—¿Piensa volver a aparecer en mis sueños? —le pregunté.
HARUKI MURAKAMI, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo.
Mi primer encuentro serio con la cultura japonesa fue gracias a Akira Kurosawa. Debo haber tenido quince años cuando vi Rashomon [1] en la Cinemateca Nacional y lo primero que se fijó en mí fue la lluvia persistente en medio de aquellos caminantes por una casa en ruinas que se referían a testigos que porfiaban en nunca decir lo mismo. Se trataba de una película que ironizaba la realidad, que no dejaba de abjurarla o la hacía inabarcable. Con el tiempo vendrían Kagemusha, la película más emocionantemente épica que haya contemplado en la que se ordena a un impostor que sustituya a un príncipe guerrero que ha muerto y que se apropie momentáneamente de su gloria; Ran, su versión del desolado rey Lear que ha perdido el juicio entre sus hijas; Dersu Uzala, Vivir, Los siete samuráis, y todas las restantes piezas de su cinematografía más que elevada. Mircea Eliade sostenía que era irresponsable escribir sobre un país si no se había estado visitándolo al menos durante seis meses. Nuestra idea de los países la construimos con sus nacionales que hemos conocido, como alertaba el barón de Humboldt. Aun así, y a pesar de no haber estado en un país determinado, podemos hacernos una idea ruskiniana de lo que es y significa a través de sus palabras, sus hechos y su arte [2]. Un día llegaron las lecturas de Yasunari Kawabata, el primer Nobel japonés. Al tiempo que lo leía me enteraba que se había quitado la vida en 1972 compungido por la muerte de su amigo Yukio Mishima, del grupo de los suicidas del harakiri. Causan estupor esos decesos que se originan en los de otros, como el de Jean Cocteau, a quien le ocasionó un infarto la noticia de que su amiga Edith Piaf había muerto. Dos de los autores que marcaron mi relación con Japón han sido Ueda Akinari [3] y sus Cuentos de lluvia y de luna [4]; al igual que Junichirō Tanizaki, con una obra para la compresión del espíritu, la forma, los espacios, las luces y sobre todo la umbra de su civilización, en ese ensayo superior llamado El elogio de la sombra [5].
En el país de Murakami debemos sabernos orientar para saber de qué lado de la racionalidad nos encontramos. Las brújulas convencionales serán de poca utilidad. Se pulverizarán antes de que las consultemos cuando estemos en el territorio al que nos avienten sus párrafos. Tampoco referirnos a territorio nos asegura una inequívoca verosimilitud. Hablamos de la región a la que nos hace volar la imaginación, en la que muchas veces la realidad se ha abolido para crear otra que también hará lo mismo, sin que haya deseo de un desenlace en los términos a los que nos acostumbra nuestra especulación. Lo que veamos será un reflejo de lo que nos propongamos contemplar. Para diseñar la cartografía de su imaginación toca referirse a Lewis Caroll, uno de sus precedentes literarios. O caemos al fondo del pozo o atravesamos el espejo [6]. Pero las circunstancias carrollianas se evidencian como una estación de paso en el relato al camuflarlas de realidad. Mientras caminamos por Tokio, al tiempo que atravesamos Kioto o contemplamos las atrevidas aguas del Pacífico desde una fila montañosa, lo objetivo se apura en acompañarnos. Comemos, bebemos, amamos, disfrutamos el sexo junto a los personajes convencidos de su cotidianeidad y en un santiamén podemos cruzar hacia lo desconocido, rodeados de nuestra propia psique, que se ha derrumbado y ha buscado refugio en una guarida en forma de pozo, y sin darnos cuenta cruzamos el umbral de un agujero negro hacia otro tipo de consciencia: la más aterradora o persecutoria, la nuestra, la propia, en la que cabe perderse con facilidad por no saber reconocerla. Con Murakami sucede que su obra no es lo sencilla que sostienen algunos con levedad. Parafraseando a Carroll, tenemos que ingeniárnosla para saber entrar por el pasadizo o escoger la puerta adecuada. Si no manejamos las contraseñas de su obra, si no distinguimos lo que representan los pozos con sus sólidas paredes de las que parece difícil escabullirse —las regiones inhóspitas, difíciles y escarpadas de la psique— resulta