Imagen de portada: De la Tauromaquia de Goya, La Pajuelera.
Hay un plato en Madrid que hace al espectador que lo tiene delante muchas sugerencias. No hablamos del cocido madrileño, no. Hablamos de un plato de cerámica, antiguo e ilustrado, en el que seguramente nunca se sirvió ninguna sopa ni condumio alguno.
Este hallazgo, o reencuentro con el plato esmaltado, datado por el propio museo entre los años 1675 y 1700, fue analizado por el estudioso bejarano Gonzalo Santonja —admirable por su polivalente trabajo y dedicación profesional—, quien apostilla que el plato representa a “una mujer del pueblo, no a una noble”. En efecto, viste atuendo campero de mujer y monta a horcajadas, como lo hacen los hombres. “Monta un caballo espectacular”, de los buenos caballos que aportaba el empresario y que, en caso de triunfar, se le obsequiaba al caballero o amazona triunfador en el festejo. Pero —decimos nosotros— está claro que aquí no se trata de un espectáculo público. Lo evidencia el paisaje campestre que rodea a la caballista. Esta “parece una amazona consumada, porque está sacando al caballo con soltura y habilidad del trance, levantado de manos para sortear el encuentro con el toro”. Es evidente que parece experta en el arte de la equitación. Monta un caballo entero, no una jaca de paseo, un animal, pues, adulto, brioso y bien equipado. El toro está en puntas, lo que confirma que pertenece a una torada salvaje localizada en terreno libre. La esposa o hija del “cazador de toros” ha salido o a por carne —porque serán una familia de tablajeros, cortadores, carniceros— o la mujer caballista, armada de lanza, la lleva para defenderse ella misma y su caballo de las acometidas del toro salvaje, del toro libre, del toro criado en las diferentes toradas que existían en el territorio español, adonde acudían los especialistas para cazar un número determinado de toros para tenerlos dispuestos para las fiestas reales.
Se cuenta que el duque de Lerma, cuando la corte estuvo en Valladolid entre los años 1601 y 1606, tenía prevenidos alrededor de treinta toros y novillos, previamente cazados en las toradas libres. Recordamos que Daza dice que éstas se hallaban —criando toros de diferente bravura y tamaño— en parajes de Castilla la Vieja, Navarra, Castilla la Nueva, Andalucía, Extremadura y Aranjuez.
Deducimos por todo ello que el interesante plato de cerámica talaverana ilustrado conservado en el Museo Arqueológico Nacional, representa una escena de caza en la que interviene una mujer; no la participación de una mujer en una fiesta de toros.
Algunas mujeres, impulsadas por su propia condición y por su afán de superación, quieren ser más que mujeres y adoptan actitudes propias de los hombres. Por ejemplo, ser guerrilleras en tiempos de la mal llamada Guerra de la Independencia (Catalina Martín se hizo guerrillera después de la batalla del Moclín en Medina de Rioseco) o ser toreras, como hicieron algunas mujeres años después. Las guerrilleras prosperaron poco y las toreras tuvieron desigual fortuna, sin alcanzar el triunfo constante, más bien episódico.
Que algunas mujeres han querido hacer cosas que hacían los hombres, viene de antiguo. Hay un famoso romance, el de La doncella guerrera, muy extendido, que habla de la mujer que fue a la guerra vestida de varón. Incluso hemos conocido una versión infantil para acompañarse las niñas cantándolo mientras saltan a la comba. En resumidas cuentas es una historia (echamos mano de la versión simplificada infantil) ocurrida en Andalucía, que dice así:
“En Sevilla a un sevillano
siete hijas le dio Dios,
todas siete fueron hembras
y ninguna fue varón
A la más chiquita de ellas
le llevó la inclinación
de ir a servir a la guerra
vestidita de varón”.
