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No digas que fue un sueño - Terenci Moix - Edición conmemorativa
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Edición conmemorativa de No digas que fue un sueño, de Terenci Moix

No digas que fue un sueño es el libro de Terenci Moix que mejor condensa su personalidad y, por supuesto, su amor a Egipto y a Alejandría, ciudad en la que sus amigos esparcieron sus cenizas. Esta novela, ganadora del premio Planeta en 1986, de la que vendió más de un millón de ejemplares, convirtió...

No digas que fue un sueño es el libro de Terenci Moix que mejor condensa su personalidad y, por supuesto, su amor a Egipto y a Alejandría, ciudad en la que sus amigos esparcieron sus cenizas. Esta novela, ganadora del premio Planeta en 1986, de la que vendió más de un millón de ejemplares, convirtió a su autor en uno de los más leídos. En Zenda te ofrecemos un fragmento de esta obra.

SERPIENTE DEL NILO

Ella era el último miembro de una raza solitaria y sutil.

Era una flor que Alejandría había tardado trescientos

años en producir y que la eternidad no puede marchitar.

Y se abrió ante un soldado romano, sencillo pero inteligente…

E. M. FORSTER, Alexandria

 

Y DIJO LA MUJER:

—Maldito sea Amor, que me asesina. Teñid de muerte el Nilo. Poned luto a las nubes. Convertid Egipto en un sepulcro.

Y así se hizo. Y el espanto fue descendiendo por el río. Y la muerte se instaló en las orillas. Y cayó el infierno sobre el universo.

Cumplida la orden, una densa nube negra entoldó los cielos en los que jamás hay nubes. Por lo insólita, dijérase el velo de una diosa traicionera. Dijérase sangre podrida goteando sobre los frondosos palmerales, las forestas de papiros, los huertos y jardines que un día fueron fértiles.

Una galera real bogaba con majestuosa lentitud en busca de los confines más remotos del reino; allí donde este se pierde en los desiertos que corren en busca de las selvas ignotas, donde dicen que nace el río santo.

La negrura llegaba acompañada por himnos tan tristes como el día. Era la incesante percusión de cien timbales doloridos. Era el batir de cien remos en las aguas, tan tristes a su vez que también se habían vuelto negras.

Las riberas se llenaron de campesinos procedentes de los villorrios más próximos. Llegaban formando procesión, y en sus arrugados rostros, en sus arrugas surcadas por el sol de muchos siglos, el asombro alternaba con el miedo. Se arrojaban al suelo, escondían la cabeza entre las cañas, se golpeaban el pecho con piedras afiladas y frotaban sus ojos con fango, como se viene haciendo desde los tiempos más remotos cuando muere un monarca o la naturaleza rompe su curso inexorable porque los dioses no están satisfechos.

La nube negra se posaba sobre todos los colores del paisaje, tan sensible en los albores del mes de Atir, cuando la luz ya no llega agobiada por los flagelos del estío. Los palmerales y los trigales, los bosques de sicomoros, las mimosas, los hibiscos, las yedras que trepaban por los palacios, todo cuanto ayer fue un despliegue de esplendoroso colorido quedaba encerrado en aquel color único, manto siniestro que los campesinos, aterrados, no podían reconocer. Pues ignoraban la clase de perfumes de cuya mezcla brotaba.

Perfumes que esparcían por doquier los esclavos negros de la nave.

¡Perfumes de las noches de Alejandría! Emanaciones entremezcladas de sándalo, de almizcle y ambarina; esencias de incienso, pachulí y la mirra que adormece los sentidos; fluctuaciones de heliotropo y azucenas combinadas con el zumo aceitoso que destilan las gardenias cuando han rozado el sexo de una virgen nabatea.

Al contacto con el aire, la mezcla lo teñía de luto. Y así emponzoñadas, las auras caían sobre los campesinos como una condena. La noche más pavorosa se adueñaba del día. Y todos lo interpretaron como un augurio del final del universo, según se anuncia en las inscripciones de los templos antiguos.

Los campesinos acogieron la catástrofe salmodiando cantos mortuorios aprendidos en los grandes funerales y transmitidos de una generación a otra.

Y cuando los esclavos que esparcían los perfumes descansaban un instante, la nube artificial se diluía. Y en medio de una breve pausa, semejante a un amanecer, surgían como un consuelo las familiares aguas del Nilo y, surcándolas, una soberbia proa en forma de papiro. Y sobre las estrías rosicler que el avance abría en la corriente, emergía la embarcación de Cleopatra Séptima.

¡Navegaba hacia la matriz de Egipto, la suprema majestad de Alejandría!

Entonces descubrieron los campesinos que la famosa embarcación iba de luto. Negras eran las velas, negra la cubierta, enteramente negros los mascarones y hasta los regios estandartes. ¿No anunciaba todo ello algún lúgubre prodigio? Hasta ayer fue una nave suntuosa, más brillante aún que todo el oro de las minas del Sinaí, más deslumbrante que todos los colores de las columnas del templo de Amón. Fue igual que un cofre repleto de riquezas y hoy era urna para restos de difuntos. Surcó los mares hasta la misma Roma, y hoy parecía un cuervo viejo que solo aspirase a morir en la ignota soledad de los desiertos.

¿Qué orden pronunciada en la lejana Alejandría destruyó el donaire de aquella galera, disimulándolo bajo un disfraz tan negro como la nube que aplastaba los azules del Nilo?

Había sido un grito de Cleopatra. Lo pronunció con los brazos en alto cual si invocase a todas las diosas de la venganza, fuesen griegas o egipcias:

—¡Muerte sobre mi amor ingrato! Que pongan luto a mi galera como pusieron oro cuando fui a su encuentro. Los tesoros de Egipto deslumbraron su codicia. Que el luto de Egipto sepulte para siempre su recuerdo. Luto en mi nave, ministros. Luto en los cielos. Y en el propio Nilo, luto.

Y todo fueron crespones y llevaron brazales los soldados y negras túnicas las damas de la que había sido la más amena entre las cortes. Y como un remate a la apariencia mortuoria de la galera, negro quedó también el solemne baldaquino, custodio a su vez del trono que ocupaba la reina para contemplar el lento transcurrir de las orillas, en navegaciones más felices.

Pero en aquel trono enlutado solo quedaba un pañuelo azul que olvidó Cleopatra. Y este era el emblema de su ausencia irremplazable.

Al descubrirlo, un personaje de noble aspecto que contemplaba a los campesinos desde la cubierta exclamó: —

Sigue sin aparecer. Se nos esconde. Y hace ya tres jornadas que zarpamos de Alejandría.

ASÍ HABLÓ EPISTEMO. Y era la suya una voz meliflua, que arrastraba el deje caprichoso del cortesano, pero escondiendo una última, inesperada revelación como cumple a la cautela del político.

—¡La reina consigue convertir en espectáculo su luto de amor! Si exige tanta suntuosidad a un abandono, ¿cuál no reservará para la muerte?, que los dioses quieran retrasar en lo posible.

Se dirigía a un mancebo de hermosos rasgos y porte altivo, además de otras singularidades que le convertían en el más pintoresco de los tripulantes de la nave. Pues mientras los demás vestían de negro, como ordenaba el luto de la reina, sus ropajes eran completamente blancos cual corresponde a los hombres que hicieron voto de servir a los intereses del alma. Y llevaba la cabeza afeitada al modo inconfundible de quienes han jurado consagrarse al servicio de los dioses.

Con un amplio ademán que abarcaba la impenetrable negrura que los envolvía, exclamó:

—¡Todo este luto por simples amoríos!

—Y yo te digo: por un amor que fue cualquier cosa menos simple. Egregia en todo es Cleopatra Séptima. En la plenitud del amor lo era. En su hundimiento, lo es más todavía. Sábelo ya, pues la propia reina rompe su secreto al convertir la nave real en pública voz del desconsuelo. Sabe que el romano que ocupó su lecho, ese hipócrita que hace apenas un año la dejó encinta de dos príncipes, que ese Marco Antonio a quien ella hizo aparecer en los grandes monumentos como dueño y señor de Alejandría y después monarca de Oriente entero, que ese vil, esa alimaña, ha tomado esposa en Roma.

—¿Siendo Cleopatra la madre de sus hijos?

—Las leyes romanas solo reconocen a los que Marco Antonio tuvo con su primera esposa, la infausta Fulvia… —Se inclinó Epistemo hacia el mancebo, para hablarle en tono más reservado—. ¡Y puesto que de hijos hablamos, necesitaríamos altas matemáticas para contar los que fue engendrando Antonio por cuantas ciudades visitó antes de llegar a Alejandría…!

La curiosidad del servidor de los dioses pudo más que su recato.

—¿Tantos hijos de un amante tan miserable?

—Amante miserable tal vez, esposo falso acaso, pero también un semental de mucha altura. ¿Tan impenetrable es el encierro de los templos que no os llega este tipo de noticias? Si tu castidad no tuviese que lamentarlo después, te contaría en qué trances ponían a Antonio los excesos de la carne. ¡Con decirte que cree descender del propio Hércules y estar además apadrinado por Baco! En confianza: si con tal combinación de furia y salvajismo no ha llenado de hijos todos los gineceos del Imperio, las mujeres del siglo debieran avergonzarse, pues ya no saben parir como sus madres.

Al inclinar todo su cuerpo hacia adelante, en busca de mayor confianza, se encontró con una mueca de rechazo. —

Sin duda te burlas de mi sagrado ministerio, ya que invocas a dioses extranjeros. Has de saber que abomino de ellos y detesto al amante romano de la reina. A cuanto representa y a todos aquellos que lo comparten.

Y cuando en un movimiento demasiado brusco mostró uno de sus brazos, vio Epistemo que estaba afeitado al igual que la cabeza. Así pudo saber que se encontraba ante un miembro de la sagrada orden de Isis, pues sus acólitos son los más obcecados enemigos de la impureza del vello, que tanto ofende a la gran madre; y, a fin de sentirse limpios y así hacerse gratos a sus ojos, deben afeitarse todo el cuerpo dos veces por semana, lo cual suele ser objeto de burla por parte de los blasfemos y de los viajeros que llegan de Roma.

Procedía el mancebo de un iseion del Alto Nilo, según contó con gran brevedad y ahorro de palabras, pues era de natural austero. También dijo llamarse Totmés, en honor al dios Tot. Entonces el servidor de Epistemo le trató de anticuado, pues los mozos a la moda prefieren llamarse Hermes, derivación griega de aquel nombre que en el pasado ostentó el dios con cabeza de ibis, patrón de la sabiduría. Y aunque Epistemo quiso añadir frivolidad a la grosería de su servidor, se encontró con el abierto rechazo de Totmés. Se resistía a cualquier otro comentario referente a su persona y solo parecían interesarle los campesinos de la orilla y los sucesos que se desarrollaban en el camarote de la reina.

—¡Tantas promesas de amor de boca de un romano solo podían acabar en luto! —siguió diciendo Epistemo.

—¿De qué sirve hablar de Antonio y de su boca si todo queda reducido hoy a un abandono y pronto, muy pronto, será olvido? Es lo único que entiendo de esta historia y de cuantas giran en torno al desamor. Sé que a la postre todos somos olvido colocado en manos de una voluntad más alta que los sueños del mundo.

De repente, un sobresalto sacudió a todos los tripulantes.

—¡Silencio! —exclamó Epistemo—. Accede a presentarse ante nosotros la suprema majestad de Cleopatra. Todos se arrodillaron.

Sinopsis de No digas que fue un sueño, de Terenci Moix

Cleopatra llora el fin de su amor en una barca que remonta el Nilo. Ha sido abandonada por su amante, el romano Marco Antonio. En el corazón de ambos todos los conflictos del amor y la pasión, que llevarán a nuevos encuentros que inevitablemente tendrán un destino fatal. No digas que fue un sueño es una gran novela de amor, enmarcada en un período histórico apasionante: los estertores del Egipto amenazado por el imperialismo de la todopoderosa Roma. Pero es, sobre todo, un intento de reivindicar la figura de una de las mujeres más fascinantes de la historia. Cleopatra aparece en esta novela como un personaje original y contradictorio.

Ya no es solo una mujer enamorada, sino una mujer entregada por completo a la política, esfera en la que supo cultivar el mestizaje y sacar provecho del mismo para sus fines.

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Autor: Terenci Moix. Título: No digas que fue un sueño. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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