inevitable la desorientación como también ocurre con sus personajes. Confieso que me sucedió. La primera novela del autor a la que me enfrenté fue Tokio Blues. Leí sus primeras treinta páginas varias veces hasta que desistí. Se lo conté a mis alumnos y en la próxima clase, uno de ellos, Reinaldo González, un devoto de la cultura y la literatura japonesas, esperó al final para acercarse y con arrojo puso sobre mi escritorio un ejemplar de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo que me obsequió, al tiempo que me soltó: “Profesor, me parece inadmisible que usted haya renunciado a la lectura de Murakami”. Aquello a mí me pareció fascinante, como sacado de un libreto compuesto por un albur muy direccional; lo agradecí y ese mismo día, por el rumbo correcto, me inicié en el fascinante y riesgoso universo de su literatura donde se cruzan lo fantástico y lo real sin que tenga que urdirse el saldo de esta combinación sorprendente [7].
He leído que Murakami, antes de dedicarse de lleno a la escritura, tenía una tienda de discos de jazz en Tokio. Se trata de un melómano de alto vuelo, y algunas de las primeras frases de sus novelas se relacionan con un momento musical, normalmente tomado de la música clásica. Sus personajes nos aleccionan de que siguen utilizando el término música clásica por ser el de mayor reconocimiento, aunque también insistan que no existe consenso para ello. Hay menciones a Brahms, a Janáĉek [8], a Chopin, a Rossini [9], a los Beatles [10], a Mozart [11] o a Richard Strauss en toda su obra literaria. A los personajes la música los acompaña y guía en sus vidas. Vidas, dicho sea de paso, un tanto anodinas, con protagonistas que arrastran una crisis de identidad o están a las puertas de un cambio notable en sus rutinas. El registro de estos actores no es de la categoría de los encumbrados; más bien se trata de quienes caminan al filo de la navaja, o aspiran un destino sin saber dónde conseguirlo, han perdido la derechura de su existencia y se empeñan en reencontrarse con ella. El azar siempre les tiene algo preparado, y en cuanto sucede [12] se desata el cambio que transcurre a la caída que sufren. La pregunta es por qué se produce esta caída, qué motiva el desmoronamiento. Ya hemos dicho que quienes aparecen en las novelas no son otra cosa que los desmotivados, los fracasados, quienes relegan sus obligaciones o toman las cosas a medias, no han finalizado los estudios, huyen del status quo y pretenden respuestas acordes con su frustración. En el Japón competitivo, la sociedad heredera del honor del samurái, del código moral del confucionismo, de los logros de la potencia económica de la postguerra, de la excelencia permanente, supongo que habrá muchos que no se ajustan al libreto de ese deber ser. El Japón ortodoxo de su cultura tradicional y el heterodoxo occidentalizado rinden aun en esa solución de continuidad civilizatoria una veneración hacia la disciplina, y esta causa estragos entre los narrados del autor. Murakami los recluta y juega con ellos a la posibilidad de su reinserción o rescate [13]. Pero no para devolverlos a la sociedad de la cual no se sienten parte, sino para hacerlos descubrir las claves de interpretación que suelen vivir contiguamente a ellos, en la región donde todo se desvela y se hace claro. Los personajes son inestables, provienen de un hogar escindido, preferiblemente sin madre, con alguna hermana tempranamente muerta, con relaciones amorosas puestas a prueba permanentemente, donde nada se asegura y lo más probable es que el abandono esté a la vuelta de la esquina. El problema con la figura del padre es evidente. Y el suegro resulta por lo general bastante intratable [14]. El aislamiento voluntario se impone ante este conspicuo plano previo [15]. Los personajes protagónicos nos hacen olvidar sus nombres. A veces ni los sabemos. El narrador podría querer que su identidad pase desapercibida. Es inevitable que alguien desaparezca y de eso se trata: de resolver la salida de la escena. Frustración, cambio, desaparición, viaje y reivindicación. La novela es el espacio para la travesía de la restitución, si acaso pueden superarse las pruebas del itinerario.
