En 2023, dos cineastas consagrados como Martin Scorsese y Ridley Scott, el primero con Los asesinos de la luna y el segundo con Napoleón, han estrenado dos películas del gigante Apple en la gran pantalla. Y bajo esta apariencia de relativa normalidad, hay que sacar la lupa para analizar el contexto. Porque, como diría alguien —quizá, vaya usted a saber, el propio Napoleón— vaya momento para estar vivo: concebidas para una plataforma de televisión en streaming, dos superproducciones que no han escatimado en gastos, realizadas por dos cineastas octogenarios, se erigen de nuevo —en medio de una crisis de taquilla y de estudios: el cine de superhéroes parece, perdón por el chiste, de capa caída— en representación de que independencia creativa y espectáculo pueden seguir yendo de la mano. Al menos, hasta que éstos desaparezcan.
Napoleón comienza en 1789, una vez se constata que los movimientos revolucionarios, la decapitación del sistema, no ha hecho más que sumir en el caos al pueblo francés. El paralelismo con la actualidad de la leyenda con la que se inicia Napoleón es obvio, salvando las distancias y las guillotinas. Todos sabemos que toda historia, cualquier historia, es para Ridley Scott una oportunidad para trabajar con la luz, recrear épocas, lugares y mundos con su habitual atmósfera densa y ese velo visual que apenas un puñado de cineastas, incluido él, han conseguido adaptar al cine digital.
Napoleón es una película que asimila la sexualidad y la política de su protagonista como un todo igual de extraño. La mirada de Scott al narcisismo del personaje de Joaquin Phoenix tiene una naturalidad, algunos dirían frialdad, que puede provenir de la experiencia de un tipo que lleva 85 años en la mochila: el director británico, que ha preñado de nuevo la campaña de promoción del filme de divertidos exabruptos sobre sus licencias históricas, parece tratar la corrupción como certeza, el egoísmo como norma. Scott violenta así el esquema del biopic convencional sin tampoco cuestionarlo, alternando escenas de folletín palaciego con formidables escenas bélicas que culminan en una batalla, la de Waterloo, donde el realizador decide finalmente posar los pies en el suelo de la tragedia.
El coqueteo de Scott con Kubrick ha sido una constante desde Alien. El proyecto soñado del director de Eyes Wide Shut o Barry Lyndon es, en manos del británico, una entretenida —a veces incluso hilarante— exploración política de los ídolos nacidos del terror y la miseria, pero sobre todo la enésima demostración de que no hay nadie como Ridley Scott para crear imágenes atmosféricas, pesadas, ricas en texturas, para imprimir —en definitiva— una epopeya de lo deplorable con un sentido del lujo que todavía, aunque quizá por poco tiempo, encaja en el cine de multisalas.
Aunque la reproducción histórica (excelente) remite a Los duelistas, su debut en el largometraje, la interpretación de Joaquin Phoenix como Napoleón no se distancia mucho del Alien de la que iba a ser la siguiente película de Scott, El octavo pasajero: cuando llega la batalla de Waterloo, esta criatura ajena pero a la vez salida de nosotros mismos, este indiferente sociópata admirablemente inteligente, parece haber llegado a la culminación de su ciclo reproductivo. Inserten esto en una reflexión cínica del poder, la política y hasta el propio pueblo llano (ay, la visión de Josefina casi como una replicante, tan alejada de su excelente El último duelo) y obtendrán un drama palaciego y bélico más que notable, indudablemente entretenido en sus dos horas cuarenta de duración, que por cierto se ampliarán con su desembarco en Apple TV+, y rodado con divertido desencanto.
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