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Enfermos de literatura: Menos autor-idad y más escritura - Zenda
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Enfermos de literatura: Menos autor-idad y más escritura

En No la figura del copista escribiente desempeña un papel central como encendida crónica y balance de un debate que fue decisivo en los albores de lo que se llamó la posmodernidad, pero que ha reaparecido, realzado incluso, al margen de su carga teórica, tras la emergencia de lo digital: la crisis del autor. Zenda reproduce un...

En No la figura del copista escribiente desempeña un papel central como encendida crónica y balance de un debate que fue decisivo en los albores de lo que se llamó la posmodernidad, pero que ha reaparecido, realzado incluso, al margen de su carga teórica, tras la emergencia de lo digital: la crisis del autor. Zenda reproduce un adelanto de No. Una revisión desautorizada a la crisis del autor, de Rodrigo Browne Sartori, libro publicado por Plaza y Valdés.  

 

La escritura firma la crisis de la autoridad y el nacimiento del lector se paga con la muerte del autor. Un autor endeble y desarticulado que no quiere perder sus históricos espacios de poder. El autor, como tal, no se entera de que los límites de ese poder ya no son los mismos de antes. Mientras menos autoridad posea mejor será para quien escribe, para quien comete el acto suicida de la escritura. Suicidio ejemplar y pérdida de la identidad. Se borra como autor para dar paso a una escritura que deja de ser propia para ser otra. Es el mínimo gesto del acto de escribir. Quien escribe es quien mata al autor y quien se mata a sí mismo como autor, neutralizándolo.

El autor se desmaterializa a través del acto escritural, habilitando centenares de alternativas para ser leído y para optar por variados narradores que se traducen en nuevas voces, en muchas lenguas que hablan con autonomía, con independencia y que le susurran al oído —con delicadeza— al lector. Por eso no es un ejercicio de autoridad impuesto. Hay que negarse a leer de una sola manera. Las formas son de cada quién…, no de quien autoriza una lectura premeditada e instaurada. La libertad por elegir quién está hablando es parte del vaivén por el cual opta el lector al aproximarse a una escritura.

La lectura no es lineal ni única. Goza del beneficio de los excesos que, de vez en vez, alguno de nosotros —como lectores— puede hallar. Como un lugar nutrido, pletórico y del cual se puede obtener lo que es pertinente para quien está leyendo y no necesariamente, desde la direccionalidad de quien está hablando. El que habla a partir de una realidad pierde en la escritura su El porvenir solo puede anticiparse bajo la forma del peligro absoluto. J. Derrida (…) él ya no era un literato, sino un profesor de la Risa. Esta es una de las presiones que constituye a Vila-Matas —y a sus narradores— en un arqueólogo rastreador de Bartlebys y compañías. Una búsqueda frenética de muertes de autores, no autores, de escritores sin literatura o de lectores que han dejado de escribir: pervertidores y burladores radicales del sistema de signos que codifica la literatura. En ellos habita una profunda negación del mundo.

Dicha literatura de clausura es la que obsesiona al jorobado y venido a menos —pero agudo rastreador de Bartlebys— narrador del diario Bartleby y compañía (2002). Él, como muchos en este tipo de desafíos, es un negador del mundo, un burlador de signos establecidos por el texto literario y, a su vez, un Bartleby más: la sabrosa suma de veinticinco años sin escribir. Con esta última bitácora, rompe su silencio y opta por rastrear a los que padecen su mismo malestar. Este nuevo Bartleby se prepara, por tanto, para pasearse por los laberintos de los no escritores que son escritores (aunque no hayan publicado nunca) y para divagar por los caminos que llevan a la auténtica creación literaria, para peguntarse por la escritura de la diferencia y desde dónde viene para asimilar su atractivo pero pésimo estado de salud. En esta literatura está la fuerza de la negación, «solo del laberinto del “No” puede surgir la escritura por venir» (Vila-Matas, 2000: 13). Porque para escribir hay que dejar, totalmente, de ser escritor.

La escritura debe cruzar las fronteras retenidas por la literatura. Debe escapar de una literatura que canoniza a la fi gura del autor frente a la de otros. ¿Cuestión de marketing o de consumo? La literatura como enfermedad que debe escapar de su propia identidad, de su propia definición para abrir las puertas a una literatura otra, donde los protagonismos no se centren en uno, donde la literatura sea el destino de la escritura y donde la escritura se escriba desde un tiempo que no sea lineal.

