Casi se puede afirmar que los grandes medios se han convertido en el aparato propagandístico de algo que nos es presentado como ciencia, y a lo que se otorga un carácter emancipador que los acontecimientos van desmintiendo a cada paso. Quizá de lo que se esté hablando realmente es de técnica, es decir, del conjunto de herramientas y procedimientos científicos que están transformando nuestras sociedades, sustentados por una ideología de la intervención público-privada de la Cosmópolis. También comenzamos a ver que las medidas draconianas de los países no reaccionan ya a la amenaza sanitaria, sino a su posibilidad más o menos remota, en función de lo que decidan opacos nodos de expertos o de lo que en ciertos organismos acreditados (y sujetos a todo tipo de intereses) se recomiende. En paralelo, observamos que nunca antes las elucubraciones y paranoias de un porcentaje ínfimo de nuestras poblaciones habían resultado tan dignas de ser censuradas; tan es así que la distancia entre los métodos de las dictaduras evidentes y los de las llamadas sociedades abiertas se acortan preocupantemente, como suele pasar, ante el silencio connivente de las masas.
La lucha contra la pandemia obedece sin más a una lógica de producción industrial. Su naturaleza humanitaria es simplemente una falsedad mediática que se corresponde con la quinta estrategia de manipulación de Sylvain Timsit: la infantilización del espectador de acuerdo con los intereses comunes de medios y lobbies tecnocientíficos. La heroización de colectivos profesionales, la viralización de bailes de sanitarios o el acuñamiento súbito de expresiones como “los irresponsables” establecen un relato emocional de la crisis; relato que ha de irse cebando con Bosés y Djokovics a cada poco, dado que los chivos expiatorios le son esenciales. Este tipo de comunicación permite resolver un oxímoron tan evidente como el que implica “creer en la ciencia”, como si se tratase de un champú cuyos efectos sobre el cabello se avalan científicamente en un spot. No, la ciencia no es algo en lo que se pueda creer o de lo que se pueda renegar, a no ser que la entendamos como ideología. De hecho, deberíamos desconfiar de todo lo que, ostentando su nombre, quiera sernos impuesto por medio del adoctrinamiento y la coerción. Sin una razón de ser determinadamente altruista no lo puede ser, sino técnica orientada a “la eficacia y la suficiencia teórica sin importar en absoluto el daño espiritual que pueda ocasionar a los hombres”. Esto es lo que las narrativas infantilizantes y las estrategias del miedo soslayan, y que expresamos sirviéndonos de los Diálogos sobre el conocimiento (1991) de Feyerabend.
Alegóricamente, los gobiernos de los países libres y desarrollados se han convertido en soberanos incapaces que, paralizados en sus poltronas, escuchan el susurro de sendos validos que les dictan cómo actuar. Consignas como “nadie estará a salvo hasta que no lo estemos todos” muestran un nuevo fantasma recorriendo Europa, aunque ya no en aras de la dictadura del proletariado, sino de una criptocracia técnica embriagada de quimeras posthumanas: la posibilidad real de tenerlo todo en sus manos, como si de un Santo Oficio 2.0. se tratara. Nada de esto sería posible sin un paradigma ideológico repleto de tics propios de los peores ismos políticos, respaldado por una res populi enfebrecida y, en este caso, dispuesta a lo que haga falta por la seguridad de los suyos. La recompensa esperada lo vale: un estado tecnificado le protegerá de todo mal concebible a cambio de una minucia: renunciar a todo impulso autónomo y hacer lo que se le diga, como se le diga y a cada momento, siempre confiando en expertos que, curiosamente, suelen ser también prebostes de lo suyo en lo privado. No, nada de esto es verdaderamente científico, y sí tiene muchas trazas de ideología histérica de entre el mundo que muere y el que nace. Solo recordemos lo que Gramsci escribió: en ese ínterin nacen los monstruos, y siempre vienen armados de técnica porque, si no, no lo serían.
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