Estoy haciendo unas matrioshkas. Son de esas cosas con las que me da por llenar los huecos en el tiempo, que cada vez se me hacen más insoportables. Es como si hubiera alcanzado el cupo de momentos vacíos que tolero, porque soy muy viejo o muy idiota. Y entonces me pongo a hacer actividades de todo tipo mientras deseo estar escribiendo. Hasta que me pongo a escribir, y la enorme pantalla del ordenador, tanta tecnología dispuesta para que yo desbarre con mis mierdas, me aturulla, me sonroja como nunca lo hará un auditorio lleno, y se me muere la inspiración. Más que eso, se me van las ideas, el propósito y la ilusión. Así que me encuentro con un un boquete enorme, como si en mí hubiera estado fermentando un viejo pan de pueblo y su burbuja más grande acabara de reventar. Es exactamente eso. Pero necesito llenar el hueco que dejó la burbuja. Por eso me pongo a hacer idioteces que no tienen nada que ver con lo que de verdad deseo. Tallo un poco, afilo los cuchillos, demasiado, tanto que me convenzo de que alcanzaré el punto en el que el acero ya no corta materia y solo saja el espacio, pero por desgracia no el tiempo, nunca el tiempo, y por eso me pongo después a pintar lo que tallo. Mientras hago estas cosas me suele volver el puntillo mágico que me sirve para escribir. Me recuerda a cuando era más joven y sabía almacenarlo hasta el momento justo en que lo necesitara. Pero ya no tengo esa habilidad, debo haberla perdido, allá por el mismo cajón por el que perdí tantas otras cosas que no me di cuenta que se quedaban atrás. Y ahí continúo, tallo, pinto, cocino, leo, escribo columnas chorras, y no me dejo engañar, porque acabaré escribiendo, sí, pero será cuando haya retenido tanto la cosa que pueda usar parte de la energía potencial en despejar el vacío que me invade siempre que me acerco a un maldito ordenador.
Cuando pasan cosas injustas es cuando más quiero escribir, y cuando menos lo hago. Porque sé que no sirve para nada. Y eso de hacer cosas que no sirvan para nada es algo que me parece bien a nivel ideológico, incluso lo veo como un resultado deseable, pero en el campo práctico me enerva y hace que me hierva tanto la sangre que me convierto en una morcilla sarnosa. Esta semana pasada caí, sin embargo, en mi propia trampa, a pesar de conocerme, y de advertírmelo a mí mismo en unas reuniones interminables que mantengo entre el gestor de mi cabeza y el resto de yo, garras y pezuñas incluidas. Pero bueno, que la matanza de mil cuatrocientos veintiocho delfines fue una marca de sangre demasiado roja para que me callara. Una cosa que se hace por cultura, que dicen. Y me recordó a otra cosa que también se hace por cultura en los lares del Cid. Así que escribí sobre el tema, porque yo sí he visto esas muertes. Claro que no me hizo sentir mejor, ni resucitó a los muertos, ni hizo que se acabaran las tradiciones de pueblos retrasados. Hasta quiso la casualidad, porque llamémosla así, que leyera una defensa de los toros alegando que a Hemingway, un mujeriego, borracho, depresivo, farsante, maltratador, cobarde registrado, cazador indiscriminado, y gran escritor, le gustaban. Esto de la apropiación de los grandes nombres está de moda. Por ejemplo, yo le digo a usted que conozco a Antonio Gala, o a Jennifer Lopez, y de inmediato parece que sus logros, que su aura, me imbuyeran y con ellas pudiera hacer cualquier clase de afirmación. No importa lo necia que esta sea, que estaré protegido por el brilli-brilli de la fama. También Antonio Gala defiende las corridas de toros, como lo hizo Picasso, o Dalí. Y por mí, pueden darle bien por detrás a mi querido Antonio, y mejor no entro a describir a los otros dos. Grandes artistas. Pero no sabemos separar la obra del creador. Qué más dará lo que pensara Hemingway, o Gala, o quien carajo sea, de los toros, para reconocer que es una tradición inculta, salvaje, que roba fondos económicos que estarían mejor destinados asfaltando parques para botellones y comas etílicos. Otra confusión que me repatea es que porque el proceso técnico de matar a un miura lo hagan complejo lo llamemos arte. Confundimos al artesano con el artista, y al técnico con el artesano. Y los toreros no son ni artista, ni artesano, sino los matarifes con menos trabajo de la historia. Si tanto les gusta matar, que se vayan a Murcia, donde cada día cientos de inmigrantes africanos van a la infame factoría del pozo a mal asesinar a pobres cerdos, miles al día, según ellos mismos reconocen, y luego son tirados de nuevo a las calles de la ciudad. Esto, esta acumulación de hipocresía, de estupidez, de maldad, porque no merece ser llamada de otra forma, me hace querer dedicarle más que una columna, más que unos minutos. Pero de qué, por qué y para qué, y quién soy yo para creer que por desvariar cambiaré nada. Si acaso estaré mejor ficcionando e inventando mundos antes que combatiendo con la palabra a quienes se reproducen por meiosis y se olvidan de la fusión de los gametos.
Siempre habrá cosas que me alteren. Nunca se me dijo que el mundo fuera un lugar en el que no me sentiría alterado. No me siento agredido, porque por suerte no tengo el pellejo de cristal. Y reconozco que a veces debo aplicar la definición de inteligencia, pasar por encima de lo que me molesta, y a otra cosa. No se puede luchar en todos los frentes, ni hablar sobre todo, al menos se debe evitar, so pena de convertirse en un necio declarado.
Será que no hay temas, aitems que se le dice en inglés, de los que opinar y con los que encenderse. La invasión de suburbios en zonas forestales, el abuso de combustibles fósiles, la pérfida ignorancia de los que creen que hay que colocar un cadáver sobre el plato cada día, los expertos sobre todo, los que critican a los falsos expertos y, así, se suman a ellos, el ritmo incesante con el que parece que el sol girara alrededor de la tierra, trayendo mañanas de esperanzas falsas y llevándose, burlándose, de esa derrota con que nos tumba cada día, sin que deje pasar uno, sin que llegue la mañana fresca en que aprendamos a sentir la luz, escuchar los pájaros, no pretender, no engañarnos. Tantas cosas que me molestan, ahí, debajo del corazón, un puñal mal clavado que no termina de entrar pero que se deja sentir, amenazante, contundente y nudoso de tanto tiempo como lo llevo clavado sin atreverse a cortar del todo.
Porque no es que a veces no tenga nada que decir. O bueno, no es solo eso. Es que a menudo, más de lo que lo permite ese ser omnipresente personificado por twitter y los millones de voces átonas que golpean cuando siento que dentro no hay nada, a menudo no piensas en nada. Das otra pincelada, escuchas a Chopin, al ritmo al que tal vez se estrella un coche, o se eleva la temperatura del planeta, o tal vez muere algún inocente y otro, que ha tenido la suerte de escapar, prepara un argumento que estaría mejor en el olvido. Y qué matrioshkas más graciosas me van quedar, casi sin defectos psicológicos colaterales. Solo espero que si alguna de mis basuras algún día les parecen a alguien de merecer, no vayan a validar todas las tonterías que dije desde el día que nací, hasta ese en que me iré.
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