Otro siete de septiembre, el de 1936, hace hoy ochenta y seis años, viene al mundo en Lubbock (Texas) un niño que, cuando crezca, jugará un papel determinante en la música del siglo XX, especialmente en los días en que sus sonidos y silencios preponderantes oscilen entre el rock y el pop, ya convertidos en la máxima expresión de la sedición juvenil que ha de conocer la segunda mitad de la pasada centuria.
Buddy Holly, el Rimbaud del rock & roll seminal, crecerá en una familia amante de la música. Como si supiera que el tiempo apremia —la Parca se lo llevará con tan solo 22 años— todavía es un niño cuando llama la atención de los adultos como multinstrumentista. Se maneja con primor con el banjo, el violín, la mandolina e incluso el teclado del piano. Pero lo suyo es la guitarra. En 1954, cuando se pongan a la venta las primeras unidades de la Fender Stratocaster, la guitarra eléctrica por excelencia, el instrumento por antonomasia del rock & roll, una de las primeras será para Buddy. La guitarra y la voz. Sus juegos de voces con The Crickets —la banda que le acompañará con más frecuencia— harán historia. Años después, serán perfectamente reconocibles en las armonías vocales de The Beatles y The Beach Boys.
The Crickets también será la banda con la que Holly grabará varias de sus canciones surgidas para integrar el repertorio ideal del rock & roll: «That’ll Be the Day», «Not Fade Away», «Peggy Sue», «Everyday», «Oh Boy!»… Eso será en 1957, en un pequeño estudio de Clovis (Nuevo Méjico) regentado por Norman Petty.
Pero no adelantemos acontecimientos. El pequeño Buddy, antes de alcanzar la gloria, tiene por delante muchas jornadas lectivas en el J. T. Hutchinson Junior High School. Y también le aguardan domingos, muchos domingos en los que cantar en el coro de su iglesia. Integrará sus primeras bandas musicales —en principio de country— junto a sus hermanos mayores, Travis y Larry.
Habrá noticia de su primer registro, se remontará a 1949: «My Two Timin’ Woman» será el título de la canción. Para entonces ya habrán empezado a comercializarse los magnetófonos de cinta magnética abierta, pero la primera pieza del gran Buddy será registrada en un grabador de alambre, un precedente, ya obsoleto, del magnetofón. El nacido en un día como hoy solo tendrá trece años en aquella sazón venidera.
Junto a Bob Montgomery —un compañero de la J. T. Hutchinson Junior High School con quien comparte la afición a dos músicas tan dispares como el country y el blues— amenizará las fiestas de los institutos. Ya en sus primeros trabajos como músico profesional hará otro tanto, acompañado por la formación de turno, en pistas de patinaje, boleras y demás establecimientos públicos. Cuando toquen country, los jóvenes ni se inmutarán. Su actitud será la misma que si escuchasen llover en el exterior: seguirán a lo suyo, patinando ajenos a la música. Ahora bien, cuando la música sea rock & roll, lo dejarán todo para ir a escuchar enloquecidos a Buddy Holly.
A sus padres no les gustará que hagan eso: considerarán que el rock & roll —también llamado el ritmo del diablo— es una música de negros, como el blues. Sin embargo, esta música, mestiza a carta cabal, ya desde sus albores, jugará un papel importantísimo en la superación de los prejuicios raciales. El propio Buddy Holly será el primer músico blanco que se presentará frente a una audiencia de color y se la ganará. Exactamente igual que Elvis Presley o Jerry Lee Lewis, El asesino de Luisiana, interpretarán música de negros frente a audiencias blancas, algo inconcebible en un país donde, en muchos de sus estados, aún impera la segregación racial.
Sí señor, el rock & roll nacerá de la fusión del country y del blues. Mas cuando el neonato de hoy se haga notar como un orgullo del rock & roll, éste seguirá estando proscrito. Las radios que emitan las actuaciones de Buddy perderán a sus patrocinadores. Pero nadie va a poder parar la revolución que trae consigo el ritmo del diablo.
La primera aportación de Holly a la sedición será «That’ll Be the Day», que el diecinueve de agosto entrará en el Top 40 de Billboard. Escrita por el propio Holly y Jerry Allison, el batería de The Crickets, nacerá para convertirse en un clásico. El propio Buddy habrá de ser un clásico. Por eso puede y debe decirse que el día de su nacimiento es un momento estelar de toda la humanidad: el camino abierto por su música hará feliz a una buena parte de ella.
«That’ll Be the Day» (ese será el día) tomará su título de la más lacónica de las frases —y la repetida con más insistencia— de Ethan Edwards (John Wayne) en Centauros del desierto (John Ford, 1956). “La introducción serpenteante y descendiente de la guitarra, la peculiar forma de cantar de Holly, el ambiente sofocante de una letra en que el narrador desafía a su amante a abandonarlo, contribuyen a que, a diferencia de otros clásicos del rock & roll, «That’ll Be the Day» suene tan vibrante y moderna hoy en día como hace cincuenta años”, sostenía seis décadas después, ya acabado el siglo XX y el ritmo del diablo el crítico Sean Egan.
Volviendo al día en que murió la música, el tres de febrero del 59, al caerse en las inmediaciones de Clear Lake (Iowa) el avión en el que Holly y sus compañeros viajaban para dar un concierto que no fue, cumple decir que allí murió “un buen tío” —como le definiría un amante del rock & roll—, un bien para toda la humanidad desde su nacimiento, tal día como hoy: el Rimbaud del rock & roll seminal. Así se escribe la historia.
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