Desde una cara oculta como la de la luna escondida y femenina, indicaría Philippe Sollers en su introducción a De la gramatología (1998) derridiana. El paso del primer hombre sobre la luna es el paso del descubridor, cual Colón en tierras nuevocontinentales. El hombre-autor que pisa a la mujer escritura de la diferencia lunar. Escritura-mujer que se deja llevar más allá de los códigos de autor, más allá de las construcciones sociales de verdad y realidad. Hay que recuperar la escritura que —como el lado oscuro de la luna— está fuera de lugar, en otro sitio, perdida de la vista que la supervisa. Cansada del logocentrismo y en coherencia con las lecturas a pie de página, más que con las versiones ofi ciales subrayadas y sobrevaloradas.

Barthes (2002 y 2004) hace referencia a «lo neutro» de la escritura y se pregunta quién está hablando así para tratar de resolver el enigma del autor, vale decir, del mandato de una versión única. A la larga, la pregunta no tiene respuesta. Son muchas. En el fragmento de la novela de Balzac, a la que se refi ere Barthes, no se sabe quién está hablando. Y no se sabe porque la escritura no tiene origen. Con esto, se firma la actual y ya reconocida «muerte del autor».

La escritura pone en crisis al autor desde su propia conformación corporal. El cuerpo pierde su conformación identitaria en la escritura, «la voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura» (2002: 66). Muerte del clásico autor de una modernidad que prioriza al individuo sobre las multitudes y aclama la lucha cuadrado-positivista como ancla del estar bien, como síntoma de una sociedad que obliga desde la autoridad de la fuente, desde la proyección metafórica del autor.

El autor es plenipotenciario sobre su texto, sobre lo que escribe y cómo debe ser leído. Es el padre de la obra y esta debe ser fiel a la única lectura que debe hacerse de ella. Las otras interpretaciones son erróneas. En cambio cuando se escribe desde esta escritura otra, el texto carece de precedente autoral. No depende de nada ni de nadie. Se excede y se abre a variadas lecturas. Esta es la emancipación del lector que se aprovecha de lo ilimitado de la semiosis para divagar y perderse en la escritura del nuevo texto: para perder países si se parafrasea a uno de los extraviados busca-citas de los narradores de Vila-Matas que, a su vez, parafrasea a uno de los tantos heterónimos de Pessoa.

Las narraciones de Melville son unas de las más reconocidas a la hora de bosquejar esta crisis. Esta patología. Bartleby, el escribiente, se enfermó —más de lo que estaba— y dejó de copiar, dejó de escribir. Abandonó su labor de copista judicial para declararse un enfermo de literatura, un enfermo de escritura. Su jefe vivenció el caso y develó, en las páginas del cuento, el proceso que llevó a Bartleby a abandonar la escritura, a enfermarse de literatura: «Preferiría no hacerlo», terminó diciendo repetidas veces.

—Al día siguiente noté que Bartleby no hacía otra cosa que permanecer junto a la ventana, en su delirio frente al muro ciego. Al preguntarle por qué no escribía, dijo que había tomado la decisión de no escribir más.

—¿A qué viene eso ahora? ¿Qué será lo siguiente? —exclamé—. ¿No va a escribir más?

—No.

—¿Y cuál es el motivo?

—¿No ve usted el motivo? —replicó, indiferente (Melville, 2009: 37).

A partir de las nuevas versiones dispares y distantes de un texto desmedido y si se habla de un enfermo de literatura como Bartleby, el sueño frente a la ventana —mirando un muro de ladrillos de Wall Street— se puede alimentar azarosamente de la curiosa escritura que, desde una apertura sin desperdicio y más allá de su fi n editorial, se aprecia en la relación texto/imagen que podemos encontrar en la actualidad en muchos rincones de la red. En Bartleby, el salto de la epistemología a la estética, 1 la escritura se escapa de sus propios límites para derrapar en un breve audiovisual que cuenta de otra manera y desde la ruptura del autor, del nombre y de la propia fi gura de Bartleby la diseminación de frases del texto y su relación con las imágenes que hacen fragmentar la historia. Sencillo fuera de origen, traición al original que permite escribirla y leerla desde otro punto de vista, desde la diferencia que da el nacimiento del lector que logra despabilarse con la muerte del autor. En lo audiovisual tampoco hay autor y los derroteros hipertextuales de la red evidencian y solidarizan con estos no lugares y no espacios virtuales.

