Es ya lugar común que el “amor romántico” es invento de poetas. Con la industria cinematográfica norteamericana como cooperador necesario: ¡cuánto daño ha hecho Hollywood!, claman los resabiados ante la ingenuidad de quienes aspiran a un frenesí sentimental sempiterno. Ese amor cuyo arrebato y candor permanecen vivos por toda la vida —y más allá, ya saben: polvo enamorado— es más cuestión de poemas y películas que de la sórdida realidad. Pero también los poetas han reparado en que ese amor poético-hollywoodiense no es sino entelequia. Ciertamente, no sería cosa rara sentirse más identificado con los poemas consagrados al desamor que a una imposible pasión vitalicia. ¿Por qué, si no, habría de conmovernos con tan lacerante hondura el «Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido» de Neruda?
Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
nunca sabrás quién fui
por qué me amaron otros.
No llegaré a saber
por qué ni cómo nunca
ni si era de verdad
lo que dijiste que era
ni quién fuiste
ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.
Ya no soy más que yo
para siempre y tú
ya
no serás para mí
más que tú. Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.
No volveré a tocarte.
No te veré morir.
Lo cierto es que aquella ruptura no fue definitiva. Pero cierto es también que no lo vio morir. El último encuentro de ambos tuvo lugar cuando él estaba recluido por el régimen uruguayo en un sanatorio psiquiátrico, el Etchepare, tras haber pasado unos meses en prisión. Su esposa, Dolly, que sabía de la relación de ambos, abandonó la habitación y los dejó a solas. Cuando la poetisa se le acercó, él le endosó un beso furibundo mientras emitía un sollozo quedo. Aquel beso —«después del cual debí morirme», recordaba años después la poetisa— recapitulaba una historia de amor y dolor, sintetizaba dos vidas en constante búsqueda y desencuentro. Pocos meses después de la escena teatral, Onetti marcharía a Madrid, poniendo el Atlántico de por medio.
El más lúcido ejemplo de la poesía del desamor lo ofrece Y sin embargo, amor, de Roque Dalton. El poeta admite que guardará por siempre el recuerdo de su antigua amada, pero los dos últimos versos resultan de una sangrante sensatez, viniendo a decir que sí, que vale, que no estarán juntos, pero que no es cosa de morirse.
Y sin embargo, amor, a través de las lágrimas,
yo sabía que al fin iba a quedarme
desnudo en la ribera de la risa.
Aquí,
hoy,
digo:
siempre recordaré tu desnudez en mis manos,
tu olor a disfrutada madera de sándalo
clavada junto al sol de la mañana;
tu risa de muchacha,
o de arroyo,
o de pájaro;
tus manos largas y amantes
como un lirio traidor a sus antiguos colores;
tu voz,
tus ojos,
lo de abarcable en ti que entre mis pasos
pensaba sostener con las palabras.
Pero ya no habrá tiempo de llorar.
Ha terminado
la hora de la ceniza para mi corazón.
Hace frío sin ti,
pero se vive.
Ya lo cantaba Bonnie Tyler (y lo versionaba Rod Stewart con esa voz lánguida y granulosa): It’s a heartache, nothing but a heartache. Nadie muere de desamor. Oh, wait! Son numerosos los casos en los que un cónyuge, perfectamente sano hasta entonces, fallece poco tiempo después de que lo haya hecho el otro. La causa, según la ciencia, hay que buscarla en los niveles de adrenalina por el estrés ocasionado tras la pérdida. En un estudio se halló que el 85 por ciento de quienes mueren por picadura de serpiente no tienen suficiente veneno en la sangre para morir: los mata la adrenalina; no mueren por la picadura de la serpiente, sino por el miedo a morir por la picadura de la serpiente. Un niño de cuatro años llegó a fallecer de un ataque al corazón por ir al dentista. ¿Sirve esto de mentís a los bellos versos de Roque Dalton? Qué feo le estaría haciendo la ciencia a la literatura. Nos consolamos pensando que el frío saber científico estaría dando la razón a nuestro Unamuno, en el memorable final de Niebla: «¡Y luego dirán que no matan las penas!».
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