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Mudanza, un cuento de Alfonso Arribas - Zenda
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Mudanza, un cuento de Alfonso Arribas

‘Une journée de Mars’, John Little El mundo, a veces, es desolador. No hay una ciudad que no comprenda grandes áreas de población precarizada, cinturones periféricos, barrios olvidados, ensanches dormitorio, arrabales. La vida, a veces, demasiadas veces, es triste, gris, injusta, violenta. Desangelada. Y la literatura también tiene la obligación de mostrarlo. Este mes de...

‘Une journée de Mars’, John Little

El mundo, a veces, es desolador. No hay una ciudad que no comprenda grandes áreas de población precarizada, cinturones periféricos, barrios olvidados, ensanches dormitorio, arrabales. La vida, a veces, demasiadas veces, es triste, gris, injusta, violenta. Desangelada. Y la literatura también tiene la obligación de mostrarlo.

Este mes de junio la sección de la Escuela de Imaginadores va a hacerse cargo de este cometido, a través del inquietante relato «Mudanza». Su autor, Alfonso Arribas, es de pocas palabras, las justas. Prefiere que el lenguaje se ciña a los hechos y que no edulcore la realidad con adornos ni artificios. Y a estos principios se ajusta, con minuciosa precisión, en sus cuentos.

******

Mudanza

Molly estaba en el cuarto de baño, afeitándose las piernas con la maquinilla de su padre. Al terminar, aclaró con agua los pequeños cortes que se había producido y luego se miró en el espejo de cuerpo entero colgado de la puerta. Iba a pasar con Hugo la tarde del sábado en uno de los cines del centro y quería estar presentable. Cuando llegó, Molly, que llevaba tiempo buscándole con la mirada desde la ventana, salió a su encuentro antes de que se acercara a la casa y le sonrió, sin decir nada. El chico, durante un momento, observó la puerta cerrada por la que ella había salido y luego le cogió de la cintura. Cuando estuvieron a cierta distancia, tras recorrer unos metros del estrecho cordón de tierra que bordeaba el canal y las paredes de ladrillo de la parte trasera de los almacenes cerrados, se detuvieron junto a la cerca metálica que protegía la entrada a un solar y se besaron.

***

Molly cambió de postura en el asiento de terciopelo desgastado y lleno de manchas del vagón de tren e hizo una pregunta a Hugo:

—¿Puedo elegir la película? —Lo preguntó a sabiendas de que él no tomaría en consideración sus preferencias.

—Esta vez, no. No quiero perderme una de miedo de la que mi hermano me ha estado hablando toda la semana. Fue a verla con su novia y ella se salió a la mitad porque casi se mea encima —respondió. Se había acomodado frente Molly con los pies subidos en el asiento y la cara pegada al frio cristal de la ventanilla.

La chica le miró con devoción. Le gustaba su perfil de pájaro y el mechón de pelo castaño que le cubría la frente; pero sobre todo le gustaba su nariz, torcida desde que se la rompieran en una trifulca. Hugo se planteó pasar por el quirófano para que se la enderezaran, pero Molly y los demás colegas le persuadieron para que dejara las cosas como estaban, porque creían que el nuevo aspecto de su cara le hacía parecer mayor y rudo, así que desistió.

***

Hugo había pasado el brazo por los hombros de Molly y, sin apartar la vista de la pantalla, intentaba meterle la mano por debajo del vestido, pero ella contenía las tentativas agarrándole por la muñeca. La película no estaba resultando ser tan buena como le había contado a Hugo su hermano. Los organismos mutantes eran de cartón piedra y los filamentos con los que atrapaban a sus víctimas parecían los cordones de un zapato viejo. Antes de que las luces se encendieran estaban cansados de aquel decepcionante espectáculo en tecnicolor y abandonaron la sala.

Se abrigaron en el mosaico rosado del suelo del vestíbulo. Detrás de los escalones de mármol que descendían a la acera, el sol había dejado de brillar y las calles seguían barridas por el viento. Molly había prometido volver a casa antes de las nueve, pero aún quedaba mucho tiempo por delante. Salieron y empezaron a caminar. Fueron dejando atrás las calles comerciales y los portales cerrados de los edificios. Anduvieron hasta que casi toda la ciudad quedó a su espalda y dio comienzo un parque, donde habían instalado una construcción que no conocían: se trataba de un barracón hecho de materiales prefabricados, sostenido sobre pilares de madera. En lo alto, un cartel anunciaba una exposición de reptiles y otros pequeños animales acuáticos. Se accedía por una explanada de tierra que hacía las veces de aparcamiento improvisado para los coches.

