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Nada de lo humano le fue ajeno: José Echegaray (1832-1916) - Zenda
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Nada de lo humano le fue ajeno: José Echegaray (1832-1916)

El 20 de mayo de 1894, José Echegaray y Eizaguirre tomaba la palabra para pronunciar su discurso de entrada en la Real Academia Española. Había sido elegido, para ocupar el sillón e, mucho antes, en 1882, pero Emilio Castelar, el encargado de responderle, no tuvo tiempo, parece, para preparar su intervención hasta doce años después....

El 20 de mayo de 1894, José Echegaray y Eizaguirre tomaba la palabra para pronunciar su discurso de entrada en la Real Academia Española. Había sido elegido, para ocupar el sillón e, mucho antes, en 1882, pero Emilio Castelar, el encargado de responderle, no tuvo tiempo, parece, para preparar su intervención hasta doce años después. Como tema eligió De la legalidad común en materias literarias.

Cuando Echegaray tomó posesión de su silla en la Real Academia Española lo había sido prácticamente todo, aunque todavía sería más. Fue un hombre al que bien se le puede aplicar aquella sentencia de Terencio: «Nada de lo humano le fue ajeno». Ingeniero de Caminos, matemático, físico-matemático, divulgador científico, dramaturgo, economista y político, alcanzó en todas estas activida­des renombre: número 1 de su promoción en la Escuela de Caminos, más tarde profesor en ella, varias veces ministro, de Fomento y de Hacienda, diputado, senador, figu­ra prominente en la modernización del Banco de España, académico de Ciencias, presidente del Ateneo de Madrid, del Consejo de Instrucción Pú­blica, de la Junta del Catastro, de la Compañía Arrendataria de Tabacos, de la Real Academia de Ciencias, de la Sociedad Española de Física y Química, de la Sociedad Matemática Española y de la Asociación Es­pañola para el Progreso de las Ciencias, premio Nobel de Litera­tura, catedrático de Física matemática en la Universidad Central, Caballero de la Orden del Toisón de Oro, y podría seguir, son títulos que ningún otro español, de su épo­ca, de antes o de después, ha conseguido reunir. Ocurre, no obs­tante, que la lejanía temporal ha difuminado su figura, haciéndola casi desaparecer. Su importancia como literato hace mucho que ha sido puesta en entredicho, y su obra como científico es ignorada por casi todos. Muy diferente fue en su tiempo. «Era incuestionablemente el cerebro más fino y exquisitamente organizado de la España del siglo XIX», dijo de él Ramón y Cajal.

Echegaray navegó por mares muy diferentes, versatilidad que se manifestó muy pronto. Así, en los Recuerdos que compuso en los últimos años de su vida, al referirse a sus intereses cuando estudiaba el bachillerato, decía: «Mis aficiones eran bien sencillas, y se manifestaban de este modo: un interés extraordinario por el teatro, y en el teatro por los dramas […]. Además del teatro, se desborda­ban mis aficiones por el campo inagotable de la novela […]. Pero a la par que se desarrollaban mis afanes y apetitos por el género novelesco y el género dramático, se desarro­llaban poderosísimos, con intensidad creciente, y tan in­vencibles, que todavía no han sido vencidos, por el estudio de las ciencias matemáticas; mejor dicho, por las Matemá­ticas puras».

Su primer destino como ingeniero refleja la situación de España entonces: vigilar la construcción de una escollera en Almería. Allí, con el único consuelo de sus libros de matemáticas, pasó casi todo el año 1854, pero una infec­ción palúdica le obligó a pedir una licencia. Regresó a Madrid para recuperarse, y en la capital de España recibió un nuevo destino: Pa­lencia.

"Es oportuno señalar que Echegaray relacionaba la historia de la matemática española con su historia política."

Pero lejos de ser como islas insensibles a influencias del exterior, nuestras vidas se ven fuertemente condicionadas por las sociedades en las que habitamos. ¿Cuál habría sido la biografía de Echegaray sin los acontecimientos políticos ⎯el inicio del «bienio liberal», con un pronunciamiento militar al que siguió una insurrección popular⎯ que se produjeron justo cuando regresó a Madrid? Seguramente se habría instalado en Palencia y… ¿quién sabe? Pero aquellos sucesos produjeron vacantes en el profesorado de la Escuela de Caminos y fue llamado para cubrir una de ellas. Un minúsculo cambio y una vida completamente diferente. Recordemos: «El aleteo de una mariposa en Brasil puede producir un tornado en Texas».

