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Musi, de Bárbara Montes - Zenda
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Musi, de Bárbara Montes

Bárbara Montes es madrileña y ecléctica. En su currículum hay más páginas que en el BOE. Como psicóloga infantil ha dedicado muchas horas a uno de los problemas más acuciantes de la sociedad contemporánea, la decreciente capacidad de atención de los niños. Eso la empujó a escribir novelas para ellos, y finalmente a la literatura...

Bárbara Montes es madrileña y ecléctica. En su currículum hay más páginas que en el BOE. Como psicóloga infantil ha dedicado muchas horas a uno de los problemas más acuciantes de la sociedad contemporánea, la decreciente capacidad de atención de los niños. Eso la empujó a escribir novelas para ellos, y finalmente a la literatura para adultos.

A Bárbara la caracteriza una voz tan reconocible como moderna, un sabio y sarcástico desdén por las convenciones, y haberse criado en un matriarcado incuestionable. A ratos, Bárbara Montes podría firmar aquella frase de Marinetti sobre el coche de carreras y la Victoria de Samotracia. Sudacoñismo, que es otra manera de decir «iconoclasta». Pero debajo, hay un amor irredento por la literatura clásica, desde Tolkien a Tolstoi, pasando por Austen y Galdós. En este relato con nombre de personaje de Fraggle Rock cuenta una de esas situaciones en las que un milímetro de desviación cambia varias vidas para siempre. (Juan Gómez-Jurado)

Me sigue con sus ojos redondos y tristes mientras me muevo por la sala. Lo hace desde el estrecho hueco que hay entre el sofá y la pared, su lugar favorito hasta ahora. Confío en que, con el paso del tiempo, pierda esa mirada asustada y encuentre algo en lo que confiar.

Espero ser yo ese algo.

No todavía. En algún momento. Al fin y al cabo solo lleva tres días aquí.

Me siento en el sofá e intento acercar mi mano a su cabeza, despacio. Que no se asuste. Cuando los dedos es­tán a apenas tres centímetros de su cráneo, se encoge y tensa todo el cuerpo. Interrumpo el movimiento, cruzo los brazos sobre mi pecho y la observo. Ella me devuelve la mirada, temerosa. Adivino una expresión entre apenada y ansiosa en mi rostro.

¿Cómo he acabado con esos ojitos pegados a mí a todas horas? ¿En qué momento ganarme su confianza y cuidar de ella se convirtió en algo importante para mí?

Solo tengo que remontarme a unos cinco días atrás, cuando quedó demostrado que soy imbécil y mis actos dieron fe de ello. Me reclino sobre el respaldo del sofá con un sonoro suspiro, casi un resoplido, y recuerdo cómo he llegado a este momento.

El viernes pasado decidí escapar de mi vida. No para siempre, no. Eso solo pasa en las películas. Lo más pa­recido que tenemos los seres humanos reales a escapar es coger un par de días e irnos a la casa que nuestros padres tienen en el pueblo. Si tenemos padres y estos cuentan con una casa en el pueblo, claro. Los míos la tie­nen y allí que me fui con mi no siempre deseada soledad y una pequeña maleta con lo imprescindible para sobrevivir cuarenta y ocho horas lejos de la gran ciudad: el móvil, el portátil, el iPad y algo de ropa. Lo normal cuando se quiere desconectar.

A veces me pasa, tengo momentos en los que me sien­to encerrada en una vida que no es mala, pero tampoco es tal y como la imaginaba de niña cuando me pregun­taban qué quería ser de mayor. Yo quería ser veterinaria, casarme y tener niños. Lo típico. Lo esperable en una niña de los años ochenta. Terminé estudiando una carrera que no era veterinaria, haciéndome autónoma y trabajando en algo que nada tiene que ver con aquello que pensaba que llegaría a ser. Hay facturas que pagar y chopped que com­prar para llenar la nevera.

Ni veterinaria, ni pareja, ni hijos. En el marcador de la vida luce un brillante y enorme número tres en rojo. En el mío destella un inmenso cero. También he de decir que con los años el instinto maternal se me ha deshinchado como la rueda de una bicicleta abandonada y para lo de la boda… Bueno, digamos que primero tendría que encon­trar a alguien que me mereciese la pena y, siendo honesta, a estas alturas me da pereza.

Estando así las cosas, cada cierto tiempo me da un berrinche o una crisis existencial o lo que sea y necesito huir al campo, que es lo más barato a mi alcance, a lamer­me las heridas. Problemas del primer mundo, los llaman. Paso allí un par de días y el domingo por la noche regreso a mi piso en la ciudad. Cuando abro la puerta siento que es bonito, cálido y cómodo y me reconcilio un poco con mi suerte.