Desaparecer en las novelas de Murakami es no dejar rastro con una perfección en el trazado que deja atónita a la propia policía que interviene con inutilidad, huelga decir. La desaparición puede ser voluntaria [16], forzada, o fantástica. La voluntaria se propone el giro copernicano, la mudanza de vida, la escapatoria a un ambiente agobiante. Hay una infelicidad que flota para aprovecharse de ella y esgrimirla para el canje [17]. La desaparición inexplicable, sin respuesta, forzosa, es el anticipo de la desolación que invita a la partida, por lo general en silencio y tras la apuesta de recuperar lo perdido. Las esposas corren tras los amantes [18], pero no dejan ni una carta de explicación. Inclusive los gatos se marchan sin dejar huella [19]. Misteriosas llamadas e intervenciones de terceros se cuelan como en un gran rompecabezas que toca armar. Hay inestabilidad por doquier, preguntas sin respuesta, y ansiedad por descifrar las heridas abiertas.
El viaje que sobreviene al desarraigo descubre el agujero, el pozo, el mismo por donde se precipita Alicia y quienes habitan las páginas de nuestro autor. La lógica de ese exilio personal contribuye al tropiezo apresurado con la consciencia. Este es uno de los hitos de su obra: cuando nos asomamos a la sorpresa de que existe un espacio oculto, cavado, misterioso, cautivante como un santuario que puede ser fatal o destructor o convertirse en una epifanía desde lo más hondo de la psique y sus abismos. La desaparición por el pozo siempre será por azar, producto de un hallazgo nada común, salvador y peligroso al mismo tiempo [20]. Murakami desata las furias, los fantasmas, los miedos. Bajar al pozo es avanzar en el viaje por el inconsciente y hallar los recuerdos, los traumas, las angustias. Hay un desdoblamiento de la realidad: consciencia [21] e inconsciente forman una máscara jánica de visión simultánea entre la alegría y la tristeza, el miedo y el coraje, la prisión y la libertad. De la batalla consigo misma la persona no saldrá indemne: más de una cicatriz [22] marcará a quien se encuentra atrapado entre sí. En ese forcejeo toca demostrar el acertijo que nos persigue y exige disipar el enigma y su dilema, la desaparición de lo que restaba, la llave que nos conduce a la elucidación de lo que somos. El riesgo es el extravío, no interpretar las señas y quedarse atrapado en el laberinto o dar con la raíz que inicia todo [23], como se sentencia en la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Dentro de la caverna se puede producir, de ser fiel a la redención del viaje, el monólogo interior, la fórmula para urdir el idioma de salvación. Los personajes se piensan a sí mismos y, como los antiguos dioses, terminan por crear el universo.