En Madrid su vida transcurrió al principio igual que tantas otras: matrimonio, dos hijos y la subsiguiente necesidad de conseguir ingresos suplementarios. Para ello, como muchos profesores a lo largo de nuestra historia, Echegaray fundó una academia particular de matemáticas para prepa­rar a los estudiantes de la Escuela, o a los que querían ingresar en ella. El éxito fue tan grande que intentó salir tran­sitoriamente del Cuerpo, pero su deseo se vio truncado por una disposi­ción que declaraba incompatibles simultanear la enseñanza privada y la pública. Como compensación, recibió dos comisiones. La primera, en 1860, le permitió visitar París y Londres antes de trasladarse a la entrada italiana del túnel que se estaba construyendo en el Mont Cenis para unir Italia con Suiza mediante el ferrocarril. Su misión era estudiar las tuneladoras que se estaban utilizando allí. Aunque los responsables no se mostraron dispuestos a que estudiase sus máquinas, consiguió memorizar lo que brevemente vio y preparar luego una monografía, técnica pero en la que ya se vislumbra la vena literaria de su autor. Comenzaba con: «Años ha que lucha el Piamonte por conquistar el puesto que en Europa le corresponde, y del que su constancia y su fe en el porvenir, tanto como los talentos y los esfuerzos de sus hijos, le hacen digno”.

La segunda comisión, 1862, tuvo como destino Londres con objeto de estudiar los avances tecnológicos mostrados en la Exposición Universal que se acababa de inaugurar. Recordemos que aquellas exposiciones constituían escaparates únicos de las últimas invenciones de la tecnológica mundial.

Académico de Ciencias

Hacia 1865, el bagaje científico de Echegaray era bastante pobre: tres artículos, publicados en la Revista de Obras Públicas, relacionados con una máquina que pretendía ser de movimiento continuo, inventada por un relojero de la Puerta del Sol, y dos libritos para ayudar a los estudiantes: Cálculo de variaciones (1858) y Problemas de geometría (1865). No obstante, y esto nos dice bastante de la situación de la ciencia española entonces, en abril de 1865 fue elegido miembro de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Su discurso de entrada, Historia de las Matemáticas puras en nuestra España, es célebre. En él defendió la tesis de que mientras España había tenido grandes literatos, artistas, militares, músicos, fi­lósofos, navegantes y conquistadores, jamás había tenido un matemá­tico de categoría: «la ciencia matemática», declaraba, «nada nos debe; no es nuestra, no hay en ella nombre alguno que labios castellanos puedan pronunciar sin es­fuerzo».

Es oportuno señalar que Echegaray relacionaba la historia de la matemática española con su historia política. Así, manifestó que España no podría tener ciencia mientras no se conquistase en ella «la libertad filosófica, que es la libertad del pensamiento», concluyendo que la historia de la ciencia que estaba repasando en su discurso, no era, ni podía ser, la de una na­ción en la que «no hubo más que látigo, hierro, sangre, braseros y humo».

Político

Para comprender las anteriores frases, hay que tener en cuenta qué sucedía en España, el ambiente que condujo a la revolución de septiembre de 1868. De regreso a Madrid, Echegaray había comenzado a interesarse por la economía política, defendiendo el libre­cambismo frente al entonces imperante proteccionismo, que favorecía la intervención del Estado en el comercio exterior, para promover la industria nacional mediante prohibiciones a los productos extranjeros. Al llegar 1868, era conocido en los círculos políticos y una vez constituido el Gobierno provisional que puso final al reinado de Isabel II, fue nombrado director de Obras Públicas, Agricultura, Industria y Comer­cio, dentro del Ministerio de Fomento. Uno de los proyectos que abordó entonces, el de bases para la legislación de obras públicas, tuvo bastante éxito, resultando a partir de aquel momento ministrable.

