En mi vida literaria (tengo otra, una cara B, como en los discos de vinilo) una de las cosas que más me gusta es compartir un rato con asociaciones literarias y clubes de lectura que, en realidad, son clubes de lectoras, porque las mujeres nutren mayoritariamente sus filas, lo que convierte a estas entidades en motores emocionales de la literatura.
De chico, sentía un miedo enorme y a la vez una irrefrenable atracción hacia las chapas rojas colocadas en estaciones de alta tensión que ponían No tocar. Peligro de muerte, en las que un hombre era fulminado por un rayo. Temeroso, las tocaba —por supuesto–, esperando el fatal calambrazo. Pues bien, ser invitado a un club de lectura es lo más parecido a una benéfica descarga eléctrica. Supone una desfibrilación para un escritor.
A veces hay hombres que, como polizones, se integran en esos clubes, lo cual les viene muy bien para escuchar de labios femeninos las exposiciones de sus preferencias librescas. Las mujeres son mucho mejores que los hombres en buscar conexiones emocionales a través de la palabra, en compartir experiencias y sensaciones producidas merced a la lectura, en sentir la necesidad de exteriorizar algo que les ha conmovido, disgustado o hecho pensar.
La bielorrusa Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, me fascina por su capacidad para reproducir las entrevistas de sus cientos de entrevistados con abrumador lirismo, por reconstruir historias de sobrecogedora densidad emocional y por escoger temas de vida y muerte donde la visión de la mujer es fundamental. La Academia sueca, tan chiripitifláutica a veces en los últimos años, acertó de lleno al premiar a una autora que demuestra que la crónica periodística constituye una literatura de alta calidad.
Me he leído cinco libros de ella casi en estado de trance. La magnífica serie Chernóbil está basada en su libro Voces de Chernóbil, aún mejor que el producto televisivo y muchísimo más dramático, ¡dónde va a parar! Por ejemplo, pocas veces he leído historias de amor tan trágicas y maravillosas como las que relatan las esposas de dos bomberos (liquidadores, en el lenguaje técnico soviético) que intentaron apagar el fuego tras la explosión de la central nuclear. Similares historias desgarradoras de amores perdurables —capaces de atravesar el tiempo— aparecen en el resto de su obra, donde entresaco La guerra no tiene nombre de mujer (Debate, 2015), compuesto por historias de mujeres de diferentes edades que vivieron en primera persona la Segunda Guerra Mundial o lo hicieron a través de los recuerdos de sus familiares de la volatilizada URSS.
La obra de Svetlana Alexiévich es deudora de la gran literatura rusa del XIX y XX, y una característica suya que me interesa especialmente es que siempre está presente la Historia Contemporánea, a veces como lastre personal, a veces como herencia benefactora. Su poderosa narrativa deja en el lector un regusto a tragedia griega y a una épica que reside en las vidas anónimas, o al menos, en personas que rara vez alcanzan notoriedad.
La historiadora Mary Beard me gusta por diferentes motivos. Ella no escribe ficción histórica, sino que su actividad profesional se ciñe a la historia y a su divulgación a través de libros, artículos de prensa, conferencias, entrevistas y programas televisivos. Su punto excéntrico, su excelente oratoria y su carisma le han granjeado una merecida popularidad e influencia entre los lectores de Historia, entre otras cosas por la originalidad de sus planteamientos en libros como El triunfo romano, SPQR, La civilización y la mirada, y en el ensayo Mujeres y poder: Un manifiesto. Como piensa con brillantez y claridad no necesita adensar artificialmente su escritura con neojerga pseudocientífica hasta hacerla ininteligible (como hacen muchos colegas), lo que convierte su lectura en un placer intelectual. Su visión feminista de la historia está bien fundamentada, y el espíritu de su obra se condensa en su frase «la Historia es un diálogo entre el pasado y el presente». Cualquiera de sus libros puede emparentarse literariamente con las novelas de Colleen McCullough.
La polaca Olga Tokarczuk ganó el Nobel de Literatura en 2018. Compré Los errantes, y de inmediato me cautivó ese libro difícil de encasillar (y que descoloca a los ortodoxos de mentes burocráticas). Los errantes es un cruce histórico de Europa Occidental y Oriental donde, en una estructura doble, emplea alternativamente capítulos de autoficción y capítulos históricos en los que el tema principal es el viaje, lo que origina una literatura de vasos comunicantes entre los tiempos pasados y actuales. Los fragmentos de su vida viajera me atraen, pero aún más tres historias ambientadas en épocas pretéritas: la de un médico del siglo XVIII que inventó un método de preservación de cadáveres y reunió la mejor colección anatómica de Europa; la del corazón viajero de Chopin una vez muerto el músico; y la de la hija de un fiel servidor negro de Francisco I, que reclamaba al emperador austriaco la devolución del cuerpo disecado de su padre, exhibido en un gabinete de curiosidades.
Hilary Mantel llegó a mí gracias a la portada de Una reina en el estrado, la segunda parte de su trilogía de libros dedicada a Enrique VIII. Leí la contraportada, compré la novela, me senté en un restaurante esperando a que llegase mi mujer, pedí una copa de vino y, poseído por la lectura, se me olvidó tomar un sorbo hasta que llegó ella. En mi vida había leído nada tan arrollador y lento, como un río de suaves meandros que se desborda en una repentina crecida.
