En los últimos años, la figura de Pablo Neruda ha sido uno de los objetos de revisionismo más claros dentro del mundo literario contemporáneo. Para muestra, aquel párrafo de sus memorias, Confieso que he vivido, donde se refiere de esta manera a la mujer que recogía los excrementos de su caseta allá en Ceilán, cuando el poeta vivía ya cómodamente ostentando el papel de cónsul chileno por el mundo: «Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia». Desde luego no parecen renglones que pasen la prueba del algodón de la moral que hoy en día refulge por todas partes. Y ocurre así con otros episodios oscuros que sobrevuelan su, por otro lado, intensa biografía. Ahí tenemos a la hija con hidrocefalia abandonada a su suerte o sus coqueteos con el terrorismo. Por tanto, ¿le juzgará la historia como poeta o como canalla?
Este septiembre se cumplen cincuenta años de la muerte de Neruda, y lo que sí parece claro es que el bardo es esclavo ahora del moralismo histórico que él mismo exhibió en vida. Aquel joven poeta de versos suaves y floridos fue transformándose en un activista político. Y no le culpo. La Guerra Civil española, una especie de avanzadilla de la madre de todas las guerras, le pilló siendo cónsul en Madrid. Y de ahí al tablero ideológico en que se convirtió el mundo a partir de la Segunda Guerra Mundial, con muros, y fascismos, y comunismos y blablá. Con esto quiero decir que es perfectamente comprensible que Neruda se radicalizara y revisara históricamente, por ejemplo, el papel de los españoles en la Conquista de América, hecho que criticó con fiereza en su Canto General. Pero, claro, de aquellos polvos, estos lodos que ahora le sepultan.
En cualquier caso, aquellos de ustedes que aparezcan por esta sección de vez en cuando sabrán que soy partidario de separar la obra del artista hasta las últimas consecuencias, y que la Capilla Sixtina es la Capilla Sixtina haya ideado los frescos Miguel Ángel o Hitler. Neruda fue un poeta excelso, de esos que de vez en cuando, a lo largo de la historia de la literatura, cambian el signo del discurso, modifican las estructuras del arte, tiran abajo los cimientos poéticos preestablecidos. Exploró una palabra hasta el momento desconocida, hizo brotar matices líricos en un páramo hasta entonces yermo. Neruda tiene la capacidad que sólo tienen los grandes de clavar versos en el imaginario gracias a que son capaces de acceder a los dilemas que todo lector de a pie se plantea. Permítanme destacar las Odas Elementales, ese canto a lo pequeñito, ese gusto por lo cotidiano. Fue un genio, un precursor de lo hispanoamericano —pese al odio de algún contemporáneo, como Borges—. Fue un maestro, un fuera de serie. Sin moralinas, sin lecciones, sin parábolas, hagamos lo único que se ha de hacer en estos casos: leerlo.
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