Al abrirse las Cortes Constituyentes que habían de dar a España el 6 de junio la Constitución de 1869, tres cuestiones sobresalían entre las que el Parlamento tenía que considerar: la forma de gobierno, el reconocimiento de los derechos individuales y la religiosa. Fue acerca de ésta sobre la que Echegaray, ya diputado, pronunció su primer discurso en la Cámara, el 5 de mayo de 1869, conocido como el de «la trenza del quemadero», nombre que tenía que ver con un descubrimiento que se acaba de realizar en unas obras en el alcantarillado de Madrid, junto al lugar donde estuvo el Quemadero de la Cruz, teatro de los autos de fe inquisitoriales. Entre escombros, se encontraron unos hierros que pudieron ser instrumentos de tortura, y una trenza de mujer medio quemada. Me lo imagino declamando, más que pronunciando:

«Yo desearía que los señores que defienden la unidad religiosa […] preguntasen a aquella trenza cuál fue el frío sudor que empapó su raíz al brotar la llama de la hoguera y cómo se erizó sobre la cabeza de la víctima […] Yo no arrojo una mancha sobre ninguna gran religión revelada: en el fondo de todas ellas hay una aspiración noble, levantada; pero lo que yo no quiero es que el poder teocrático convierta la unidad religiosa en arma de partido».

No es sorprendente que en aquellos años su intervención le llevase, en julio de 1869, a ocupar la cartera de Fomento. Se vio inmerso entonces en el problema de encontrar un monarca para el trono vacante. Finalmente, las Cortes eligieron, 16 de noviembre de 1870, a Amadeo de Saboya. Pero ustedes me excusarán si no sigo detallando los muchos sucesos que ocurrieron entonces, entre los que figura la abdicación de Amadeo y la proclamación, el 11 de febrero de 1873, de la Primera República española. Sí debo mencionar que Echegaray figuró como ministro de Hacienda en el últi­mo Gobierno del hijo de Víctor Manuel y que por motivos de seguridad tuvo que exiliarse seis meses en París.

"No puedo dejar de mencionar también su inmensa contribución, miles de artículos, a la divulgación, lo que es lo mismo que a intentar «culturizar» a la ciudadanía hispana en ciencia y tecnología."

Después del golpe de Estado del 3 de enero de 1874 del gene­ral Pavía, que puso término a la primera República, fue nombrado de nuevo ministro de Hacienda. A los tres meses dejó la cartera. Poco tiempo, pero en su haber hay que señalar un logro importante: dar al Banco de España estructura de banco nacional; en particular, concederle el monopolio de la emisión de dinero. Recordemos que entonces existían 23 bancos provinciales facultados para emitir dinero. El mismo Banco de España era de capital privado.

El motivo por el que se tomó aquella decisión se debió a las enormes dificultades económicas que tenía que afrontar entonces el Gobierno, con el levantamiento carlista y la primera revuelta cubana. El déficit anual no dejaba de aumentar, lo que obligó a pedir empréstitos al exterior, arrendar las minas de Almadén a los Rothschild o vender las de Riotinto. De lo que se trataba era de ayudar a la Hacienda pública reforzando el Banco de España. El decreto-ley correspondiente, que escribió Echegaray, y con el que, por cierto, traicionaba sus antiguos ideales librecambistas, lleva fecha del 19 de marzo de 1874. Ya no se escriben, ay, decretos como este:

«Abatido el crédito por el abuso, agotados los impuestos por vicios administrativos, esterilizada la amortización por el momento, forzoso es acudir a otros medios para conso­lidar la deuda flotante y para sostener los enormes gastos de la guerra».

Dramaturgo

Y ahora, el teatro. Aunque escribió pronto varias obras e intentó que se representasen, su entrada efectiva en el teatro tuvo como protagonista El libro talonario, comedia en un acto y en verso. Se estrenó el 18 de febrero de 1874. En aquel momento Echegaray era ministro de Hacienda, por lo que utilizó el pseudónimo «Jorge Hayeseca», anagrama de su nombre y apellido. Sin embargo, el secreto no fue tal porque el día del estreno, al terminar la obra y cuando el público, entusiasmado, pidió que saliera a saludar el autor y se les dijo que éste residía en París, los espectadores se volvieron al palco en el que estaba Echegaray, conocedores de que él era el autor.

