El muerto peor enterrado
Leo que Ian Gibson ha cedido para un documental la grabación original del hombre que hace muchos años le detalló el lugar exacto del enterramiento de Lorca —«el muerto peor enterrado de nuestra historia», en palabras de Vázquez Montalbán— y me viene a la memoria una tertulia noctámbula que hace tres años mantuvimos un grupo de escritores en la Costa Dorada. Fueron aquéllos unos días estupendos: nos habían citado en un hotel idílico para charlar sobre diversos asuntos alrededor de la literatura y sus márgenes, y apuramos las horas de la última noche charlando en una terraza —algunos se acabaron poniendo unas mantas por encima, refrescaba el tiempo en cuanto se iba el sol por mucho que se encontrase el verano a la vuelta de la esquina—, como si retrasáramos a conciencia el momento de irnos a la cama, sabedores como éramos de que aquellas horas eran el preludio de nuestra despedida. No puedo precisar los nombres de todos los que éramos —andaban por allí José Luis Espina, Álvaro Colomer e Ignacio Martínez de Pisón, creo que Laura Fernández ya se había ido y no sé si seguía allí Miquel Molina—, pero sí que en algún momento se aludió al libro en el que David Castillo dejó constancia de sus conversaciones con Pepín Bello y esa mención desembocó en unas divagaciones en torno a la Generación del 27 que nos terminaron conduciendo al meollo de la tumba lorquiana. No era raro que sucediera si tenemos en cuenta que en el improvisado corrillo también estaba presente Víctor Amela, que unos meses atrás había publicado Yo pude salvar a Lorca y había asistido a las ponencias para exponer su interpretación de la figura del poeta granadino, en la que persevera ahora con una nueva novela, Si yo me pierdo, que recrea las andanzas de Lorca en Cuba tras su huida de Nueva York. La cuestión es que, sin saber muy bien cómo ni por qué, e igual que si hubiésemos querido emular a un grupo de detectives jubilados que juegan a resolver con carácter retrospectivo ciertos interrogantes que no supieron satisfacer a lo largo de su carrera, nos entregamos a una suerte de elucubración colectiva acerca del lugar donde podrían hallarse los restos de Lorca. Puede que surgiera cuando alguien aludió al rechazo que siempre ha manifestado su familia ante la idea de cualquier excavación, cosa a la que tienen pleno derecho por más que no se llegue a comprender del todo —por mucho cariño que se sienta por Lorca, o más bien por su obra, sólo a ellos compete la decisión sobre sus huesos—, y a lo llamativo que resulta que, tras tantos sondeos como se han hecho en la zona de Víznar, nunca se haya encontrado el menor indicio sobre su paradero. Alguien hizo mención de esa leyenda urbana que cuenta cómo el padre del poeta alcanzó un trato con las autoridades franquistas para exhumar del barranco el cuerpo de su hijo y darle una sepultura digna, aunque anónima, en los jardines de la Huerta de San Vicente, y plantea que tal vez el trato consistió en obtener ese pobre consuelo —o no tanto, no es baladí proporcionar una tumba decente a un hijo muerto— a cambio de obtener ciertas facilidades para emprender el camino del exilio. La brutalidad con que se pusieron fin a los días de Lorca, la rabia y la impotencia que a día de hoy siguen causando su captura y su asesinato, hacen que muchas veces se ignore la peripecia por la que luego tuvieron que atravesar sus familiares, ese viaje a ninguna parte que relató Manuel Fernández-Montesinos, sobrino del poeta, en un libro de muy grata lectura que tituló Lo que en nosotros vive y que no sé si es muy conocido. «Vámonos, Vicenta», cuenta allí que dijo el padre de Lorca a su mujer cuando Madrid cayó en manos de las huestes franquistas, y la familia se embarcó en el Marqués de Comillas con rumbo a los Estados Unidos. Allí murió el patriarca en el mes de septiembre de 1945 y allí permaneció su familia hasta que, en 1951, resolvió volver a España. El régimen cuyos destinos se dirigían desde aquella ventanita de El Pardo ya hacía entonces lo posible por desentenderse del asesinato de Lorca, como si éste hubiera provenido de la sobreactuación de un grupo de exaltados y no del cumplimiento de una orden dictada por uno de sus gerifaltes más siniestros, y no puso reparos para que la familia se instalara en Madrid. «¿Y si en aquel momento del regreso se hubiese alcanzado un nuevo acuerdo?», dijo alguien aquella noche en la terraza de un hotel junto al Mediterráneo. Los unos obtendrían así una forma de consuelo y los otros fingirían apaciguar su mala conciencia en esa supuesta reconciliación con los deudos de una de las víctimas de sus crímenes innobles. No hay forma de saberlo, pero el hecho de que Vicenta Lorca, tras su muerte, recibiera sepultura junto a la pradera de San Isidro, en el cementerio de la Sacramental de San Justo —a pocos metros de la que luego sería la tumba anónima de Ramón Ruiz Alonso, el hombre que detuvo a su hijo en casa de los Rosales— dio pie a dos preguntas encadenadas que formuló Amela y que permanecieron flotando en el aire frío de la noche durante unos minutos en los que el silencio se adueñó del corrillo: «¿Por qué no pidió que la llevasen a Granada? ¿Qué madre, después de todo lo que ella tuvo que pasar y tras regresar de un exilio, va a querer que la entierren lejos de su hijo?»
