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Nácar - Zenda
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Nácar

[Imagen: Inés Valencia] LOS TRECE ESCALONES, XXXIX: NÁCAR De ordinario, las noticias llegaban a San Julián antes que los viajeros, y el prodigio siempre ocurría gracias al fantástico equipo que formaban Gracia Centralita y Alfonso Ferrocarril. La información circulaba entre los hermanos, fluida y constante. Por esa razón, fueron los primeros en saber que la casa...

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XXXIX: NÁCAR

De ordinario, las noticias llegaban a San Julián antes que los viajeros, y el prodigio siempre ocurría gracias al fantástico equipo que formaban Gracia Centralita y Alfonso Ferrocarril. La información circulaba entre los hermanos, fluida y constante. Por esa razón, fueron los primeros en saber que la casa de Fidela Arranz la había heredado un sobrino de Redaños, y, cuando este y su señora aún viajaban rumbo a su nueva residencia de verano, ya en el pueblo se mascaba la curiosidad y se sacaban las sillas a la fresca.

San Julián contuvo el aliento cuando la pareja aterrizó en el apeadero. El tipo era un hombretón de sonrisa ancha, barbas de corsario y unos ojos de niños en los que brillaba la picardía. Su mujer, alta y espigada, se mecía sobre unos tacones de infarto, luciendo todo el largo de sus piernas. Llevaba gafas oscuras, las orejas perforadas y el pelo corto, cortísimo, de un rubio deslumbrante. Los parroquianos se quedaron con la boca abierta, como si estuvieran desfilando frente a ellos seres de otra galaxia.

—Parecen americanos —suspiró Celia, cautivada.

—Parecen pieles rojas —masculló su madre, atónita—. En los días de mi vida había visto gente de ciudad tan tostada como esos dos.

La turbación del paisanaje no remitió en las siguientes semanas. En cuanto Don Ignacio o Doña Carmen (fueron Don y Doña desde un principio, sin haberlo pedido jamás y sin que nadie lo acordara) irrumpían en el Café, en la Heladería o en el puesto de Sira para encargar unos hojaldres, se hacía el silencio a su alrededor. Nunca hubo hostilidad hacia ellos, pero sí una especie de absurda reverencia mezclada con cierto temor. Nacho y Carmela (porque así insistieron en que se les llamara) se convirtieron desde su llegada y sin pretenderlo en algo así como estrellas de cine. Miembros de la realeza que hubieran elegido tan humilde rincón del mundo para pasar sus vacaciones estivales. Y el pueblo, por alguna razón, se sentía honrado por ello.

—Pero, ¿qué estrellas de cine ni qué puñetas? —clamaba Felipe, aporreando la barra del bar—. El tipo instala calderas y ella es manicura.

—No es por lo que sean, es por lo que parecen —contradecía Telva, soñadora—. Esa elegancia no se compra. Y son taaan guapos…

—Un poco fresca me parece a mí ella —apuntaba Sagrario, chasqueando la lengua con desaprobación—. No le sobraban cuatro dedos más de falda.

—Qué mala es la envidia —se mofaba Rufino, guiñando los ojos—. A esa pedazo de señora ni le falta ni le sobra nada. Le sobra un marido, como mucho.

—Claro, y por ti lo iba a cambiar, idiota…

Pasaron en San Julián los siguientes treinta y seis veranos. Llegaban el 14 de julio, sin falta, en el tren de las 16:40, y se iban en el primero de la mañana del 1 de septiembre. Treinta y seis gloriosos estíos en los que obsequiaron a aquella pequeña aldea de la costa norte con chismes, rumores, leyendas y ensoñaciones que jamás alentaron ni lograron evitar.

—La casa la han llenado de alfombras persas, cacatúas, otomanas, cortinas de terciopelo y estatuas de mármol de gente en cueros.

—¿Qué dirás, Armanda? Sabrás tú siquiera lo que es una otomana…

—Ay, no sé, pero suena a mucho lujo…

—Para lujo, la piscina que se están haciendo. ¡Un Congo habrá costado!

—Mi Ernesto estuvo una vez arreglando una lámpara y dice que tienen una cama redonda.

—¡Jesús, Ave María!

—Eso tiene que ser pecado, seguro…

—Y dificilísimo de vestir. Tú me dirás dónde compra uno sábanas redondas…

La primera semana de agosto apenas se les veía. En tal fecha, Carmela y Nacho organizaban una soberana parranda para la que contrataban camareros, músicos y hasta a un cocinero francés (que era más bien de Argelia). Llegaban todos desde la capital, con billetes pagados de primera, y se alojaban en la casona junto a los no menos de veinte invitados, una colorida marea apareciendo en exótico goteo. Coches modernos, hombres bronceados vestidos de lino, señoras con uñas lacadas que sostenían cigarrillos finitos. Durante siete días con sus noches, el palacete se llenaba de risas, cánticos y jolgorio.

—Orgías de esas, eso es lo que hacen.

—Sagrario, por Dios…

—Nada bueno pasa en esa casa, lo que yo os diga. Si la pobre Fidela levantara la cabeza…

—¡Esa gente vive revolcada en el vicio! —clamaba Gervasio, echando espumarajos por la boca.

—¡No seas borrico, hombre! Andáis imaginando cosas y luego todo son cuentos…

—Pues bien que se entiende Don Ignacio con el Padre Víctor… —apostillaba Celia, con aires de enterada—. ¡A ver si iba a ser el cura amigo de un sátiro!