Las otras novelas históricas suyas, En la corte del rey lobo y El trueno en el reino son asimismo un festival literario. Su voz narrativa tiene una evidente impronta shakespeareana por el tratamiento psicológico de los personajes, los dramones que viven y la omnipresencia de las ambiciones. En mi opinión, las escritoras se diferencian de los escritores en poseer una fabulosa capacidad para la observación de detalles, en la valoración de emociones en la toma de decisiones de sus personajes y en saber comprimir en un breve párrafo la resolución de un conflicto personal. Todo ello está presente en la trilogía del rey Tudor. En la literatura de Hilary Mantel la ambientación histórica es perfecta, pero apenas se nota para no estorbar el avance de la trama, evidenciando que los grandes autores priorizan el elemento literario, mientras que los mediocres se amparan en el predominio de la historicidad como sustento de su prosa vulgar. Hilary Mantel, convertida en un fenómeno de crítica y ventas en Gran Bretaña, demuestra que las buenas novelas históricas hablan del presente a través del pasado (las malas hablan del pasado a través del presente), y se ha erigido en una renovadora de este género literario. A veces, para recordar la musicalidad de su escritura, cojo alguna de sus novelas, la abro por dónde sea (como un dadaísta) y leo en voz alta cualquier párrafo, que suena como una canción.
La danesa Anne Lise Marstrand-Jorgensen ha escrito recientemente Hildegarda (Lumen, 2021) una novela histórica que las reseñas al uso se emperran en denominar biografía novelada —considero un demérito conceptuarla así—. La novela trata sobre una originalísima monja altomedieval de familia rica que experimentaba visiones místicas y escuchaba voces en su interior, describió el orgasmo femenino, tenía inclinaciones botánicas, era una defensora de la mujer —dentro de la teocéntrica cosmovisión medieval— y descubrió las propiedades del lúpulo para la fabricación de cerveza (algo que a los cerveceros les agradará; no es mi caso: in vino veritas). Me gusta el estilo depurado y luminoso —de vidriera gótica— y la originalidad de su planteamiento narrativo.
Ahora dejemos los países nórdicos y viajemos al sur, a Italia, para montarnos en El tren de los niños (Seix Barral, 2020), de la napolitana Viola Ardone, una profesora de latín que quizá por su dominio de esta lengua escribe con matemática sencillez, con dominio del fraseo. El argumento se basa en un suceso histórico de raíz solidaria: una expedición ferroviaria que el PCI organizó en la inmediata posguerra para trasladar a miles de niños desde la empobrecida y devastada Nápoles a zonas del norte del país, donde los pequeños eran acogidos por familias durante varios meses para alimentarlos, vestirlos y llevarlos a mejores escuelas. La voz narrativa en primera persona de un niño le da a la novela el tono ingenuo exigido para que funcione, vaciándola de sentimentalismos ñoños, y la estructura de capítulos agrupados en diferentes años le otorga una adecuada visión de conjunto que permite abrochar la historia.
He dejado para el final el castillo de fuegos artificiales: Hamnet (Libros del asteroide, 2021), de Maggie O’Farrell. Leí la novela en estado de levitación —como un místico del Siglo de Oro—, algo que casi no me pasaba desde la remota lectura de Cien años de soledad. ¡Qué poderío, qué originalidad, qué todo! Se la recomendé a mi mujer, y tanto le impactó a María José —está prendada de Maggie— que se leyó otros cinco libros de la autora, de los cuales he leído dos, que me entusiasmaron y que exhiben una arquitectura narrativa impecable. Es una experta en plantear y resolver las pasiones, y su escritura de radical contemporaneidad tiene el humus de lecturas de clásicos que fertilizan la obra de todo gran autor. Hamnet es una exitosa novela histórica que le ha dado una vuelta de tuerca al género, demostrando que éste es mucho más que una mera recreación mimética del pasado.
Hamnet se basa en un hecho histórico contrastado: la pérdida del hijo de Shakespeare, fallecido de niño. El atrevimiento literario de la novela es que el dramaturgo no es el gran protagonista, sino su mujer. Es más, en ningún momento aparece el nombre de William Shakespeare, para bajar del pedestal al personaje. La capacidad de penetración psicológica de Maggie O’Farrell es similar a la de una de esas tuneladoras que horadan montañas para que pasen las autovías y tendidos ferroviarios. Hay numerosas escenas electrizantes, pero destaco dos. La primera es la de la muerte del pequeño, narrada desde la perspectiva de un juego infantil para burlar a la muerte que hace imposible evitar una borrasca en los ojos. La otra escena es la final, donde una inigualable épica consigue que la memoria y el amor trasciendan el tiempo convertidos en Hamlet, la obra teatral.
He cogido el mapa mundi para saltar de un país a otro y mencionar a escritoras extranjeras que han convulsionado la literatura y la historia en los últimos años, aunque hace algún tiempo que existe en España un interesante plantel de autoras de ficción histórica, de las que hablaré en otro momento.
Beatriz Giménez de Ory, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil 2021, en una entrevista en El Cultural dijo que «para crear lectores debemos vincular la literatura con el afecto». Esa es la clave. Cualquiera de las autoras citadas construyen pasarelas entre la cabeza y el corazón que garantizan el tránsito de las emociones en ambas direcciones, algo que ya hacían a la perfección los antiguos griegos, que en sus mitos y obras literarias reflejaban las pasiones sin descafeinar, al contrario de lo que ocurre en numerosas obras actuales por temor al Santo Oficio de la corrección política.
Muchas veces las cosas dependen de matices lingüísticos, en este caso de preposiciones. No me he referido a la literatura de mujeres o para mujeres, sino a la escrita por mujeres (es mi preposición favorita), de la que aprendo cada vez más, porque ilumina —no con una candela sino con un foco— el mundo cuando sobrevienen las tinieblas, y alumbra rincones en penumbra de la psique, como tan bien supo hacer Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano.
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