Después llegaron muchas obras más, El puño en la espada, O locura o santidad, Para tal culpa, tal pena, Lo sublime en lo vulgar, Un milagro en Egipto, El preferido y los cenicientos…, y, claro está, la que más se asocia a su nombre: El gran galeoto. Estrenada en el Español el 19 de marzo de 1881, al final parte del público acompañó a Echegaray a su casa con hachones encendidos.

Una buena pregunta es qué método empleaba don José para escribir sus dramas. Él mismo lo explicó en un, ¿cómo no?, soneto:

«Escojo una pasión, tomo una idea,

un problema, un carácter… y lo infundo,

cual densa dinamita, en lo profundo

de un personaje que mi mente crea.

La trama al personaje le rodea

de unos cuantos muñecos, que en el mundo,

o se revuelcan en el cieno inmundo,

o se calientan a la luz febea.

La mecha enciendo: el fuego se propaga;

el cartucho revienta sin remedio,

y el actor principal es quien lo paga.

Aunque a veces también en este asedio

que al Arte pongo y que al instinto halaga,

me coge la explosión de medio a medio»

El mejor matemático español del siglo XIX

En la secuencia cronológica e histórica que he estado intentando seguir, he dejado de lado las matemáticas, su gran amor. Tengo que decir algo sobre esto.

Tras su entra­da en la Academia de Ciencias, las aportaciones de Echegaray a la matemáti­ca cambiaron de cariz. En 1867 publicó un libro, Introducción a la Geometría superior, en el que importaba a España el sistema geométrico de Michel Chasles, que por aquellos años go­zaba de gran popularidad en Francia. Y aunque su vida experimentó un cambio radical a partir de 1868, conti­nuó haciendo matemáticas. Con contribuciones como la importante monografía que publicó en 1887: Disertaciones matemáticas sobre la cuadratura del círculo, en la que trataba la cuestión de la cuadratu­ra del círculo.

Pero su aportación más destacada tuvo lugar más tarde, en el Ateneo Científico y Literario de Madrid. Allí entre 1896 y 1898 desarrolló un curso dedicado a la «Resolución de las ecuacio­nes de grado superior y teoría de Galois». Fue con su exposición de la teoría de Galois cuando llegó a su máxima altura matemática. Se enfrentó con una de las construcciones más novedosas de la matemática del siglo XIX, una que influiría decisivamente en el desarrollo posterior de la matemática y la física teórica. Lo hizo, es verdad, con retraso pero dando una lección de ambición científica a sus mucho más jóve­nes colegas. Sólo por esto, está justificado decir que fue el mejor matemático español del siglo XIX, nada original, desde luego, pero los demás tampoco lo fueron.

Y no puedo dejar de mencionar también su inmensa contribución, miles de artículos, a la divulgación, lo que es lo mismo que a intentar «culturizar» a la ciudadanía hispana en ciencia y tecnología.

Premio Nobel

Cuando comenzaba el siglo XX, José Echegaray era famoso en España, pero todavía faltaba un acontecimiento que acrecentaría esa fama: la concesión en 1904 del premio Nobel de Literatura, compartido con el poeta provenzal Fré­déric Mistral. Se le otorgó «en consideración a su rica e inspirada producción dramática que, de una manera independiente y original, ha revivido las grandes tradiciones y las glorias antiguas del drama español». Fue el primer español en recibir tan preciado galardón (Santiago Ramón y Cajal fue el segundo: lo recibió —el de Fisiología o Medicina— en 1906).

En los archivos de la Fundación Nobel se conservan los datos de quienes fueron propuestos aquel año para el Premio. Entre ellos figuraban, además de Frédéric Mistral, que recibió dos nominaciones, Anatole France (1), Lev Tolstói (2), Henrik Ibsen (1), Selma Lagerlöf (1) y Rudyard Kipling (1). Echegaray fue propuesto, utilizando un privilegio que hasta hoy conservan los miembros de la Real Academia Española, por el académico Daniel de Cortázar. No era la primera vez que había sido propuesto para el Premio: en 1902 le propusieron 12 miembros de esta Casa, y en 1903 Cortázar. En cuanto a la explicación de por qué recibió el galardón, sin duda ayudó el que tres obras suyas hubieran sido traducidas al sueco: O locura o santidad (1882), que se estrenó con gran éxito en el Teatro Real de Estocolmo, Mariana (1894) y El gran Galeoto (1902).