Como en la casa del pueblo no hay mucho que hacer, el domingo por la mañana decidí salir a correr. Sí, estamos en febrero, pero con un buen cortavientos, unos guantes y una braga polar que te proteja el cuello, es más que su­ficiente. Corro casi a diario. También en la ciudad. Por aquello de mantener la línea, que una ya no tiene veinte años y el tiempo y la gravedad te joden la vida y el cuerpo en cuanto te distraes un poco y te metes entre pecho y espalda siete hamburguesas, cinco palmeras de chocolate y una botella de vino. Está claro que hemos venido a este mundo a sufrir.

Mientras avanzaba a buen ritmo por un camino fo­restal cercano al pueblo, oí un sonido que espero no tener que volver a oír jamás: una voz masculina gritaba y otra voz contestaba con aullidos y ladridos aterrorizados.

Mi cerebro reptiliano hizo que detuviese la carrera al instante dándome, además, la orden de dar media vuelta y salir por pies de allí. No le hice mucho caso porque la parte de mi ser que disfruta cada vez que ve un perro por la calle y me pide que me acerque al dueño y le pregunte si puedo acariciar a su mascota me impidió huir.

O tal vez fue solo que, en ese preciso momento, me di cuenta de todas las veces que he huido a lo largo de mis treinta y nueve años de vida. Muchas veces. Dema­siadas. No sé si fue una decisión consciente o un impulso provocado por aquellos gañidos angustiados, pero, puede que por primera vez en toda mi existencia, me acercase, de hecho, me lanzase en plancha, hacia los problemas. Literalmente.

Siendo exactos, podría decirse que abracé el proble­ma. Todavía no entiendo muy bien de dónde salió el valor necesario para hacer aquello. Yo, que he sido siempre más bien tirando a cobarde. Yo, que si tengo que ver una pelí­cula de terror prefiero hacerlo de día y rodeada de gente. Yo, que si tengo que volver a casa sola por la noche voy con mil ojos y a un ritmo apenas más ligero que el ne­cesario para batir el récord de los cien metros lisos. Yo, que sigo durmiendo por las noches con una lamparita en­cendida porque tengo miedo de los monstruos que viven debajo de mi cama.

Una vez tomada la decisión de intervenir en aquello que fuese que estaba sucediendo, corrí todo lo que me da­ban las piernas hasta que conseguí sobrepasar una eleva­ción del terreno que me impedía ver a qué venían aquellos gritos. Cuando llegué a lo más alto, frené en seco.

Me asusté, incluso le di una segunda vuelta a lo que iba a hacer, no voy a mentir.

Un hombre intentaba colgar a un galgo de un árbol. Otros dos miraban y bromeaban entre ellos apoyados en la parte delantera de un todoterreno cuyas cuatro puertas estaban abiertas. Todos casi de espaldas a mí. Y ese fue el único hecho afortunado, porque no me vieron hasta que fue demasiado tarde.

Me escondí detrás de unas rocas y miré la escena es­pantada. Mis ojos absorbieron toda la información en se­gundos. Vi a los hombres del coche, la distancia que les separaba del que intentaba ahorcar al pobre animal, vi al perro que se revolvía entre gimoteos, ladridos y aullidos, vi sus ojos aterrorizados que no entendían por qué sucedía aquello, qué podría haber hecho mal para que el ser que le alimentaba se hubiese puesto así. Vi la escopeta apoyada en un árbol cercano. Vi otras escopetas en los asientos traseros del automóvil. Vi que el hombre estaba a punto de conseguir colgar al galgo.

E hice lo único que se me ocurrió hacer.

Me tapé la parte inferior del rostro con la braga polar, salí de mi parapeto de piedra y eché a correr hacia ellos. Antes de que ninguno de aquellos hombres pudiese reac­cionar plaqué al que intentaba colgar al galgo. Como un jugador de rugby, salté a apenas unos centímetros de él a la vez que abrazaba su cuerpo con mis brazos y lo derribé.

Sentí que el tiempo se ralentizaba, porque mientras caía pude ver a los otros dos mirando la escena sin sa­ber muy bien qué estaban presenciando. Sus ojos abiertos como platos desbordando confusión. Nada más tocar el suelo me revolví zafándome del tipo y me arrastré hasta el árbol en el que descansaba la escopeta.

Justo a tiempo, porque uno de los del coche ya se di­rigía a los asientos traseros, donde descansaban sus armas de caza.

—Ni se te ocurra, gilipollas —dije con una voz que apenas reconocí como propia. Rezumaba odio.

