Raquel Welch, eternamente joven, Hace un millón de años.
Debería escribir sobre Raquel Welch. Un mito erótico, una sex symbol, una actriz, una mujer, una madre de dos hijos y seguro que muchas otras cosas más, además de las evidentes. Muchos lustros antes de que conjugáramos el verbo cosificar, fue apodada «El cuerpo». Ahora que acaba de morir, las redes se han colapsado con cientos de fotografías suyas. La mayoría la muestran joven, arrebatadora, bellísima. Y muchos han elogiado su espléndida madurez y vejez. Pero en nuestro recuerdo perdura eternamente joven, en Hace un millón de años. El siglo pasado, en 1982, la despidieron de una película, Cannery Row, porque era demasiado mayor para el papel. Sólo tenía 41 años. Ha muerto con 82.
Debería escribir sobre el atractivo y el poderío de las mujeres maduras, pero sólo me apetece copiar estas palabras de Patricia Highsmith:
«La madurez desciende como una tarta que se viniera abajo lentamente, envolviendo al individuo, entumeciéndole las piernas, haciendo que le sea difícil caminar. La madurez hace que uno mire un paisaje nuevo y diga: “Bueno, no está mal, no está bien, pero no sabría qué cambiarle.” La madurez te empuja a hacer toda clase de concesiones, te lleva a perdonar las cosas equivocadas (porque otras personas maduras lo hacen), te vuelve demasiado sensible para intentar hacer lo difícil. Te empuja a dejar de intentarlo prácticamente todo, porque has tenido tiempo de ver algo parecido, mejor hecho, en alguna parte. Lo peor de todo: la madurez destruye el yo, y te hace ser como todos los demás. A menos, claro, que tengas el buen juicio de volverte excéntrico. La madurez por otra parte te lleva a ver tantas opiniones y razones para todo (una forma de verdad, sin duda) que la respuesta directa se torna imposible, incluso a las cosas que merece la pena responder directamente».
Qué imagen. Una tarta que se desploma. Qué triste.
Aspiro a poco. Soy una mujer madura. Lo mejor ya ha pasado, quizá. O no. Aspiro a mirar como miraba Patricia Highsmith. Y a escribir párrafos como el anterior, extraído de sus Diarios y cuadernos, aunque no creo que la madurez destruya el yo ni que sea necesario recurrir a la excentricidad.
Un mundo ajeno late dentro de mí. Por eso escribo.
No pretendo ser original. Me conformo con acertar de vez en cuando, aunque sea por suerte más que por talento. Me conformo con acercarme al acierto, sin certezas, me conformo con tantear, me basta con acariciar, con rozar con la yema de un dedo algo real, algo cierto, verdadero, con rozarlo me basta. Pido poco para mí, porque es demasiado.
Pido poco, ay, pero mis sueños me desvelan. Porque sueño a lo grande.
«Lo mejor que uno puede desear para el año nuevo son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales y cualquier embrollo imaginario en noches suaves, de forma que la costumbre no te someta a una vida anodina», escribió Manuel Vicent en El tiempo, columna publicada en El País un principio de año, hace ya trece.
Los sueños imposibles son plegarias no atendidas.
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