La otra revelación es la trasposición, atravesar el espejo, llegar al otro lado de la percepción donde es más habitual la pérdida y en el que el regreso puede convertirse en una verdadera epopeya. Se narra impecablemente esto en La muerte del comendador, quizá una de las novelas de mayor parentela fantástica que tiene Murakami. Ya no es simplemente mirar el fondo que nos sostiene, sino la realidad alterna que hemos erigido en lo más profundo de nuestro éxodo al inconsciente. Quien no esté acostumbrado al arcano de sus relojes personales tendrá problemas para transitar la ruta de la vuelta, que celebra, luego del recorrido, el momento en que nos levantamos después de la caída, cuya resolución depende de la voluntad del viajero por su mismidad y de saber a lo que se expone en el cruce con sus secretos [24]. Atravesar el espejo es la prueba final del extraviado, el momento en que retorna al instante en que se perdió y donde los linderos de la contra realidad son vertiginosamente arriesgados para no devolverse nunca [25]. De hecho, algunos personajes de Murakami se han dejado tentar de forma tal por el espejo atravesado que han logrado partirse para vivir simultáneamente entre dos esferas, en el domicilio de lo desconocido [26]. Esta simultaneidad en la dualidad se hace urgente en el hemisferio murakamiano. Restringir las historias a un solo escenario es restarle la posibilidad de la totalidad. El gran triunfo de la novela se da cuando la realidad y el submundo se conectan [27]. Aparecen escisiones de la personalidad. Se crea un alter ego en lo paralelo, el Doppelgänger se separa de nosotros [28]. Quizá no sea fácil entender a plenitud estos fenómenos con lo que “la comprensión no es más que un conjunto de equívocos” [29].
La galería murakamiana se refugia en sí misma o escapa a universos alternos. En la orilla del que conocemos se lee a los grandes autores, tanto japoneses como occidentales [30]. Murakami realiza homenajes velados a la literatura. Le hace un guiño a Francis Scott Fitzgerald cuando contempla desde la distancia sus devociones amatorias, como Jay Gatsby lo hacía desde el otro lado de la bahía en los Hamptons [31]. La misma escena la repite en Tokio Blues y en La muerte del comendador. En la primera hace además un sentido homenaje a La montaña mágica de Thomas Mann. El personaje de la novela, Toru Watanabe, no sólo está leyendo la novela del Berghof, sino que asciende a la residencia Ami en la montaña a visitar a la enferma Naoko, su versión particular de Clavdia Chauchat, y se atreve a repetir las preocupaciones mannianas de “los de abajo” y a pensar en la relatividad del tiempo [32]. Como autor responsable, Murakami hace que quienes pueblan sus párrafos coman apropiadamente bien [33], admiren los coches Jaguar, se refresquen con Eau Sauvage de Christian Dior y ejerzan el fetichismo con la ropa de sus mujeres amadas y fatalmente desaparecidas, en medio de una literatura que no ahorra las frases contundentes [34]. Y en medio de todo hasta suele aparecer un alguien providencial que “corre con todos los gastos”.
Murakami otorga a la lectura la importancia de su aprendizaje y opone con claridad la imaginación a la eficacia [35]. La defensa de la imaginación es la de la libertad. No es descabellado pensar que la literatura es uno de los actos supremos para la afirmación de la libertad. De allí que sus personajes no dejen de buscar coartadas para esa emancipación.
————————————
[1] El relato que origina esta película única que Kurosawa reinterpreta es ‘En el bosque’ de Ryūnosuke Akutagawa, al que el maestro Borges y Adolfo Bioy Casares seleccionan en su colección de los mejores cuentos policiales. Los mejores cuentos policiales (2). Selección, traducciones y prólogo de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Alianza Editorial, Emecé Editores, Madrid 1983, p. 119.
[2] Kenneth Clark cita a John Ruskin en su libro Civilisation: “Great nations write their autobiographies in three manuscripts, the book of their deeds, the book of their words and the book of their art. Not one of these books can be understood unless we read the two others, but of the three the only trustworthy one is the least” (…) “Las grandes naciones escriben sus autobiografías en tres manuscritos: el libro de sus hechos, el libro de sus palabras y el libro de su arte. Ninguno de estos libros puede ser entendido a menos que leamos los otros dos, pero de los tres el único confiable es el último”. Clark, Kenneth, Civilisation, Harper & Row, Publishers, New York and Evanston, 1969, p. 1. (La traducción es mía).
[3] Murakami hace que el pintor de La muerte del comendador lea los cuentos de Akinari.