—¿Podemos entrar? —Molly supuso que la mujer que apareció por la ladera de la parte posterior del barracón tenía algo que ver con aquello y le hizo la pregunta.

—No lo sé. ¿Queréis entrar? —respondió la mujer. A pesar de la baja temperatura, llevaba puestos un jersey y una falda de tela fina e iba calzada con sandalias. Con una de sus manos sujetaba una cometa que cabeceaba entre las corrientes de aire, en lo alto, al otro extremo de un carrete de nylon verde.

—Desde luego que sí, pero solo si no cuesta nada —intervino Hugo.

La mujer tiró del hilo hasta que la cometa se mantuvo estable, amarró el mango en el poste de una baliza de señalización de obras y desapareció por la ladera.

Los chicos se quedaron mirando la cuerda tensa y la tela que se inflaba, sobre sus cabezas, sujeta al armazón de bambú. Allí arriba, en la distancia, la cometa parecía un reproche de colores estampado en la monotonía de la tarde.

Cuando la mujer regresó llevaba un abrigo color celeste sobre los hombros y un par de tickets en la mano.

—Tomad, el acceso es gratis —dijo, cuando les ofreció las entradas—. Procurad manteneros a una distancia prudente de los bichos de ahí dentro. Si os acercáis demasiado puede que el día no termine bien.

A ambos lados de un corredor con el suelo de grava, pequeños neones de luz verde iluminaban una fila de terrarios. Olía a algo cálido e indescifrable. Hugo pegó la nariz al cristal, por donde intentaban trepar un grupo de pequeños grillos, y lo lamió.

—Menudo festín te vas a dar, colega —dijo, dirigiéndose a uno de los Gecko leopardo que reposaban adormilados en el interior.

Siguieron adelante echando un vistazo desinteresado a las urnas empotradas en rocas artificiales. El corredor se convertía en un pasillo que se abría en ángulo recto a la derecha. Al comienzo de este, colgado de la pared, un panel rectangular mostraba la imagen, el nombre y el mapa con el hábitat natural de las especies exhibidas. A continuación, un par de espejos distorsionantes de cuerpo entero descansaban apoyados en la grava.

—Mira, parezco un poste de la luz —dijo Hugo. Se miró en la superficie ondulada de uno de ellos y estiró el cuerpo.

—No estamos nada mal así —respondió Molly a su lado. Se detuvo en su imagen alterada y añadió—: Ahora soy una rama larga plantada en el suelo.

Hugo acercó su cara a la de la chica y la besó. Retiró la cabeza y echó un vistazo alrededor. Estaban solos. La escasa luz que llegaba hasta ellos procedía de la cortina de plástico grueso y sucio de la salida. La empujó contra una de las paredes y siguió besándola. Molly, sorprendida, quiso zafarse, pero él se bajó los pantalones, le subió el vestido y le apartó la ropa interior.

—¡Vámonos, vámonos! —susurró ella, girando la cabeza a los lados ante el temor de que apareciera alguien. Cerró los ojos cuando sintió una quemazón dolorosa entre las piernas y, al abrirlos de nuevo, se fijó en el espejo de enfrente, que reflejaba la imagen desfigurada de ambos decenas de veces, formando una hilera repetitiva que se interrumpía al alcanzar el horizonte.

Antes de llegar a la estación se comieron unos bocadillos apoyados en el mostrador de un pequeño local, decorado con un par de mesas de contrachapado con jarrones llenos de flores de plástico sobre ellas y láminas arrugadas y sucias de deidades indias sujetas con grapas a la pared.

—Entonces, ¿ahora soy tu novia? —le preguntó Molly cuando volvió del pasillo que conducía a los servicios. Se había limpiado con un trozo de papel empapado en agua los restos de sangre y secreciones que se le habían quedado adheridos a los muslos.

—Bueno, sí, pero por ahora no se lo diremos a nadie —respondió él. Cogió un bote de salsa y lo estrujó sobre los restos del bocadillo. Luego se quedó mirando las flores de plástico del jarrón como si buscara entre los pétalos rotos algo valioso que acabara de perder.

Durante el viaje de vuelta en tren apenas cruzaron un par de frases.

***

Molly estaba sentada en un muro de caliza marrón cubierto de líquenes, frente al descampado donde ardía un coche abandonado. Hugo y sus amigos le habían prendido fuego y miraban cómo la pintura formaba ampollas grises sobre el metal retorcido.