Existe otro caso muy divulgado: el de la Monja Alférez. Ella se llamaba Catalina de Erauso y Pérez de Galárraga, nacida a finales del siglo XVI en San Sebastián y muerta en Méjico como soldado. Fue militar, monja y escritora, y abandonó su infancia femenina cambiándola por una picaresca adolescencia de hombre, cuyos vestidos adoptó permanentemente. Su padre la buscó por media España, y sabiendo que se encontraba en Valladolid, vino a esta ciudad y no la reconoció, aunque se vieron.
Bajo el epígrafe “Señoritas toreras”, José María de Cossío dedica un capítulo a las mujeres toreras en su Tratado Técnico e Histórico Los Toros. Lo incluyó en el primero de los tomos de tan seria colección histórica promovida, no lo olvidemos, por el filósofo José Ortega y Gasset en los años 40 del pasado siglo.
Las mujeres que hasta sus días, y a lo largo y ancho de la Historia, se han echado a los ruedos con mayor o menor fortuna, fueron muchas, pero ninguna obtuvo un triunfo prolongado. Más bien circunstancial. Por eso quizá Cossío no se muestra muy partidario de prestarle demasiada atención al asunto, dado el caso de que fueron muchas las mujeres toreras, pero ninguna destacó por echarle al espectáculo del que eran protagonistas más arte que valor, sino todo lo contrario.
Son muy significativos el par de párrafos, muy serios, con los que abre el capítulo: “Es indispensable consagrar algún espacio al toreo femenino, aspecto de la afición taurina curioso, expresivo y que se presta a consideraciones de cien linajes, pero que no debe pasar de los arrabales de la historia de la fiesta de toros. Si el figurar en ésta las más varoniles cualidades y los más graves valores morales es lo que la caracteriza, califica y ennoblece, mal pueden entrar en el área de la trágica pantomima la actividad de señoritas toreras que, en parodia o simulacro de toreo, han pretendido emular las proezas taurinas de los hombres por las que la fiesta adquiere jerarquía”.
Contundente don José María. Hoy sería duramente criticada su libertad de expresión.
El capítulo XV del libro de Josef Daza Arte del toreo, de 1778, se titula “Noticia de varias señoras y otras particulares mujeres españolas que han toreado con aplauso”. Empieza citando a Nicolasa Escamilla “La Pajuelera” (Daza escribe Pajotera), de Valdemoro (Madrid), grabada por Goya en su Tauromaquia, de la que dice que cantaba mientras toreaba a caballo o picaba al toro, como decía el Padre Feijoo que hacían las tropas españolas cuando entraban en combate.
Hemos de reconocer que después de la publicación en 1861 del libro Viaje por España de Charles Davillier, autor de los textos, y Gustavo Doré, de los dibujos ilustrativos, la fama de las mujeres toreras fuera de España acreció notablemente, pues Doré sacó un dibujo, archidivulgado, de la torera andaluza Teresa Bolsi, vestida para bailar danzas de la escuela bolera más que para torear.
Cuenta después el varilarguero Daza, que una mujer sevillana, antes de ingresar como monja en un convento, “se divirtió toreando becerros vestida con el santo hábito, acompañada de varias seglares y diversos caballeros, en un patio”. De este modo dice que actuaron también en Castilla la Vieja las hijas del conde de Rivadavia en sus haciendas del campo. Cita a renglón seguido otros casos de señoras andaluzas que toreaban a caballo y remata el capítulo recordando el caso de una sobrina suya, Rosalía de Morales, que vivía en la calle por donde pasaban los toros que eran trasladados desde la ganadería a los chiqueros de la plaza, y salía a su encuentro para darles un pase con su mantilla.
No parecen estos los casos de mujeres toreras por voluntad propia, sino de mujeres valientes que en un momento dado juegan con la bravura de un toro sin ánimo de lidiarlo para dar espectáculo. Entendemos que Daza quiere decir que la mujer puede tener tanto valor como un hombre para enfrentarse a las acometidas de un toro, y no se echa para atrás.
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