[4] Akinari, Ueda. Cuentos de lluvia y de luna, Ediciones Era, México 1969.
[5] Tanizaki, Junichirō. El elogio de la sombra. Siruela, España 2016.
[6] El antecedente del escritor inglés Lewis Carroll (1832-1898) es claro para trazar la herencia de lo fantástico en la obra de Murakami. Leemos en Alicia en el país de las maravillas: “Alicia se levantó de un brinco porque de pronto comprendió que jamás había visto un conejo con chaleco y con un reloj en su interior. Y ardiendo de curiosidad, corrió a campo traviesa detrás de él, justo a tiempo de ver cómo se colaba por una gran madriguera que había bajo un seto. (…) Allí se metió Alicia al instante, tras él, sin pensar ni por un solo momento como se las ingeniaría para volver a salir. Por un trecho, la madriguera seguía recta como un túnel, y luego, de repente, se hundía; tan de repente que Alicia no tuvo ni un instante para pensar en detenerse, sino que se vio cayendo por lo que parecía ser un pozo muy profundo”. Carroll, Lewis. Alicia en el país de las maravillas, DEBOLS!LLO, Colombia 2010, p. 24. Igualmente, vale la pena esta cita: “¡Oh, Mino, qué bonito sería poder entrar en la Casa del Espejo! ¡Estoy segura de que contiene un montón de cosas preciosas! Juguemos a que hay un modo, alguno habrá, de entrar en ella. Mino, juguemos a que el cristal se hace blando como gasa, para que así podamos traspasarlo. ¡Pero cómo, si parece que realmente se transforma en niebla! ¡Ahora sí que va a ser fácil traspasarlo…! (…) Mientras decía esto, se vio subida a la repisa de la chimenea, sin saber exactamente cómo diablos había llegado ahí. Y, en efecto, el espejo empezaba a disolverse al contacto de sus manos, como si fuera una clara bruma plateada”. Carroll, A través del espejo, op. cit., p. 154-155.
[7] “Y es que el mundo de los libros me parecía mucho más real que el mundo que me rodeaba”. Murakami, Haruki. Sputnik, mi amor. MaxiTusquets Editores, España 2016, p. 228.
[8] “La radio del taxi retransmitía un programa de música clásica por FM. Sonaba la Sinfonietta de Janáĉek. En medio de un atasco, no podía decirse que fuera lo más apropiado para escuchar.” Murakami, Haruki, 1Q84, Tusquets Editores, México 2014, p. 3.
[9] “Cuando sonó el teléfono, estaba en la cocina con una olla de espaguetis al fuego. Iba silbando la obertura de La gazza ladra, de Rossini, al compás de la radio, una emisión de FM. Una música idónea para cocer la pasta”. Murakami, Haruki. Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, MaxiTusquets Editores, México 2001, p. 13.
[10] “Tras completarse el aterrizaje, se apagaron, se apagaron las señales de ‘Prohibido fumar’ y por los altavoces del techo empezó a sonar una música ambiental. Era una interpretación ramplona de Norwegian Wood de los Beatles. La melodía me conmovió, como siempre. No. En realidad, me turbó; me produjo una emoción mucho más violenta que de costumbre”. Murakami, Haruki. Tokio Blues. Norwegian Wood, MaxiTusquets Editores, México 2009, p. 7.
[11] En La muerte del comendador, hay una curiosa y conmovedora interrelación entre la ópera de Mozart, Don Giovanni, y un cuadro de la pintura tradicional japonesa en la que cobran vida los personajes del cuadro en una muy hilada acción en que como en la ópera termina con el sacrificio del comendador, no sin antes moderar la acción en una ficción dentro de la ficción como la técnica de las cajas chinas incluidas la una dentro de la otra.