—¿Pero a ti qué te pasa? ¿Estás loca? —chilló el que estaba en el suelo.

El que iba a por las armas de la parte trasera del coche se detuvo y se dio la vuelta enfrentándose a mí con cara de pocos amigos.

Yo miré a mi alrededor buscando al perro.

Lancé un vistazo rápido hacia el árbol y vi que pelea­ba contra la cuerda en torno a su cuello. No tuve mucho tiempo. Lo único que impedía que fuese ahorcado era que el dueño todavía lo sostenía en sus brazos, al derribarle yo había acelerado su muerte.

Tenía que hacer algo. Deprisa.

Sin dejar de apuntar a los hombres con la escopeta y rezando porque estuviese cargada, me acerqué al perro. Apoyé el arma en mi cintura sujetándola con un brazo mientras con el otro rodeé el delgado cuerpo del animal y apoyé, como pude, sus patas traseras en mi pierna. No dejaba de retorcerse.

No creía poder aguantar mucho tiempo así.

Estaba jodida. Tenía que pensar algo rápido.

—Estás jodida —comentó uno de los del coche.

—Estáis más jodidos vosotros, según mis cálculos — respondí con velocidad señalando el arma con la cabeza.

El del suelo se había levantado y se había acercado a los otros dos. Su escopeta debía de estar cargada. De lo contrario, ya me lo habría dicho.

—Vamos a hacer una cosa, bonita —dijo con una sonrisa lasciva en su rostro curtido—. Te vas a largar y nos vas a dejar seguir con nuestras cosas.

—Y si no lo hago, ¿qué?

—Si no lo haces, a lo mejor nos divertimos un rato contigo después de colgar al chucho.

—A lo mejor te vuelo las pelotas de manera preventi­va —contesté intentando que el miedo que sentía no se re­flejase en mi voz—. A lo mejor he llamado ya a la Guardia Civil y a lo mejor ya les he dado el número de vuestra ma­trícula, así que, lo mismo, a lo mejor, deberíais largaros de una puta vez y no cabrearme más de lo que ya estoy.

—Vas de farol —afirmó el tipo que todavía no había hablado.

Por supuesto que iba de farol, pero confiaba en que ellos no iban a quedarse para averiguarlo.

—Puede que sí o puede que no. Vosotros sabréis si queréis comprobarlo.

Mis brazos comenzaron a temblar, ya al límite de sus fuerzas. O soltaba al perro o soltaba la escopeta. Una de dos.

Tenía que hacer algo. Y pronto.

—Sabemos quién eres y vamos a ir a por ti —dijo el dueño del perro.

Esas palabras produjeron en mí el mayor cortocircui­to de la historia de todos los cortocircuitos. Sabía que era mentira, no tenían ni idea de quién era aquella tía que te­nían delante, pero aun así, algo en mi cabeza hizo «clic». En una situación de peligro el cerebro humano tiene dos modos: huida y lucha. Aquella amenaza activó un modo hasta entonces desconocido para mí. El modo: «no me toques el coño que te reviento».

Solté al perro y sujeté la escopeta como me había enseñado mi padre hacía ya tantos años. Comprobé, de manera ostensible, que el seguro estuviese quitado. No quería que tuviesen ninguna duda sobre mi conocimiento del arma que sostenía.

—Ya me has cabreado. Y mucho —a mi lado podía escuchar cómo el galgo se debatía por su vida. Lancé una mirada fugaz en su dirección.

Mi cabreo aumentó varios puntos al darme cuenta de lo que, en realidad, habían estado a punto de hacer los hijos de la gran puta que tenía frente a mí. Antes no había podido verlo, pero el pobre animal llegaba con sus pa­tas traseras al suelo, no de manera holgada, no. Tan solo alcanzaba lo suficiente como para rozar con sus uñas la tierra. Así, su agonía podría durar horas. Las que tarda­rían sus patas en dejar de tener la fuerza necesaria para sostenerlo.

Esos cabrones no querían matar a un perro, su inten­ción era hacerlo causándole el mayor sufrimiento posible.

Sentí la ira crecer dentro de mí.

No sabía muy bien de dónde salía, pero ahí estaba. Mis sentidos se agudizaron. Escuché los jadeos y gañidos del animal junto a mí y sus patas arañando el suelo terro­so bajo el árbol; vi los rostros, ahora sí, asustados, de los tres cazadores. Me acerqué a ellos todavía apuntándoles con el arma. Mis fosas nasales captaron el olor rancio y seco de su sudor. Debajo de la tela que me cubría el las facciones, pasé la lengua sobre mi labio superior, donde se habían acumulado algunas gotas de mi propio sudor y pude sentir su sabor salado en mi lengua. Mi dedo índice acarició el gatillo con suavidad.

