El amor a la vida genera amor a la vida. Leer a Natalia Ginzburg es un ejercicio de reconciliación con uno mismo. Su libro Las pequeñas virtudes recoge artículos publicados desde la Segunda Guerra Mundial hasta los años 60. El hilo común de estos artículos es elevar la vivencia cotidiana a una reflexión estética y ética, pues del amor hacia algo que inspira belleza nace nuestro deseo de cuidarlo.
Las pasiones inspiran grandes virtudes; sin embargo, a veces se consideran obstáculos para alcanzar fines como la estabilidad laboral, el dinero o el reconocimiento por vía alquitranada. Debemos recordar la etimología de la palabra vocación, bella en su sencillez: sentirse llamado (hacia un destino).
Conozco personas que han dedicado su vida profesional al cumplimiento de las expectativas familiares; luego, en su tiempo libre o ya jubilados, han sido fieles a las pasiones. Otras no han escuchado ninguna llamada, posiblemente porque no se han buscado, así pueden vivir bajo los caprichosos azotes del placer epidérmico o en la complacencia de la inercia. La banalidad es síntoma de la falta de pasión y las personas sin vocación se convierten en malas amantes, a su vez, la frustración puede aparecer como consecuencia de ignorar la llamada de la vocación.
Una vida sin vocaciones es un exilio existencial que solo puede sobrellevarse con grandes dosis de placeres sin sustancia o brotes de odio azaroso. Vivir comprometido con la vocación es fuente de envidias, porque recuerda la infidelidad hacia el deseo propio. Escucharse, a pesar del ruido y de las interferencias con las que convivimos.
Ginzburg escribe en este sentido: si carecemos de una vocación, o si la hemos abandonado y traicionado por cinismo o por miedo a vivir, (…) entonces nos agarramos a nuestros hijos como el náufrago al tronco de un árbol (…) Terminamos por pedirles todo aquello que solo puede darnos nuestra propia vocación (…) Queremos que sean en todo obra nuestra, como si se tratase no de seres humanos, sino de obras del espíritu. Pero si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejarlos germinar tranquilamente fuera de nosotros.
Hay otro caso, el de las personas que acuden a la llamada de la vocación, pero viven en la frustración. El motivo, principalmente, se debe a que su pasión no proporciona el reconocimiento que esperaban o un sustento económico suficiente para vivir. Estas personas se reconocen por el todo o nada, y olvidan que la felicidad es un pacto precario entre el mundo y nuestro deseo. Una vocación incapaz de pactar con el mundo es una suerte de romanticismo que necesariamente desemboca en el ostracismo o en el desequilibrio mental.
La vocación es un intento de aprovisionar de alegrías el futuro. Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, nuestra memoria actúa entonces con más brío. El sufrimiento hace que la fantasía se vuelva débil y perezosa; funciona, pero con desgana y languidez, con los movimientos débiles de los enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros doloridos y febriles; nos cuesta apartar la vista de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos embarga.
El descuido de la vocación trae consigo la falta de empatía y el resentimiento, ese odio tan peculiar hacia las personas que equilibran la pasión con el deber. Es imposible vivir amando cada cosa que hacemos, resulta difícil ser un entusiasta de actividades como cortarse las uñas, tirar la basura o hacer dinero, no toda acción responde a una vocación, pero si cada cosa que hacemos tiene como destino la satisfacción de algo que nos apasiona, el mundo se torna cómplice y las tareas instrumentales se transforman en preámbulos de nuestro querer.
La vocación de Natalia Ginzburg fue la escritura. No siempre pudo dedicarse a ella, tuvo interferencias deseadas, como el cuidado de sus hijos, o indeseadas, como la muerte de los seres queridos, la guerra, el exilio… La vida proporciona infinitas razones para boicotear nuestra vocación, pero la queja será provisional si somos fieles a lo que amamos.
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