me decido por lo segundo.

"Voy a hacerme con la ciudad. Es una promesa que me hago a mí mismo para convencerme de que todo va a ir bien"

Tras el preceptivo desayuno me acerco a la orilla del rio Main, que cruza la ciudad de punta a punta y le sirve de apellido. Desde el puente de Deutschherrnbrücke contemplo el impresionante Skyline de la ciudad que muchos han bautizado como «la Nueva York europea» o «Mainhattan», debido a la profusión de rascacielos que le dan ese aspecto afilado y futurista. Frankfurt se considera la capital económica de la Unión Europea, es la quinta ciudad más grande de Alemania y alberga a más de 700.000 habitantes.

Mientras observo el paisaje, me embarga una súbita sensación de entusiasmo al darme cuenta de que ya está, ya lo he hecho. Estoy en un país que no es el mío y no tengo billete de vuelta ni fecha de regreso. Esta constatación tiene un punto abrumador, como de peligro calculado. Los nervios se arremolinan en mi estómago y me sorprendo sonriendo de forma involuntaria al comprender el mar de posibilidades que se extiende ante mí.

Voy a hacerme con la ciudad. Es una promesa que me hago a mí mismo para convencerme de que todo va a ir bien. Sé que me voy a equivocar, voy a meter la pata más de una vez y el idioma me va a jugar algunas malas pasadas, pero también sé que va a ser una experiencia única, inolvidable. De esas que marcan para toda la vida.

Además, tengo una misión: he decidido escribir una novela ambientada en esta ciudad. Ya que soy un recién llegado, aprovecharé las sensaciones que me transmiten sus calles, sus habitantes y sus costumbres para construir un relato lo más fiel posible a la realidad. Por lo poco que he visto, creo que Frankfurt es un escenario cojonudo para un thriller, o puede que para una novela de detectives clásica. Ya se verá.

Prepárate, Frankfurt.

Allá voy.

Fotografías del artículo: Benito Olmo. 

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Benito Olmo

Benito Olmo (Cádiz, 1980) es un escritor exiliado en Frankfurt am Main, a pesar de su nulo dominio del idioma alemán. Ha desempeñado oficios muy diversos, como el de rellenador de saleros, constructor de castillos en el aire, agente secreto y huelebraguetas sin licencia. En otro orden de cosas, es autor de varias novelas. Las últimas son La maniobra de la tortuga (Suma, 2016), La tragedia del girasol (Suma, 2018) y Desajuste de cuentas (Storytel Original, 2019). Ha sido finalista del I Premio Aragón Negro/La Trama, del III Premio Santa Cruz, del Premio Tormo Negro-Masfarné 2019, del I Premio Negra y Mortal y del III Premio Cartagena Negra a la mejor novela publicada en 2018.

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