[12] “En aquel pequeño y apacible mundo de las nueve y media de la mañana, mi aparición debía de resultar, sin duda, como la llegada de un mensajero portador de una noticia funesta en una tragedia griega”. Murakami, Haruki. Crónica… , op. cit., p. 86. (…) “Tú doblas una esquina y te lo encuentras: un mundo que no habías visto jamás. Ya te he dicho que tienes un ángulo muerto, ¿no?” Ibidem, p. 189.
[13] “Por eso la gente intenta trepar en la escala, aunque solo sea un peldaño. Ésta es una ambición extraordinariamente sana”. Ibidem, p. 109. (…) “Si uno no puede ser el primero en un mundo tan pequeño como el aula o la escuela, le decía su padre, ¿cómo va a serlo después en un mundo tan grande?” Ibidem, p. 110. (…) “Como usted muy bien es consciente de ello, éste es un mundo sangriento y lleno de violencia. Si no eres fuerte no sobrevives. Pero al mismo tiempo debes permanecer en silencio, aguzando el oído, para no perderte el más leve susurro. Las buenas noticias, en la mayoría de los casos, se dan en voz baja”. Ibidem, p. 488-489.
[14] “… si tú te quieres casar con Kumiko y Kumiko se quiere casar contigo, yo no tengo ningún derecho a oponerme y tampoco tengo ninguna razón para ello. Así que no me opongo. Ni siquiera se me ocurriría hacerlo. Pero no quiero que esperes nada de mí: no quiero que me hagas perder nunca más el tiempo”. Ibidem, p. 117.
[15] “Había levantado un alto muro a mi alrededor y hacía lo imposible para que nadie se metiera dentro y para no tener que dar yo un paso fuera de él”. Murakami, Haruki. Kafka en la orilla. MaxiTusquets Editores, México 2008, p. 16. (…) “… todos parecían felices. ¿Lo eran en realidad? En cualquier caso, aquel plácido mediodía de finales de septiembre, la gente se veía contenta y eso me hizo sentir aún más solo que de costumbre. Porque yo era el único que no pertenecía a ese cuadro”. Tokio blues…, op. cit., p., 110.
[16] “A finales de agosto, tras el silencioso funeral de Naoko, volví a Tokio y le anuncié a mi jefe que iba a estar fuera una temporada y no iría a trabajar”. (…) “Durante tres días fui al cine a diario y vi películas de la mañana a la noche. Cuando hube visto todas las películas de estreno, metí mis cosas dentro de la mochila, saqué todos mis ahorros del banco, me dirigí a la estación de Shinkuju y subí al primer expreso”. (…) “No recuerdo adónde fui, ni cómo”. Tokio blues…, op. cit., p. 353.
[17] “Me gustaría que me acompañaras a Uruguay, —Midori seguía acodada sobre la barra—. Dejándolo todo: la novia, la familia, la universidad…” (…) “¿No te encantaría dejarlo todo y marcharte a un lugar donde nadie te conociera? A mí, a veces me dan ganas de hacerlo. Unas ganas locas. Así que, si de pronto se te ocurre llevarme lejos, te pariré un montón de bebés fuertes como toros. Y viviremos todos tan felices… Revolcándonos por el suelo”. Tokio blues…, op. cit., p. 226.
[18] “Kumiko tiene un amante, se ha ido con él, te ha plantado”. Crónica…, op. cit., p. 280.
[19] “Yo diría, señor Okada, que, a menos que suceda algo excepcional, no volverán ustedes a ver el gato. Es una pena, pero creo que es mejor que se hagan a la idea”. Ibidem, p. 253.
[20] “Quizás ha caído en un pozo mientras andaba y está esperando a que la rescaten”. Murakami, Haruki. Sputnik, mi amor, MaxiTusquets Editores, Barcelona 2016, p. 137.
