Un artículo de opinión son croquetas de ropa vieja hechas con lo que sobró de la actualidad de ayer y lo que vendrá mañana. Porque en un artículo cabe todo ahora que tantos teorizan sobre ello. Una columna es un parte de guerra y una paz tensa cuando por fin se termina hasta el día siguiente. Bendita felicidad —que dura cinco minutos— cuando al fin se exclama: “¡Ya estoy escrito!”, que es aquello que se oía cada mañana de boca de Ruano en el Teide y que ahora exhala Peláez también. Porque José F. Peláez escribe con los mismos remilgos que Ruano, es decir ninguno. Pero en la calle es mejor persona; los jesuitas son así. Publica con Ediciones Península Ya estoy escrito —mayo, 2023—, un tratado de buenas maneras, como si lo hubiese escrito un caballero inglés o fuesen las cláusulas finales de un divorcio. Y es que como apuntó Sabina el problema está cuando al punto final de los finales no le siguen dos puntos suspensivos. Y en el caso de Peláez después del divorcio empezó la escritura y a aquello le siguieron dos puntos, varias comas y muchos párrafos que le han llevado en volandas por la prensa española —de El País a ABC y del anonimato a una Tercera— porque todavía somos capaces de reconocer el talento por encima de la envidia; y eso es lo que salva los periódicos por ahora.
A Peláez da igual donde lo pongas, en un blog, en cuatrocientas palabras, en Madrid, en Valladolid, en uno de esos campos de Texas en los que se imagina cuando conoce a una mujer bella o en un volumen ordenado, pulcro y seleccionado como éste, porque el tipo lo que hace bien es mirar, lo importante es ponerle un folio en blanco delante. Todo artículo que merezca la pena consiste en mirar, como un voyeur —hacia dentro o hacia fuera—, pero con talento necesario para escribirlo después. El articulista vale lo que su último artículo. No tiene más patrimonio, como un Sísifo que se juega la suerte a una carta cada tarde. «Y para esos ineludibles instantes de abatimiento que provoca la angustia de monologar en el vacío siempre queda el recurso de acogerse a un viejo adagio del oficio: en caso de duda, periodismo», como sentenció Ignacio Camacho en Sevilla. Pero la gracia secreta del artículo es que los que todavía tocan a premio, esos que mañana no estarán marchitos, son precisamente los que tienen más de Cariátide ateniense que es el costumbrismo de los siglos.
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Peláez tiene esa escritura del que es capaz de hacerte sentir un divorcio sin que hayas pasado por el altar jamás: “Hay un lado de la cama que permanece vacío y que no se toca. Existe… Es otro hemisferio: la mitad vacía tiene código postal propio y pertenece a otro huso horario. En la otra mitad es siempre dos horas más tarde. Dos horas más triste.” Aunque no fuese mi amigo y cuando escribe columnas como las que aparecen en este libro que ayer se presentó en el Café Varela pienso en retirarle el afecto, no podría permitirme el lujo de dejar de comprarlo y menos de leerlo.
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