En Blade Runner (1982), Ridley Scott juega a lo mismo. No solo se traiciona la «primera versión» al realizarse otra alternativa de cierre de la película, si no que se revierte la forma de hacer cine de ciencia ficción. El fi lme, en un comienzo, no fue éxito de taquilla en Estados Unidos. Es solo cosa de compararlo con Terminator (1984). Estaba «escrita» de otra forma. El malo, el replicante (Roy), no sucumbe en manos de Deckard (el protagonista), sino que lo salva y muere —con fecha de caducidad prefi jada y con paloma blanca en la mano— después de permitirle vivir. El androide se rebela porque quiere más vida. El replicante mata a su padre, a su creador, como el lector lo hace con el autor: mata la identidad/ firma (Tyrell) del texto para abrirla en un acto de transgresión.

Jenaro Talens (2010) 2 entiende este acto como un vuelco deconstructivo. Se detiene en este punto y analiza las reflexiones de Ford, como Deckard, sobre los tiempos que le quedan por vivir y sobre el sistema de colonización capitalista en el cual está inserto. Contradicción que le mantiene sumido en una relación sentimental con una androide que ignora su replicancia y que no se sabe ni se supo cuánto le queda como tal: ¿cuál es su fecha de caducidad? El amor no tiene una memoria. Ella puede morir. No hay final… El final está en las manos del lector que recibe la propuesta de una escritura-cine que deja cabos sueltos para avanzar por nuevos caminos: «todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir», sentencia, antes del «retiro» y en su monólogo de despedida, el replicante Roy.

El dejar de hacer las cosas como lo establece el código común es consecuencia de un proceso estudiado terapéuticamente con y entre los enfermos de literatura. Así lo desliza, por lo menos, el supuesto padre de Miguel de Abriles Montano en el Mal de Montano (2002b). Scott traicionó para llegar a la transgresión y decadencia propia del entorno Blade Runner, de los policías que matan (o retiran) a los replicantes que se insubordinan porque quieren más vida. ¿No será que Deckard-Ford también es un androide? Aunque la fuerza de la letra y del autor indique lo contrario, el cine también es escritura. Leyendo —dice Hélène Cixous (2006)— se descubrió lo infinito de la escritura. Lo indesgastable y eterno. La carnalidad de la escritura. Al cuerpo de la escritura siempre le falta ser leído. Lectura que nunca acaba. Siempre hay algo por leer, crear e inventar: «Leer: escribir las diez mil páginas de cada página, traerlas a la luz, creced y multiplicaos y las páginas se multiplicarán» (41).

Sucede que la escritura se encuentra oprimida, disminuida y dependiente del dominio de la lengua y el habla. Reprimida a la simplicidad de la representación que siempre quiere ser idéntica al original. Pero hay que decirlo con mayor claridad. Hay que marcar la diferencia entre una escritura y la otra: la otra escritura. Está la escritura de la tradición. La que está retenida en los códigos de lo habitual. La escritura que se reduce al dictado, al puro acto físico de escribir casi automáticamente. La escritura lineal. La que, salvo merecidas ocasiones, se enseña en las escuelas. La que se rige por reglas. A la que renunció Bartleby: he ahí el acto de transgresión.

Y bien cabe la cita —precisa— de Sollers (1998: XIII): «POR QUE EL NOMBRE DE ESCRITURA PERMANECE EN ESTA X, EN ESTA INCOGNITA QUE SE VUELVE TAN DIFERENTE DE LO QUE SIEMPRE SE HA LLAMADO “ESCRITURA”». La escritura común y estancada no sale de su burbuja y no se arriesga a romper el huevo. Lo suyo no es la ruptura. Se queda escuchando las lenguas y las hablas que le instruyen por dónde actuar. Se conforma con las reglas gramaticales y ortográficas. No le interesan las traducciones ni los tartamudeos. Quiere la perfección dentro de lo establecido. Esta es la escritura que siempre escribe. La escritura no poblada por enfermos de literatura. Sin Bartlebys.

Esta escritura lineal se encuentra denunciada, por ejemplo y desde la vida cotidiana, en pasajes de la elocuente crítica que hace Evgueni I. Zamiátin al régimen soviético y al poner sobre la mesa la rompedora novela Nosotros (2008), escrita en ruso en 1920 y publicada en inglés en 1924. Dicho trabajo fue el que inauguró —aunque se reconozca poco— el subgénero literario de la ciencia ficción distópica o antiutópica y fue precedente directo e inspirador de posteriores publicaciones mucho más populares como Brave new world (1931), 1984 (1948), Fahrenheit 451 (1953) o la fuente literaria de Blade Runner, Sueñan los androides con ovejas eléctricas (1968), entre otros.