[21] “Lo que destruyó mi vida, lo que la convirtió en un pellejo vacío, fue aquella luz que vi en el fondo del pozo”. (…) “Había sido arrojado por soldados mongoles al fondo de un pozo profundo y oscuro que estaba en la mitad de las estepas de Mongolia, me dolían las piernas y los brazos, no tenía ni agua ni comida y sólo esperaba la muerte. Antes había visto desollar vivo a un ser humano. En esas circunstancias específicas, creo que mi mente había llegado a un estado de concentración tan exacerbado que, cuando brilló aquella luz, fui capaz de descender directamente hasta el núcleo de mi propia consciencia”. Crónica…, op. cit., p. 293-294.
[22] “Incluso después de dejar de verte, he pensado a menudo en la mancha de tu cara. En la mancha azul que te salió de repente en la mejilla derecha. Un día entraste como un tejón en el pozo abandonado de los Miyawaki sin que te viera nadie, ¿no?, y, poco después, cuando saliste de allí ya tenías la mancha, ¿verdad? Pensándolo ahora me parece mentira, pero eso ocurrió realmente ante mis propios ojos. Y, desde que la vi por primera vez, siempre he creído que debía ser una señal especial”. Ibidem, p. 511.
[23] “Lo importante es seguir la raíz del deseo. Cavar en el terreno de esa complejidad que llamamos lo real. Seguir cavando de forma indefinida. Seguir cavando más y más hasta el extremo de la raíz”. (…) “Las personas necias no pueden escapar jamás de esa complejidad aparente. Y, sin entender ni una sola cosa del funcionamiento del mundo, permanecen en la oscuridad y mueren buscando aturdidos una salida. Están desorientados como si se encontraran en el interior de un bosque o en el fondo de un profundo pozo”. Crónica…, op. cit., p. 339.
[24] “Sé que teme los lugares estrechos y oscuros —dijo—. Le ocurre desde hace mucho tiempo e incluso sé que cuando está en uno de esos lugares le cuesta respirar. ¿Me equivoco? No obstante, debe entrar ahí. Si no lo hace, no conseguirá lo que pretende. ¿Adónde lleva este agujero? No lo sé. El destino está en sus manos. Depende de su voluntad”. Murakami, Haruki. La muerte del comendador. Tusquets Editores, Colombia 2019, Libro 2, p. 341.
[25] “Todo lo que hay aquí se parece a otra cosa —dijo doña Anna sin darse la vuelta, como si le hablase a alguien delante de ella en la oscuridad—. ¿Quiere decir que no es verdadero? En realidad, nadie puede decir qué es verdadero y qué no lo es. Todo lo que ven nuestros ojos es producto de una conexión. La luz que hay aquí es una metáfora de la sombra, y la sombra es una metáfora de la luz”. Murakami, Haruki. La muerte…, op. cit., Libro 2, p. 339.
[26] “Sumire se ha ido al otro lado. Eso explicaría muchas cosas. Sumire ha atravesado el espejo, ha pasado al otro lado. Quizás haya ido a reunirse con la Myû del otro lado. Ya que la Myû de este lado no la acepta, ¿no es el camino más lógico a seguir?” (…) “Sumire ha hallado una puerta en algún lugar, ha alargado la mano, ha hecho girar el pomo y ha pasado sin más… De este lado al otro lado”. Murakami, Haruki. Sputnik…, op. cit., p. 195-196. Ese desdoblamiento hace que hasta la vida sexual pueda asumir alguna inexplicable virtualidad con consecuencias en la realidad: “Creta Kanoo prosiguió: Por supuesto, no tuvimos relaciones reales. Cuando usted eyaculó, no lo hizo dentro de mi cuerpo, sino en su mente. ¿Me entiende? Era una conciencia creada. Pero, después de todo, nosotros tenemos en común la conciencia de haber mantenido relaciones el uno con el otro”. Crónica…, op. cit., p. 299.
[27] “Una historia, en algún sentido, no es algo de este mundo. Una verdadera historia requiere un bautismo mágico que conecte este mundo con el otro”. Ibidem, p. 22.
