Ilustraciones: Augusto Ferrer-Dalmau
El verso espera en el rincón exacto del corazón. No es literal, pero es exacto en espíritu y emoción. Conjuga el estremecedor final: «no quisieron servir a otra bandera / no quisieron andar otro camino / no supieron morir de otra manera» del himno/oración a los caídos. Y no creo que pueda hallarse mejor acompañamiento al clamor de cornetín para rememorar, un siglo después, aquellas siete cargas del Regimiento de Cazadores de Alcántara por el cauce seco y ladera arriba del río Igan en aquel sacrificio asumido como deber para permitir escapar a miles de sus compañeros de aquella trampa mortal.
El camino que desembocó en el pavoroso Desastre de Annual había comenzado en febrero del año anterior con la llegada de Silvestre a la Comandancia de Melilla. Inmediatamente inició sus avances por el Rif para acabar con la rebelión de Abd el Krim. Todo parecía ir bien. El 15 de enero de 1921 había tomado Annual y el 7 de junio alcanzó Igueriben.
Pero su despliegue, sin anclaje ni vertebración, se desplomó ante la embestida de decenas de miles de rifeños que habían esperado agazapados el momento de atacar todas aquellas posiciones aisladas, sin agua ni munición, y a las que comenzaron a asaltar masacrando a todos sus defensores. El día 17, Igueriben ya estaba cercado y sin posibilidad de socorro. El coronel Manella, primer jefe del regimiento Alcántara, ha pasado al estado mayor de Silvestre, y el teniente coronel Primo de Rivera ha pasado a mandarlo.
El día 21 de julio es ya Annual quien está rodeado. El general Silvestre evacua a su hijo Miguel a Melilla, ordena al coronel Manella la retirada y se pega un tiro en la cabeza. El 22 empieza la retirada. Los rifeños, dueños de las alturas sobre la única vía de escape que queda hacia el norte, disparan a placer sobre los fugitivos. Manella sucumbe en la retaguardia, las columnas se descomponen, comienza el caos, se rompe el orden de marcha y se produce la desbandada. Es el principio del Desastre de Annual. En las cuatro horas siguientes los muertos superan los 2.500, la mitad del contingente. Pero la matanza no ha hecho sino comenzar.
Esa misma mañana es el Alcántara, cumpliendo órdenes de general Navarro, que ha tomado el mando y venido desde Melilla, quien salva la situación. Pasa a la retaguardia, da una primera carga que consigue ahuyentar a los que atacaban, consigue un respiro y reagrupar a los supervivientes, que, escoltados por ellos, consiguen alcanzar la posición defensiva de Dar Drius.
Antes del amanecer del día 23, los cornetas del Alcántara, 13 en total, 12 y el personal del teniente coronel, ya han tocado retreta.
Su jefe les ha dicho: “La situación es crítica. Ha llegado el momento de sacrificarse por la Patria. Que cada uno ocupe su puesto y cumpla con su deber”. Y todos saben lo que ello significa: que el día va a ser muy largo, y para muchos el último.
El primer combate de la mañana se salda con éxito. Primo de Rivera, con 192 jinetes, protege la retirada de otra columna que viene retrocediendo desde Chaif. Su carga logra atravesar la línea enemiga, dar la vuelta y atacar por la espalda a los rifeños. La columna consigue, y en buen orden, llegar a Dar Drius.
Es a la una de la tarde cuando le comunican lo que todos esperan, y que va a ser mucho peor: su sacrificio final. Navarro ha ordenado seguir con la retirada y continuar desde Dar Drius hasta Batel y Monte Arruit. Pero para ello tenían que pasar por un cuello de botella, atravesar por el cauce seco y rodearlo por las escarpadas laderas del río Igan.
La marcha comienza a las 13,30. El Alcántara se adelanta por el flanco izquierdo y ya se ve obligado a una carga alrededor de las cuatro de la tarde para que no se les eche encima el enemigo. Este les aguarda, agazapado y a miles en el paso del río. Es allí donde les espera la prueba final. Se lo anuncia, pistola en mano —el sable queda para después, cuando se agote el cargador—, su teniente coronel: “¡Soldados! Ha llegado la hora del sacrificio. Que cada cual cumpla con su deber. Si no lo hacéis, vuestras madres, vuestras novias, todas las mujeres españolas dirán que somos unos cobardes. Vamos a demostrar que no lo somos”.
Lo demostraron. Tenían que despejar el paso por el cauce y desalojar a una enorme cantidad de enemigos, emboscados y apostados, tras rocas y arbustos, en la trinchera del cauce y sus laderas. Una carga suicida, cuesta arriba, es lo único que puede salvar a los demás.
El Alcántara se lanza, hombres y bestias en formación cerrada, contra miles de enemigos ocultos, que los tirotean a placer. Y no han de dar una sola carga, sino dos, y luego tres, y una cuarta, y hasta siete tuvieron que ser. Hasta siete veces han de cargar, cada vez menos, más exhaustos ellos, agotados sus caballos, del galope al trote, de este, ya en la última, al paso y algunos a pie. Nadie se queda atrás, ni el capitán médico, ni los tenientes veterinarios, ni los herradores, ni siquiera el capellán. Ni los 13 cornetas de 14 y 15 años, ni el del teniente coronel, de los que ni uno solo dejó de cargar, y ni uno solo se dejó morir.
Pero forzaron el paso, lo mantuvieron. Por un tiempo hicieron huir a las hordas de Abd el Krim, a los rifeños, y las columnas pudieron pasar hasta llegar a Batel y finalmente alcanzar Monte Arruit. El precio en sangre es terrible: de los 32 oficiales quedan vivos cuatro. De los 691 de la tropa tan sólo 67.
Entre los vivos aún está su jefe, que ha perdido sus dos monturas, muerto “Pirote” y herido su tordo “Carbonero”, al que habría de sacrificarse después. Han conseguido alcanzar Monte Arruit, pero tan sólo para demorar el terrorífico final. En su defensa, cercado por decenas de miles de rifeños a los que se unían cada vez más kábilas, Primo de Rivera es alcanzado por una granada que obliga a amputar sin anestesia el brazo, pero que no le salva de la gangrena y de morir pocos días después. Finalmente, Navarro, que no quiere abandonar a los heridos y sí intentar llegar con los que aún pueden combatir hasta Melilla, pacta la rendición con la condición de que se respete la vida de los prisioneros. Pero nada más dejar las armas da comienzo la masacre. Tan solo salvan la vida el propio Navarro y algunos oficiales que lo rodean. El resto son degollados con frenesí. El número de muertos españoles en total superó los 11.000, la gran mayoría asesinados tras la rendición tanto en Monte Arruit como en otras posiciones.
Ello no empaña la gesta de sacrificio y heroísmo del Alcántara. Al teniente coronel Primo de Rivera se le concedió a título individual la máxima condecoración de nuestros ejércitos, la Laureada de San Fernando. Pero hubo de esperarse 91 años más, hasta el año 2012, primer gobierno de Rajoy, y tras vergonzosas dilaciones de todo régimen y color, para que le fuera otorgada, al fin y de manera colectiva a todo el regimiento.
Nada hay de lo que huya más la política que de un desastre, y entre las más acrisoladas tradiciones españolas está el maltratar a sus héroes. En esta ocasión, al menos, y aunque tardíamente, se restañó ese olvido y se enalteció a aquellos hombres, que hace ahora un siglo llevaron hasta el grado más extremo y total el cumplimiento de su deber.
Porque “no quisieron servir a otra bandera / no supieron morir de otra manera”.
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