En Nosotros, la matemática se presenta como signo de poder que permite tener numerados, ordenados y disciplinados a los pobladores que se encuentran bajo ese régimen preciso y perfectamente científico: el régimen de libertad del Estado Único. A tal punto que sus personajes no tienen nombres. Su identificación es un número que se asemeja al aspecto de cada uno de ellos. I-330 es una mujer fi na, guapa, curvilínea. O-90 tiene formas redondeadas y se asemeja a una circunferencia. Es circular incluso de carácter. S-4711 es un personaje indescifrable, de ojos brillosos, enigmático y encorvado como una serpiente. Y su protagonista es D-503, matemático afín con el sistema controlado por El Benefactor y constructor de la nave el INTEGRAL. Así lo apunta en la anotación n°1 de su diario. Documento que debe viajar en el INTEGRAL como parte fundamental del proceso de neocolonización (¿con «colonias exteriores»? si se vuelve a Blade Runner).

D-503 en la primera página de su diario copia del único «Periódico Estatal» del planeta lo siguiente:

Dentro de ciento veinte días termina la construcción del INTEGRAL. Se acerca la gran e histórica hora en que el primer INTEGRAL se alzará al espacio sideral. Hace mil años, vuestros heroicos antepasados conquistaron para el poder del Estado Único todo el globo terráqueo. Tenéis por delante una hazaña aún más gloriosa: integrar la ecuación infi nita del Universo con el vítreo, eléctrico e ignívomo INTEGRAL. Tenéis por delante la tarea de someter al benefactor yugo de la razón a los ignotos seres que habitan en otros planetas y que, tal vez, todavía se encuentran en estado salvaje de libertad. Si no comprenden que les llevamos la felicidad matemáticamente infalible, nuestro deber es obligarles a ser felices. Pero antes que las armas, probaremos la palabra (Zamiátin, 2008: 33).

He aquí un guiño del cambio escritural. Del salto de una escritura a la escritura otra. La denuncia de Zamiátin ya implica un gesto de resistencia que permite acusar lo sucedido a través de una mirada diferente que le costó, antes de la publicación de la novela, la salida de la URSS. Pero, además, la obra por sí misma invita a otras y nuevas escrituras. Un buen escritor que no escribe desde la tradición es quien rompe las reglas de siempre.

En un primer paso, Zamiátin deja de ser Zamiátin para ser D-503 o, más bien, el diario de D-503 que narra la última etapa de la facturación del INTEGRAL, antes de su despegue a la colonización exterior interplanetaria. Mientras tanto, el numerado protagonista se va contaminando, inútilmente, con las infl uencias clandestinas de la disidencia que acarrean las enfermedades del alma… A partir de lo que cuenta el diario de D-503, el lector, en un acto de escritura otra, puede desbordar la novela y llevarla a diversas articulaciones, incluso como plataforma para nuevas escrituras.

Pero no es en el acto de escribir desde donde se realiza la fuga hacia una escritura no lineal, sino que, en gran parte, se realiza en el olfato crítico del narrador que suscribe casi instintivamente. Palpa y deja huella sobre un momento enclaustrado por la escritura de la línea. Así es como en la novela hay, por supuesto y en su formato de denuncia, espacios para la emancipación. Luces de una escritura que hackeó el montaje dominante de fondo y donde el narrador hizo confundir al propio protagonista: «Con vosotros sucedió algo peor: os crecieron las cifras, que corretean por vuestro cuerpo como piojos. Tenéis que desprenderos de todo y huir desnudos al bosque» (Zamiátin, 2008: 216).

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Autor: Rodrigo Browne Sartori. Título: No. Una revisión desautorizada a la crisis del autor. Editorial: Plaza y Valdés. Venta: web de la editorial

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Rodrigo Browne Sartori

Doctor en Comunicación, actualmente ejerce como docente e investigador del Instituto de Comunicación Social de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile (Valdivia) y como director de estudios de postgrado de la misma universidad. Ha publicado De la comunicación disciplinaria a los controles de la comunicación. La antropofagia como transgresión cultural (Sevilla, Alfar, 2009), No al canibalismo. Anatomía del poder euroccidental (Temuco, Universidad de La Frontera Ed., 2013) y, junto a Víctor Silva Echeto, Escrituras híbridas y rizomáticas. Pasajes intersticiales, pensamiento del entre, cultura y comunicación (Sevilla, Arcibel, 2004), Antropofagias. Las indisciplinas de la comunicación (Madrid, Biblioteca Nueva, 2007) y El campo en disputa. Discontinuidades, postautonomías e indisciplinas de la comunicación y la cultura (Stgo. de Chile, RIL, 2014).

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