Deseaba apretarlo tanto como alguien que lleva dos días sin fumar desea darle una calada a un cigarrillo.

Deseaba apretarlo como se desea un segundo beso después de dar un primero fabuloso.

Deseaba apretarlo.

Más que nada en el mundo.

Durante unos segundos incluso pensé hacerlo y des­pués colocar las armas de los otros como si se hubiesen matado entre ellos.

Puede que deba dejar de ver las reposiciones de CSI: Las Vegas.

—Dadme un cuchillo —ordené en voz baja sin de­jar de apuntarles. Se miraron entre ellos sin reaccionar—. ¡Ya, hostias! —rugí haciéndoles dar un brinco.

El dueño del perro sacó una navaja de uno de los bol­sillo de su chaleco y la tiró a mis pies.

La recogí sin apartar la vista de ellos y caminando hacia atrás, sin dejar de apuntarles, alcancé el árbol donde el perro continuaba agonizando.

—Ahora vais a largaros de aquí, ¿estamos?

—¿Y la escopeta? —preguntó el dueño del perro se­ñalando el arma que yo aún sostenía entre mis brazos.

—Tienes los cojones como paelleras, ¿eh? —contes­té con una risa seca—. Debería llevármela y destrozarla, pero puedes recogerla aquí mismo esta tarde… Y ahora, largaos.

—Vamos a buscarte —dijo uno de los otros—, y cuando te encontremos…

No permití que terminase la frase. Le encañoné y eso bastó para interrumpir su vacía amenaza.

—Mira, gilipollas, no tienes ni puta idea de quién soy o de dónde vivo, así que tienes bastante jodido lo de encontrarme, y si lo hicieses —hice una pausa, cuando continué, mi voz sonó cortante como el filo de una kata­na—… Si lo hicieses, te deseo suerte, porque ahora mis­mo tengo muchas ganas de volarte los huevos. Lo mismo si me das una segunda oportunidad, lo hago.

—Tío, vámonos, ya está bien —le pidió el dueño del perro—. Esta tía está loca.

—Sí, hazle caso. Largaos de una puta vez.

Se metieron en el todoterreno, arrancaron, hicieron un par de maniobras y comenzaron a alejarse. Ni siquie­ra se me ocurrió quitarles las escopetas; podrían haberme disparado o podrían haber regresado. Yo continué apun­tándoles con el arma hasta que el automóvil desapareció de mi vista.

No regresaron.

Puede que tuviesen más cabeza que yo. O que real­mente vieran mis ganas de dispararles. A los tres.

Tiré la escopeta y me acerqué con rapidez al perro, que daba pequeños saltitos sobre sus patas traseras en un vano intento por aflojar la presión de la soga alrededor de su cuello. Le sostuve contra mi cuerpo separando mi cabeza de su boca, no fuese a intentar morderme, y me apliqué con la navaja sobre la cuerda. Me costó unos mi­nutos cortarla.

Se me hicieron eternos.

En esos minutos pude sentir cómo temblaba su delga­do cuerpo, sus finas costillas a través de su piel, su respi­ración agitada. Pude sentir su terror.

Cuando conseguí cortar la cuerda, aflojé el nudo en torno al cuello del galgo sin llegar a soltarlo. Necesitaba aquel pedazo de cabo para llevar al animal conmigo. Lo até de forma que no lo ahogase, me senté en el suelo y me eché a llorar con el perro gimiendo asustado a mi lado. No hizo ni el más mínimo esfuerzo por librarse de mí, por atacarme. Tampoco intentó huir.

Me recompuse un poco, lo bastante para regresar a la casa de mis padres. Cuando llegué, aún llorando, le puse un cuenco de agua y le di un pedazo de pan, ya que no tenía otra cosa que darle y me metí en la ducha. No me llevó mucho ducharme, recoger mis cuatro cosas y meter­me en el coche con el galgo, que era galga, o eso me había parecido durante el camino de regreso al pueblo. Antes de emprender la marcha busqué un veterinario de urgencia cercano a mi casa.

El veterinario me confirmó que era hembra y que no tenía chip; lo primero no me sorprendió y lo segun­do, tampoco. Era algo que ya esperaba y que limitaba bastante mis opciones de denunciar al jodido cazador, con toda la tensión no había podido quedarme con la matrí­cula del todoterreno. También comprobó que estuviese bien de salud. Lo estaba. Asustada y algo desnutrida, pero nada que unos días de buena alimentación y cuidados no solucionasen.