A raíz de la noticia, la Asociación de Escritores y Artistas de Madrid quiso organizar un homenaje nacional a Echegaray. Entonces, un grupo de escritores entre los que se contaban Unamuno, Azorín, Baroja, los hermanos Machado y Valle-Inclán, publicaron un manifiesto en contra. «Parte de la prensa», decían, «inicia la idea de un homenaje a don José Echegaray, y se arroga la representación de toda la intelectualidad española. Nosotros, con derecho a ser comprendidos en ella y sin discutir ahora la personalidad de don José Echegaray, hacemos constar que nuestras ideas estéticas son otras y nuestras admiraciones muy distintas». Sin embargo, aquel manifiesto produjo la reacción contraria: se organizó un homenaje en el Senado el 19 de marzo de 1905, presidido por el rey Alfonso XIII, y al día siguiente una manifestación popular, que comenzó en la Plaza de Oriente y terminó en el Palacio de Museos y Bibliotecas, hoy Biblioteca Nacional.

El Premio Nobel convirtió a Echegaray en una figura nacional mítica. De hecho, en 1905 volvió a ocupar brevemente la cartera de Hacienda. Y en 1911 el rey le otorgó el Toisón de Oro.

Catedrático de Física Matemática de la Universidad Central

No creo, sin embargo, que nada de lo anterior le produjese tanta satisfacción como que el Gobierno le nombrase en 1904 catedrático de Fí­sica matemática de la Facultad de Ciencias de la Universidad Cen­tral, nombramiento del que no hizo un mero honor con el que cumplir de vez en cuando. A partir del curso 1905-1906 —tenía entonces 73 años— y hasta el de 1914-1915 desarrolló un curso sobre esa materia. Su esfuerzo quedó recogido en diez tomos (4 412 páginas), que constituyen un monumento a la física del siglo XIX, una física que pretendió dar acomodo a la avalancha de nuevos fenómenos que desde finales del XIX se venían observando, pero que, finalmente, perdió la partida frente a una física nueva, la de la relativi­dad y la mecánica cuántica.

Para justificar lo que he dicho sobre la satisfacción que debió de producir a Echegaray este nombramiento, recordaré algo que escribió en sus Recuerdos:

«Las Matemáticas fueron, y son una de las grandes preocupacio­nes de mi vida; y si yo hubiera sido rico o lo fuera hoy, si no tuviera que ganar el pan de cada día con el trabajo dia­rio, probablemente me hubiera marchado a una casa de campo muy alegre y muy confortable, y me hubiera dedi­cado exclusivamente al cultivo de las Ciencias Matemáti­cas. Ni más dramas, ni más argumentos terribles, ni más adulterios, ni más suicidios, ni más duelos, ni más pasio­nes desencadenadas, ni, sobre todo, más críticos; otras in­cógnitas y otras ecuaciones me hubieran preocupado.

Pero el cultivo de las Altas Matemáticas no da lo bastante para vivir. El drama más desdichado, el crimen teatral más modesto, proporciona mucho más dinero que el más alto problema de cálculo integral; y la obligación es antes que la devoción, y la realidad se impone, y hay que dejar las Matemáticas para ir rellenando con ellas los huecos de des­canso que el trabajo productivo deja de tiempo en tiempo».

