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Navidades con Machaquito - Zenda
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Navidades con Machaquito

Enrique vive en un barrio humilde, de casas tristes, pequeñas y desconchadas que está junto al Metro de Quintana, entre Ventas y la Cruz de los Caídos. Hasta allí fuimos Julián y yo por ver cómo estaba, pues según nos enteramos por un grupo de wasap, entra y sale del hospital cada poco. El miércoles, cuando...

No sé qué estará haciendo ahora Enrique. Depende de si está abierto el bar o no. Las tardes de los domingos son peligrosas. Al menos hoy no llueve y puede que se haya ido a dar una vuelta. Cuando tenía perra lo hacía todos los días por la mañana, pero se debió de morir hace tiempo. El otro día, este pasado jueves, cuando quedamos a tomar un café a primera hora, contó cómo se quedó con una gata. Volvía de un largo puente durante el que había estado por Cádiz en un festival de jazz con un amigo fotógrafo al que había dejado en su casa y en vez de irse directamente a la suya se acercó hasta una taberna a tomarse unos botellines con la excusa de que jugaba el Madrid. Salió algo perjudicado y al acercarse a casa vio que una niña hablaba a un gatito. Merodeaban los dos cerca de su portal y estaba llovizneando. Parece ser que esa gatita era la última de una camada con la que la niña tenía algo que ver. Enrique dijo que él no podía quedársela, que viajaba mucho y que no la atendería bien; la niña parece que ya se había quedado con algún hermano. Como era tarde, él estaba cansado del viaje y llovía, subió a su casa a deshacer el bolso y meterse por fin en su cama. Pero la mala conciencia le perseguía, así que bajó hasta la calle y allí seguía el gatito, o la gatita. “O entras ahora o te dejo ahí, tú verás lo que haces”. Así le habló al animal, que parece ser que lo entendió o que tenía hambre, frío y ningún sitio donde ir. A los diez minutos, mientras él trasteaba en el ordenador, el felino empezó a ronronear junto a sus pies y acabó encima de la mesa, junto al teclado. No sé cuánto duró aquel romance y si continúa con él. En el fondo da un poco igual: el caso es Enrique contó esa historia, y con más detalles de los que he recordado aquí, delante de un vaso de orujo a las diez y algo de la mañana.

"Nos habíamos citado en una taberna de esas que tienen las cajas de Mahou junto a las mesas y una enorme televisión siempre encendida demasiado alta"

Enrique vive en un barrio humilde, de casas tristes, pequeñas y desconchadas que está junto al Metro de Quintana, entre Ventas y la Cruz de los Caídos. Hasta allí fuimos Julián y yo por ver cómo estaba, pues según nos enteramos por un grupo de wasap, entra y sale del hospital cada poco. El miércoles, cuando le llamé para quedar al día siguiente, me cogió su móvil un amigo suyo, pues él estaba con un médico que le estaba diciendo que le tenían que operar de cataratas de un ojo.

—Se está suicidando poco a poco. Ya es mayorcito como para decirle lo que tiene que hacer, es su vida —me comentó luego Julián.

Puede que sea así, aunque no sé si lo hace conscientemente. No tiene subsidio de desempleo ni ha cotizado lo suficiente como para poder tener una pensión, asunto que intenta arreglar alguien del grupo de wasap. Ahí estamos metidos unos veinte o más, los que le pasamos unos cuantos euros para que pueda seguir tirando hacia delante.

Nos habíamos citado en una taberna de esas que tienen las cajas de Mahou junto a las mesas, una enorme televisión siempre encendida demasiado alta, cacahuetes y cáscaras de gambas por el suelo y tortilla de patata seca y troceada como aperitivo. En la pared alguien había fijado algunos banderines y pequeños trofeos plateados de mus, esgrima o futbito. Un hombretón con un uniforme de barrendero y barba de varios días hablaba a gritos por el móvil y la camarera recalentaba una jarra de leche del grifo que sale de la cafetera con un estruendo ensordecedor.