[28] “Estoy experimentando una sensación algo extraña, la de no ser yo misma. (…) … siento que se ha apoderado de mí esta ilusión deconstructiva con visos de realidad”. Sputnik…, op. cit., p. 83. (…) “… mi ser se escindió de forma definitiva en dos”. Ibidem, p. 185.
[29] Ibidem, p. 151.
[30] “En esa época mis escritores favoritos eran Truman Capote, John Updike, Scott Fitzgerald, Raymond Chandler, pero no había nadie en clase o en la residencia que disfrutara leyendo a este tipo de autores. Ellos preferían a Kazumi Takahashi, Kenzaburō Ōe, Yukio Mishima, o a novelistas franceses contemporáneos. (…) Leía muchísimo más que yo, pero tenía por principio no adentrarse en una obra hasta que hubieran transcurrido treinta años de la muerte del autor.” Tokio blues, op. cit., p. 44-45.
[31] “Estuve mucho tiempo con la vista clavada en esa luz temblorosa, al igual que Jay Gatsby observó, noche tras noche, la pequeña luz en la orilla opuesta del lago”. Ibidem, p. 155.
[32] “… viendo a alguien, sé intuitivamente si se curará”. (…) “Tanto puede recuperarse el mes que viene como tardar muchos años”. (…) “Desenredar todo esto puede llevarle muchos años”. (…) “Lo fundamental es no impacientarse”. (…) “No te precipites. Aunque las cosas estén tan intrincadas que no sepas cómo salir del paso, no debes desesperarte, no debes perder la paciencia”. (…) “Hay que tomarse todo el tiempo necesario”. (…) “Pero quizás tarde mucho tiempo y es posible que no se recupere del todo”. Ibidem, p. 157. (…) “El problema es que todo el mundo debe bajar algún día de la montaña”. Sputnik…, op. cit., p. 10.
[33] “De plato principal, pescado blanco fresco a la brasa acompañado de un poco de salsa verde con setas. La rodaja de pescado mostraba un tostado precioso. Un tostado con un poder de convicción tan bello que casi podía calificarse de artístico. A su lado había algunos gnocchi de calabaza y una ensalada de endibias dispuesta de manera extremadamente refinada. De postre, creme brulée”. Ibidem, p. 42-43.
[34] Cada vez que miro con visión panorámica la obra de un autor lo que más puede sorprenderme son las frases de que dispone para sostener su arte. No olvidemos que la literatura es estética, ética y trascendencia, y el modo de lograrlo en mediante la orfebrería hecha palabra. Traigo algunas de esas frases tremendas del escritor que edifican su proceso escritural: “Como de costumbre, reinaba un profundo silencio; inmersos en aquella quietud y reunidos alrededor de la vela, parecíamos tres náufragos perdidos en los confines del mundo”. Tokio blues…, op. cit., p. 148. (…) “El odio es una sombra negra y alargada. En muchos casos, ni siquiera quien lo siente sabe de dónde le viene. Es un arma de doble filo. Al tiempo que herimos al contrincante, nos herimos a nosotros mismos. Cuanto más grave la herida que le infligimos, más grave es la nuestra, Puede llegar a ser fatal. Pero no es fácil librarse de él. Usted también debe tener cuidado, señor Okada. El odio es muy peligroso. Y, una vez ha arraigado en nuestro corazón, extirparlo es una tarea titánica”. Crónica…, op. cit., p. 431. (…) “… cuando la pobrecita Luna está flotando en un rincón del cielo de Oriente como un riñón desahuciado”. Sputnik…, op. cit., p. 34. (…) “Los truenos no eran espectaculares. Más bien parecía que un enano perezoso estuviese pataleando sobre un gran tambor”. Kafka…, op. cit., p. 464.
[35] Murakami, Haruki. De qué hablo cuando hablo de escribir. Tusquets Editores, Venezuela 2017, p. 210.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: