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Ningún mortal es capaz de guardar un secreto - Sara Salander
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Ningún mortal es capaz de guardar un secreto

Mira que es difícil escribir tu nombre: Mi-chae-li-des. Verás, reconozco que, al principio, el título de tu libro me sonó bastante a película de sábado después de comer: La paciente silenciosa. También creí que, como en esas películas, tu novela estaría llena de personajes arquetípicos y que podría adivinar, casi al principio, la trama completa...

Querido Michaelides:

Mira que es difícil escribir tu nombre: Mi-chae-li-des.

Verás, reconozco que, al principio, el título de tu libro me sonó bastante a película de sábado después de comer: La paciente silenciosa. También creí que, como en esas películas, tu novela estaría llena de personajes arquetípicos y que podría adivinar, casi al principio, la trama completa de la novela; desenlace incluido.

Así que, como quien pone la tele un sábado a las 15:30 h, abrí tu novela un lunes a las 18:05 h con la certeza de que sería capaz de desarmarte la trama ya en el primer capítulo, a eso de las 18:25 h. Pero estaba equivocada.

Maldigo el momento en que abrí tu libro. Maldigo cada una de las notas que tomé aquel fatídico lunes.

Lunes a las 12:00 h (antes de empezar el libro)

Hoy ha pasado algo raro. Estaba en la cocina, haciendo café, y al mirar por la ventana me he fijado en alguien. Un hombre. Estaba muy quieto, como una estatua, oculto tras un árbol; era alto y fornido.

18:05 h

Todo el que tenga ojos para ver y oídos para oír se convencerá de que ningún mortal es capaz de guardar un secreto. Si sus labios callan, habla por las puntas de los dedos; hasta el último de sus poros lo delata. Sigmund Freud.

Alicia Berenson, la protagonista del libro, está ingresada en un psiquiátrico. Lleva meses sin hablar. Tiene cortes profundos que le cruzan las venas y las muñecas, cortes recientes que sangran copiosamente. Alicia no habla. Su silencio es perpetuo tras el arresto; sin embargo, ha ofrecido una única declaración a la policía: un cuadro pintado por ella. Un autorretrato.

Quizá Alicia Berenson sea una asesina, pero también es una artista.

18:45 h

Alicia Berenson me recuerda a Alice, la protagonista de Los renglones torcidos de dios. Me recuerda por el nombre, pero también por las circunstancias: la de Torcuato intentó envenenar a su marido; la otra, la de Michaelides, tenía 33 años cuando lo mató. Fue un 25 de agosto, el día más caluroso de todo el año.

Busco en Google el apellido de Alice: «Gould»; eso, Alice Gould. Hoy, sin embargo, es el día más frío del año.

18:59 h

Theo Faber, narrador del libro y psicoterapeuta, pasa a formar parte del equipo de The Grove, el psiquiátrico en el que está internada Alicia. Hasta ahora, ningún terapeuta ha conseguido hacerla hablar. El único testimonio que hay de ella es un cuadro, un autorretrato de un mito griego: Alcestis.

El perro de mi vecino ladra en el descansillo.

19:35 h

¿Dónde están todos los personajes arquetípicos de las pelis de la hora de la siesta? Me has engañado, Michaelides. Me has engañado con el título peliculero de tu libro, como buen guionista; pero seguiré leyendo hasta reventarte la trama. Hasta volarte el desenlace.

20:01 h

Alicia, la paciente silenciosa, le entrega su diario a Theo Farber.

20:35 h

Alicia se tira sobre su psicoterapeuta. Lo abofetea, intenta asfixiarlo. Quiere estrangularlo, arrancarle los ojos, partirle el cráneo en pedazos contra el suelo. No parece humana, sino más bien un animal salvaje; algo monstruoso.

Las emociones no expresadas nunca mueren. Quedan enterradas en vida y emergen más adelante, de formas más desagradables. Freud, de nuevo.

21:10 h

Me tienes retenida en el sofá, Michaelides. Llevo ya la mitad del libro y no logro desenmascararte. Estoy tumbada, entumecida, con los ojos pegados a las páginas y deseando que llegue ese clic que te desmonte. Pero viene en su lugar Eurípides. Viene el mito de Alcestis. Y el silencio.

A lo lejos, las sombras de los árboles se tambalean por el viento. Intuyo, por la extraña protuberancia del tronco, que detrás del árbol asoma el brazo del hombre que me observaba esta mañana. Sigue ahí. No se ha movido.

22:25 h

De pronto, oigo un ruido. Me quedo petrificada, con el libro de escudo como un hoplita en guardia. Es C., que acaba de llegar a casa. Se quita el abrigo y la bufanda y deja la bolsa con fruta en la cocina. Me besa en la frente; me tranquilizo. Me gusta mirarlo mientras se mueve; es un cocinero gentil: elegante, grácil, ordenado. Al contrario que yo, que solo organizo desastres. Últimamente he estado algo deprimida por una serie de cosas. Creía que estaba consiguiendo ocultarlo, pero él se ha dado cuenta. Se da cuenta de todo. Por eso no quiero contarle lo del hombre que me observa detrás del árbol.

Me pregunto, mientras lamina un calabacín, si también él tiene algo que ocultar. C. se da la vuelta y me mira fijamente.

23:50 h

Por primera y última vez en toda la novela, Alicia sonríe. Es un movimiento pequeño, minúsculo. Aún así, lo dice todo.

Me fijo en el árbol de fuera y adivino, también, una mueca en la sombra; una cara se asoma y se oculta detrás del árbol; se asoma y se oculta; se asoma y se oculta, como jugando al cucú-tras conmigo. No quiero decírselo a C., no se me permiten pensamientos de loca.

01:01 h

Ya te vale, Michaelides; ya te vale. Página 349, capítulo 21: acabo de atar cabos. Por fin, todo encaja. No sé cómo he podido estar tan ciega, no sé cómo has podido engañarme tan vilmente. Siento un repentino subidón de adrenalina, como si acabara de entrar sin permiso en una propiedad privada.

El plato que C. me ha preparado está intacto sobre la mesa, inerte. La montaña de arroz integral, apelmazada y compacta, tiene la solidez de un zigurat.

01:25 h

Novela devorada, Michaelides. FIN. No he sido capaz de boicotearte la trama; no he podido predecir el desenlace. Me la has jugado.

Por tu culpa, me he quedado sola en el salón y tengo miedo; C. se fue a la cama hace un rato.

Escribo estas notas todo lo deprisa que puedo. Ahora que he cerrado el libro, ahora que estoy sola, ahora que C. y tú os habéis ido, la sombra sale por completo de detrás del árbol. Avanza l e n t a m e n t e cada vez que parpadeo, como si jugáramos —a solas ella y yo— al escondite inglés (un, dos, tres).

 

01:45 h

Me viene a la mente Alicia; cuando pienso en ella, solo pienso en profundidad, en oscuridad, en tristeza. La sombra avanza. Serán imaginaciones mías, me digo, serán imaginaciones mías, mías, solo mías, y con ese mantra me levanto corriendo a ver a C. para calmar mi miedo.

01:46 h

Me relaja mirarlo mientras duerme. Lo quiero de una forma tan completa, tan absoluta, que a veces ese sentimiento amenaza con superarme. Habla en sueños, «no quiero morir», dice. Al principio, no reconozco su voz. Una voz tan pequeña y tan lejana como la voz de un niño.

De pronto, oigo pasos, la sombra ha entrado en casa. Está de pie, en el quicio de la puerta. Me mira con sus ojos huecos.

01:50 h

Avanza y se coloca detrás de mí. Respira fuerte por la nariz, como si fuera un Carlino, como si tuviera vegetaciones, y me extiende, arrugado, el folio con las notas que ahora estáis leyendo y que olvidé tirado en el sofá.

—Ya veo que estás usando frases de mi diario y del libro para escribir un artículo en Zenda —me susurra mientras las subraya con pulso de escuadra y con rotulador verde—.

Deberías al menos tener la decencia de entrecomillarlas, usar cursivas, notas a pie de página, etc., y de pedirle permiso al autor, ¿no crees? Porque la gente no sabe si eres tú, Michaelides o yo quien habla. Eres una impostora.

Pero ya es tarde —amenaza apuntándome con el Stabilo Boss verde fosforito—. Solo aquel lector que sea capaz de reconocer qué frases pertenecen a mi libro y qué frases te has sacado de la manga, podrá liberarte de tu falta y salvarte la vida.

Es la primera vez que escucho su voz. Es la primera vez que veo a Alicia Berenson cara a cara. Es la primera vez que enmudezco y que un personaje de novela me acusa de plagio mientras me apunta con un rotulador fluorescente.

Ve a buscar una cuerda —me ordena—, o cinta adhesiva o algo así. Voy a atarte.

¿7:17 h? ¿Tres semanas después? ¿Lunes?

Estoy atada a una silla, Michaelides. Amordazada por tu maldito personaje. Retorciéndome como el Laocoonte. Maldigo el día en que escribiste el libro. Maldigo cada una de las notas que tomé aquel terrible lunes. ¿Por qué no mataste a la Berenson cuándo la tenías tan a huevo? ¿Por qué no le pegaste un tiro como hiciste con otros personajes?

Publico este artículo con la intención de que me liberéis. ¡Encontrad las frases, desgraciados! ¡Robad el libro, leed a Michaelides y después quemadlo! ¡Que no cobre ni un duro de derechos de autor! ¡Que no salga ninguna edición más! ¡Que no quede ni un ejemplar suyo sobre la faz de la tierra! ¡Haced arder a la editorial que lo publica!

¡¡¡Haced aullar a la paciente silenciosa!!!

¡¡¡¡Sacadme de aquííííííííííííííííííí!!!

——————————

Autor: Alex Michaelides. TítuloLa paciente silenciosaEditorial: Alfaguara. VentaAmazonFNAC y Casa del Libro

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Sara Delgado Manso

Licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y en Historia del arte, máster en Gestión Comercial y Marketing, trabaja en la Real Academia Española como Responsable de Contenidos de Enclave RAE, la nueva plataforma lingüística y literaria de la RAE. Lectora voraz, está especializada en la lectura editorial, la creación de contenidos y la crítica literaria.

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