La felicidad en París
El que hubiera sido mi tercer viaje a París se vio frustrado por la última gran huelga general francesa. Teníamos reservada una habitación en Montparnasse, muy cerca del cementerio, y me había hecho el propósito de aprovechar algún rato perdido para ir a husmear por allí en busca de la tumba de Cortázar. No pudo ser y he tenido que incorporar esa peregrinación a la cada vez más larga lista en la que figuran esas cosas que debería hacer algún día y que, por una u otra razón, van quedando postergadas, si no olvidadas, a medida que transcurren los días con su prosaísmo habitual. Tengo un sentimiento contradictorio con Cortázar: el escritor que crece cada vez que regreso a sus cuentos se me ha caído de las manos en las dos o tres ocasiones que he vuelto a abrir Rayuela para tratar de reencontrarme en sus páginas con el antiguo deslumbramiento adolescente. Por eso no pongo en duda su maestría —si acaso, lamento que ese largo aliento de jazz y merodeos no cause mayor efecto en mí— ni cuestiono la influencia que ha podido causar en quienes nos hemos puesto a escribir después de que él imprimiera su huella en este mundo, lo que de por sí ya es suficiente deuda sentimental como para ir a visitarlo en su última morada. A esto se añade la eventualidad de que el personaje me cae simpático, sobre todo porque siempre recuerdo la anécdota que suele contar Daniel Mordzinski cuando recuerda cómo, en sus primeros meses en París, la casualidad le permitió organizar en una sala su primera exposición fotográfica y el escritor argentino —«El gran cronopio», lo llama siempre Daniel— tuvo la gentileza de asistir a la inauguración de aquel compatriota jovencísimo del que no sabía nada. He recordado la anécdota, y mi propósito frustrado, al encontrarme en Hotel Chile —el volumen en el que Mordzinski aglutina textos dispersos de Luis Sepúlveda para componer un homenaje sentido a quien fuera uno de sus grandes amigos— una suerte de apunte memorialístico en el que éste dejó constancia de sus felicidades parisinas. «Ahora voy a contaros / cómo también yo estuve en París, y fui dichoso», dicen los famosos versos de Jaime Gil de Biedma. Conservo una vieja foto de mi primer paso por la ciudad en la que salgo, sentado en el suelo y sonriente junto a mis compañeros del instituto, en la gran explanada del Louvre. En aquel tiempo, era marzo de 1997, yo acababa de leer Rayuela y Nuestra Señora de París para llegar allí bien documentado y disfrutaba recorriendo el Pont Neuf y las calles del Quartier Latin imaginando que en algún momento me encontraría con Oliveira y con La Maga. Puede que haya en ese propósito postergado de visitar la tumba de Cortázar una rara vocación de averiguar si existe alguna posibilidad de volver a ser aquél que fui, o quizá sólo pretenda situar a ese joven de la foto frente a la persona en la que se ha convertido un cuarto de siglo más tarde, en una escena que bien hubiera podido escribir el gran cronopio, y bajo su sombra tutelar mirarnos cara a cara, y discutir, y ajustar cuentas.
Tiempos interesantes
«Esto es más interesante que participar en el Mundial», sentencia irónicamente el escritor peruano Julio Villanueva Chang el mismo día en que su país se pone patas arriba con la pretendida disolución de las Cortes por parte del presidente, Pedro Castillo, y las casi inminentes destitución y detención de éste. El episodio coincide con la redada que en Alemania desarticula una red ultraderechista que pretendía dar un Golpe de Estado e instaurar un nuevo régimen que reverdeciera los antiguos modos imperiales —al modo del esperpéntico asalto trumpista al Capitolio que pretendió liderar aquel energúmeno travestido de bisonte—, todo esto al tiempo que Putin da vueltas a la idea de apretar el botón nuclear y en España un partido de fútbol sirve de coartada —mejor no imaginar lo que puedan estar tramando los que tanto agitan sus banderas y tan poco ejercitan sus neuronas— para desempolvar ese racismo supuestamente chistoso que lleva a plantearse qué valores son los que transmiten realmente determinadas competiciones deportivas. No es un panorama muy tranquilizador, pero siempre se puede aportar a la situación un prisma de optimismo. En la adaptación que hizo Carol Reed de El tercer hombre, la célebre novela de Graham Greene, el personaje de Harry Lime —al que encarna el gran Orson Welles— dice a un meditabundo Holly Martins: «En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz, ¿y cuál fue el resultado? El reloj de cuco.» Parece una boutade humorística, pero no lo es tanto si se piensa que, en verdad, las artes tienden a crecerse cuando las adversidades las asedian. Los malos tiempos pueden ser pródigos en genialidades, pero a cambio hay que vivirlos, y la duda es si eso compensa. Hay una vieja maldición china que cita con frecuencia Javier Cercas en la que pienso a menudo últimamente, cada vez que abro un periódico o miro un telediario, o cuando las redes sociales se convierten en un hervidero de catástrofes servidas a última hora con el consiguiente, y consabido, escándalo dialéctico: «Ojalá te toque vivir tiempos interesantes.»
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