Meses antes de cumplir los sesenta y cinco, ocasión que Nacho esperaba celebrar invitando a todo el pueblo a cordero a la estaca, su médico le notificó retorciéndose las manos que quizá no llegaría a sumar un año más. Aquel dolor que empezara como un runrún en la espalda y fuera pasando de molesto a insufrible, poco a poco y a traición, resultó ser algo maligno que creció a velocidades de espanto sin dejarle escapatoria.

—Así que, aquí la tenemos —resumió el enfermo, repantigado en la mecedora del porche, ataviado con su batín de seda y dándose aire con un pay-pay—. La jodida parca, Padre, ¿qué le parece?

—Que ya lo siento, Ignacio, ya lo siento —se lamentó el sacerdote. Era un hombrecillo rechoncho y afable, incapaz de un mal pensamiento, que se conducía bajo el estricto lema de que solo Dios puede juzgar—. ¿Cómo lo lleva tu mujer?

—Encabronada la tengo —admitió Nacho, haciendo una mueca traviesa—. Pretende que me entierren de traje. Le he dicho que, para que se eche a perder, mejor me líe en una sábana. Como los romanos, Padre. Mire que si el Más Allá es una juerga continua… ¿se imagina? ¡Así me voy listo para la bacanal póstuma!

San Julián descubrió, a causa del mal que iba postrando el cuerpo de Nacho (y que nunca le desbarató el humor) que los de Redaños tenían una hija. Nadie lo anunció, pero se lo adivinaron al primer vistazo, porque tenía los ojos del padre y la figura de la madre. Se llamaba Rebeca, informó Alfonso Ferrocarril aquella noche en el bar, y había estado primero interna y luego estudiando cosas de moda en el extranjero. A Celia casi se le parte el pecho con tanto suspiro de admiración.

—Viene a pasar el verano con ellos —explicaba Alfonso, con mucho aspaviento—. El marido se ha quedado en la capital con la niña, pero vendrán a finales de mes.

—Mucho te ha contado a ti mientras le picabas el billete —espetó Telva, con sorna.

Al funeral de Nacho acudió todo San Julián, y también los amigos de fuera. Nada tuvo de solemne ni de trágico. Rebeca no dudó en hacer mención a la toga de Calígula con la que su padre se había ido al otro barrio, saliéndose con la suya. La anécdota arrancó sinceras carcajadas en la capilla. Al día siguiente, Carmela se vistió de rojo y se fue a pasear al espigón, taconeando sobre el empedrado. A despedirse del mar y de los recuerdos. La casa quedó cerrada. La viuda no quiso volver por allí, y el pueblo regresó a su modorra de siglos.

—Qué guapos eran —recordaba alguien de vez en cuando—. Parecían estrellas de cine.

Rebeca mantuvo desde su única visita a San Julián una nutrida correspondencia con el Padre Víctor. En aquellas cartas, que forjaron una amistad cada vez más profunda, el sacerdote terminó por confesarle las insólitas y picantes historias que habían circulado sobre el llamativo matrimonio. “Sin quererlo hicieron una obra piadosa, entiendo yo. Mientras hablaban de ellos, jamás se criticaron unos a otros. Igual por esa razón siempre hemos tenido paz en este pueblo”.

De las novelas eróticas que inspiraron aquellas cartas no tuvieron nunca noticia en San Julián. Tampoco de la fortuna que Rebeca amasó con ellas.

—¿Por qué el pseudónimo? —quiso saber un joven periodista, muchas décadas después, hundido en el sofá púrpura del apartamento parisino—. ¿Por qué se ha escondido usted siempre tras el nombre de “Madame Nácar”?

Liando un cigarro con maestría, la anciana alzó las cejas (que casi le llegaron al turbante), e hizo un mohín con los labios, bien embadurnados de carmín color cereza.

—¿Esconderme? —replicó, con su gracioso acento español—. Nunca se debe esconder nada, querido. Hay que vivir, solo vivir. Y, los demás… que hablen.

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Lenka Dángel

Lenka Dángel (pseudónimo, obviamente) nació en Gijón en 1978, por fortuna en una casa llena de libros. Fue desde niña una lectora compulsiva con un, a decir de sus profesoras, “exceso de imaginación”. Empezó a escribir poesía a los nueve años, en certámenes escolares y para rellenar secciones en la revista anual del colegio. Abandonó los versos muy pronto y se decantó por los cuentos y las obras de teatro, fascinada por Lorca y por su admirado paisano Alejandro Casona. Abrazó la fantasía con Ende, Durrell, Gripe y Dahl. Sus primeras lecturas adultas fueron obras de Márquez y Pérez-Reverte que su padre, marino de profesión, escamoteaba en los barcos. Estudió Educación Social, interesándose especialmente por impartir talleres de Animación a la lectura y de Escritura Creativa a jóvenes en riesgo de exclusión (en algunos de dichos talleres tuvieron la gentileza de participar los tristemente fallecidos Justo Vasco y Luis Sepúlveda, compañero y amigo de Zenda). Colaboró durante cinco años con la revista ‘La Brocha’, reseñando exposiciones artísticas. Tiene varios microrelatos publicados en diferentes antologías y aspira a que su primera novela vea la luz algún día.

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