A continuación me preguntó qué quería hacer con ella. Él podía quedársela y ponerse en contacto con algún refugio que se encargaría de buscarle un hogar. O bien podía quedármela yo, en cuyo caso le pondría el chip y la vacunaría en ese mismo instante.

Miré a la galga. No había separado sus ojos castaños de mí desde que habíamos entrado en la clínica, y recordé algo que leí una vez: si salvas una vida, eres responsable de ella. Ni idea de dónde lo leí, ni de cuándo, pero ahí es­taba esa frase haciéndose con todo el espacio disponible en mi cabeza.

Era responsable de la vida de ese animal.

—Soy responsable de la vida de este animal —dije.

—¿Qué? —contestó confuso el veterinario.

—Que soy responsable de ella. Yo la he salvado, aho­ra no estaría tranquila abandonándola. Necesito saber que va a estar bien.

Él sonrió.

—¿Has tenido perro alguna vez? —preguntó.

—Nunca.

—Piénsalo con cuidado, no te apresures. Dan mucho trabajo, aunque también hacen mucha compañía. Y otra cosa: no son baratos.

—Creo que puedo con ello. Trabajo en casa, así que puedo sacarla a pasear y todo eso.

—¿Estás segura?

—Creo que sí… Sí —confirmé con más seguridad.

—De acuerdo —asintió—. Si cambias de opinión en unos días, ven a verme; si necesitas cualquier cosa o tie­nes alguna duda sobre su cuidado, me llamas… Y gracias —añadió.

—¿Gracias? ¿Por qué?

—Por salvarla… Y por quedarte con ella. Tiene pinta de no haber recibido mucho cariño a lo largo de su vida. Por sus dientes, calculo que tendrá unos cuatro años.

Le puso el chip y la vacunó. A continuación se sentó frente al ordenador y me pidió los datos para hacerle la ficha.

—¿Cómo vas a llamarla? Tengo que poner su nombre en la cartilla —explicó.

Joder, necesitaba pensar un nombre a toda prisa. Vol­ví a mirar a la galga y de repente lo supe.

—Musi —afirmé con una sonrisa.

—Ah, como aquel personaje de Fraggle Rock —rió el veterinario.

—Exacto… Es que se parecen.

Sus ojos viajaron hasta Musi y sus labios volvieron a rasgarse en una sonrisa reflejo de la mía.

—Tienes razón, se dan un aire. Musi es un gran nom­bre para ella.

No me quiso cobrar la consulta, el chip, ni las va­cunas. Pagué el saco de pienso, los boles para el agua y la comida, la correa y el collar que me llevé. Además, le regaló una pelota morada a Musi que ella olisqueó y su­jetó con la boca para volver a soltar de inmediato. Antes de dejarnos marchar me hizo prometer, varias veces, que le llamaría si tenía alguna duda sobre cómo cuidar a mi nueva compañera.

Y así fue cómo llegué a esta situación en la que ahora me encuentro.

Abandono la senda del recuerdo y regreso al presente porque Musi ha salido de su escondite, se me ha acercado y ha apoyado su estrecha cabeza sobre mis piernas.

Nunca lo había hecho.

Llevo desde el domingo intentando ganarme su con­fianza. Poco a poco, con pequeños gestos. Le hablo des­pacio y con voz tranquila; le doy trocitos de salchicha y aunque los coge de mi mano, prefiere que se los deje en el suelo; come por las noches, cuando yo estoy durmiendo; me sigue a escondidas y yo hago como que no la veo; me deja acariciarla, pero casi siempre tiembla o se encoge… Que venga y se apoye en mis piernas es lo nunca visto.

Me inclino despacio hacia ella.

—Hola, Musi —digo en voz baja y dulce a unos cen­tímetros de su hocico—. ¿Te han dicho alguna vez lo pre­ciosa que eres?

Me da un lametón en la cara.

Creo que estaremos bien.

—————————————

Autores: Elia Barceló, Espido Freire, Luz Gabás, Arturo González-Campos, Alaitz Leceaga, Manel Loureiro, Raquel Martos, José María Merino, Bárbara Montes, César Pérez Gellida, Blas Ruiz Grau, Karina Sainz Borgo, Mikel Santiago y Lorenzo Silva. Título: Heroínas. Editado por Zenda con el patrocinio de Iberdrola. Ilustraciones: Fran FerrizDescarga gratuita: en Amazon y Fnac

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Bárbara Montes

Bárbara Montes es psicóloga infantil. Coautora de la series Rexcatadores junto a Juan Gómez-Jurado. @babsimon

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