"Fui a pagar con un billete de 50 euros y la camarera, rubia teñida, flaca y con dientes desordenados, me dijo que de dónde lo había sacado"

Enrique bebía a sorbos su anís mientras recordaba anécdotas de cuando trabaja en torno al 75 en Jazz Central u otras revistas del gremio y cómo quedaba con gente cercana al FRAP para pintar fachadas llamando a movilizaciones contra el Sistema. Acabamos haciéndonos un selfie que fue coreado a lo largo de la mañana por los del grupo de wasap. Fui a pagar con un billete de 50 euros y la camarera, rubia teñida, flaca y con dientes desordenados, me dijo que de dónde lo había sacado. “Te lo acepto si me compras un décimo”, me retó. Le tripliqué el envite, pues no era cuestión de hacerme rico solo, y repartí las participaciones de la lotería, ya que el día del sorteo es mi cumpleaños. Esto no lo dije, claro. Prometimos vernos más a menudo, hacia febrero, y me fui con una congoja que aún me dura. De hecho, si escribo esto es porque quisiera espantarla, pero no hay modo. De vuelta al trabajo me acordé de él, su mujer de entonces (no me acuerdo cómo se llama, ya me fastidia) y de mí bebiendo por la noche cerca de la redacción de Interviú, donde coincidimos hace unos 35 años. Él formaba parte de lo que se llamaba el Equipo de Investigación, que en realidad lo integraban otro y él mismo, no creo que llegaran a tres. Siempre iba con un maletín, de esos que se abren accionando un cierre metálico y que tienen unas ruedecillas con números para mayor seguridad. Eso le daba prestancia y cierto aire de representante de ferretería o vendedor de relojes: “Mire un momento el muestrario, señora, que es gratis. Son relojes suizos auténticos, no crea; esos que nunca fallan. Le doy mi palabra de honor y una garantía firmada. Écheles un vistazo nada más, mujer”.

"Enrique vive instalado en el recuerdo, evoca la honestidad de la lucha obrera y aquellas manifestaciones por la dignidad de los barrios"

Estando una noche con Aurora (sí, ese era su nombre) durmiendo en casa (no sé si ya en la de la calle Vital Aza) se despertó de madrugada, y cuando la dio un beso se encontró con que su mujer era un bloque de hielo. Intentó reanimarla con la desesperación que sólo conocen los que nada tienen, pero fue inútil. Bebió y bebió para olvidarla, pero cuanto más bebía mayor era la presencia de Aurora. Los parroquianos de la zona fueron conociendo en noches sucesivas cómo se habían conocido, con qué destreza cocinaba el lacón con grelos y las canciones que la gustaban.

Nunca se repuso, pese a conocer a otras chicas. Buscó cobijo en el boxeo, que había practicado años atrás, pero se cansó. De entonces conserva un enorme dedo deforme tras golpear el codo de un contrario. Encontró cierto cobijo paseando a una perra dócil y mil leches que alguien le regaló, escribió un libro sobre cómo algunas letras del jazz cantaban las cuarenta a ciertos señoritos blancos y no faltaba a ningún recital de flamenco en la ciudad. Mientras, se fue inflando e inflando hasta perder la compostura.

Enrique vive instalado en el recuerdo, evoca la honestidad de la lucha obrera y aquellas manifestaciones por la dignidad de los barrios, la legalización de la droga y se sabe casi todo el repertorio de Louis Armstrong, Billie Holiday, el gran Antonio Mairena y Luis Pastor.

"Y cuando empieza con el whisky se atreve con una soleá o canta por tarantas acompañando el compás con el puño sobre una mesa de formica"

Enrique es de los que se acodan en la barra de una bodeguilla y te hace feliz entre botellines y pepinillos en vinagre la tarde y la noche de un sábado. Y cuando empieza con el whisky se atreve con una soleá o canta por tarantas acompañando el compás con el puño sobre una mesa de formica. No tenía límite y ahora tampoco.

Pero ni entonces ni hoy deja de sonreír, y mantiene un vigor que no se sabe de dónde lo saca. Junto a él no existe la pena, sonríe con unos dientes blanquísimos que le adornan una cara redondeada y mantiene un pelo corto y cano de senador romano en el exilio. Ha perdido peso, pero le costó levantarse de la silla para despedirse. “Ya no tengo cartílagos en las rodillas, por eso tengo que moverme con muletas. La próxima semana tengo cita con alguien de la Unidad del Dolor, a ver si me arreglan un poco”.

Y ahí lo dejamos, con la camarera triste, el barrendero y la televisión. No sé si lo dejamos o lo abandonamos. No sé si le veremos en febrero o no. No sé si la angustia que me lastra es porque Julián o yo podríamos ser él. No sé si invitarle a mi casa en Navidad o acercarme ese día hasta su barrio con una botella de Johnny Walker. Quizá ese día mejor dejo el coche y llevo dos botellas de Machaquito. Hasta que el cuerpo aguante y cantemos por soleares “Ya vienen los reyes, ya vienen cantando…”.

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Manuel Llorente

Periodista, redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu

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