No sé a qué altura científica habría podido llegar Echegaray caso de haberle sido posible dedicarse plenamente a la matemática que tanto amaba. Ni siquiera sé si, en última instancia, su polifacética personalidad, su desbordante vitalidad, su curiosidad por todo y su sentido de compromiso social le habrían permitido la dedicación que la investigación científica requiere. Pero sí sé que, aunque hubiese estado dispuesto a poner lo mejor de su vida en el empeño científico, no le habría sido posible en aquella España. Y lo más triste de todo es que semejante dificultad no se limitó a su época, que se prolongó en el tiempo, hasta constituirse en una de las vergüenzas de la historia de España. Es cierto que la situación de la ciencia española ha mejorado mucho, pero me atrevo a pensar que la inmensa mayoría de mis compatriotas científicos piensan, como yo, que todavía no se hace lo suficiente. Siguiendo la estela del buen don José, aún se puede decir que «la X —una X que engloba un no pequeño número de disciplinas y profesiones—, que la X más desdichada y modesta proporciona mucha más atención y retornos sociales que el más alto problema científico».

"Salvo honrosas y no demasiadas excepciones, los pueblos agraciados por la hermosa y transparente lengua castellana hemos vivido demasiado tiempo en soledad científica."

No me malinterpreten, por favor. Sé muy bien la importancia que para cualquier sociedad tienen todas esas X, todas esas profesiones: las, por ejemplo, filosofía, derecho, música, historia, pintura, filología, economía, lexicografía, cinematografía, periodismo, y, por supuesto, la creación literaria. Al fin y al cabo, hubo pueblos que no usaron la rueda, pero no ha existido ninguno que no contara historias. Sin embargo, no olvidemos que aunque siempre hay futuro para un país, ese futuro será peor, o al menos no el que este humilde orador que ahora les habla desearía para el suyo, sin una ciencia de muy alta calidad.

En un discurso que Gabriel García Márquez pronunció en La Habana el 29 de noviembre de 1985, dijo unas palabras que pensaba se aplicaban a su amada América latina, a la Gran Colombia que anheló Simón Bolívar, pero que también sirven bien para nuestra piel de toro: «los desmanes telúricos, los cataclismos políticos y sociales, las urgencias inmediatas de la vida diaria, de las dependencias de toda índole, de la pobreza y la injusticia, no nos han dejado mucho tiempo para asimilar las lecciones del pasado ni pensar en el futuro». Se refería, ya lo habrán adivinado ustedes, al futuro que estaba alumbrando la ciencia, que había alumbrado ya la ciencia.

Salvo honrosas y no demasiadas excepciones, los pueblos agraciados por la hermosa y transparente lengua castellana hemos vivido demasiado tiempo en soledad científica. Y ojalá no tengamos que terminar como lo hace una maravillosa novela que seguirá siendo amada y leída por los nietos de los nietos de nuestros nietos, en la que se cuenta la historia de un hombre al que un día su padre llevó a conocer el hielo, detalle que recordó frente al pelotón de fusilamiento: Ojalá, digo, la solitaria ciencia española no tenga que hacer suyo ese final: «Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra».

_________

recuerdos-echegarayTexto basado en la conferencia que José Manuel Sánchez Ron pronunció en la Real Academia Española el 24 de noviembre de 2016, en el Día de la Fundación Pro-RAE.

Título: Recuerdos de mi vida. Autor: José Echegaray. Introducción: José Manuel Sánchez Ron. Editorial: Analecta.

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José Manuel Sánchez Ron

José Manuel Sánchez Ron es Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad Complutense de Madrid (1971) y Doctor (Ph.D.) en Física por la Universidad de Londres (1978). Desde 1994 es Catedrático de Historia de la Ciencia en el Departamento de Física Teórica de la Universidad Autónoma de Madrid, donde antes (entre 1983 y 1994) fue Profesor Titular de Física Teórica. Es autor de 45 libros, el último Albert Einstein. Su vida, su obra y su mundo (Crítica, 2015). En 2001 recibió el Premio José Ortega y Gasset de Ensayo y Humanidades de la Villa de Madrid por El Siglo de la Ciencia (Taurus 2000), en 2011 el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos por La Nueva Ilustración: Ciencia, tecnología y humanidades en un mundo interdisciplinar (Ediciones Nobel, 2011), y en 2016 el Premio Nacional de Ensayo 2015, por El mundo después de la revolución. La física de la segunda mitad del siglo XX (Pasado & Presente 2015). Desde 2003 es miembro de la Real Academia Española, en la que ocupa el sillón “G”.

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