—¿No te parece bonito el espectáculo? Me vuelven loco los incendios —dijo Hugo, que había vuelto a su lado. Olía a humo y gasolina.

—Deberíamos irnos ya, ¿no crees? —le respondió ella. Tenía las manos sobre los genitales, que sentía doloridos.

—Desde luego, pero antes quiero que me acompañes. Tengo que hacer una cosa —le agarró del brazo y tiró de ella hasta que estuvieron cerca del vehículo en llamas.

Molly vio el resplandor del fuego abrirse paso en las pupilas del chico y volvió a parecerle guapo.  «Ahora estamos juntos y no va a contar por ahí lo que ha pasado», pensó.

Se despidieron de los otros, que habían empezado a saltar por encima del coche y llevaban prendidos diminutos tizones brillantes en la ropa.

Cuando llegaron al otro lado del canal, tras atravesar un puente con forma de herradura, Molly miró alrededor algo confundida.

—No he venido nunca por aquí —le dijo a Hugo.

—No te preocupes. Sé muy bien dónde estoy. Ya casi hemos llegado.

Dejaron atrás un par de casas abatidas por la piqueta, un camino a medio asfaltar y se encontraron de frente con un cinturón de bloques de pisos.

—Tenemos que volver —dijo ella cuando estuvieron bajo la luz de la farola que pretendía iluminar la entrada de uno de los edificios sin conseguirlo del todo.

—¿Qué te pasa? ¿Ya no confías en mí? Voy a subir un momento, es todo lo que voy a decirte y todo lo que tienes que saber. —Le dio un beso y desapareció en el zaguán.

La hora de regresar a casa había pasado hacía rato, pero Molly no se decidía a marcharse. Durante unos momentos revivió la calidez que emanaba de su habitación: los olores reconocibles, los objetos que contenía y era capaz de enumerar con los ojos cerrados, las muescas labradas en el marco de la puerta que informaban a quien se detuviera a mirarlas del crecimiento de su cuerpo los primeros cinco años de vida…

Del otro lado de la carretera por la que habían venido surgieron las luces de un par de faros, que se fueron agrandando hasta detenerse en el aparcamiento vacío. Se abrieron las puertas en la parte trasera de un pequeño camión y saltaron dos hombres.

—Deberíamos haber pedido más dinero por hacerlo de noche —dijo uno de ellos.

—El problema es que no aceptas ver en lo que te has convertido —le respondió el otro con sorna.

Los hombres se callaron cuando vieron a Molly. Uno de ellos se acercó a ella:

—¿Qué haces en este sitio? ¿Te has perdido? Si todavía estas aquí cuando terminemos te podemos llevar a casa.

El hombre se había acercado tanto a la chica que esta percibía el olor ácido de su cuerpo.

—Estoy bien, no te preocupes. Mis amigos están arriba —Molly se fijó por primera vez en el rótulo que ocupaba uno de los laterales del camión. Decía: Servicio de portes y mudanzas. Al volante, vio la figura de un hombre con la cara iluminada por la luz del cuadro de mandos.

—¡Vamos, deja la cháchara y muévete, Said! —dijo el hombre que se había mantenido lejos de ella.

—Al viejo que vivía en uno estos pisos de arriba se lo han encontrado frito y unos tíos que dicen ser familia se trasladan mañana. Cuando descerrajaron la puerta, debido al olor y eso, sus perros estaban tan enloquecidos que tuvieron que tirarlos por la ventana para poder llevarse el cuerpo del viejo en camilla. Por eso estamos aquí, ¿sabes? —le reveló Said a Molly antes de volver al camión.

Los dos hombres empezaron a apilar en la acera cajas de cartón y muebles. La chica volvió a mirar la figura del hombre sentado al volante, ahora borrosa por la condensación de vaho en los cristales, y experimentó una sensación cercana al pánico. Decidió no esperar más y entró en el bloque para reunirse con Hugo.

Subió varios pisos sintiéndose culpable por su miedo y por desobedecer a su reciente pareja; pero dejó de lado esa sensación cuando, detrás de una de las puertas, mezclada con el volumen de la música y el ritmo quebrado de una conversación mantenida en voz alta, creyó reconocer su voz.

—¿Qué buscas aquí? ¿Te conozco? —le preguntó a Molly el hombre que abrió la puerta. Exhibió una sonrisa a la que le faltaba un incisivo.

—He oído hablar dentro a mi novio. Me he cansado de esperarle en la calle. ¿Puedes pedirle que salga?

—Lo lamento por ti. Debe ser horrible perder un novio, pero aquí no lo vas a encontrar. —Estaba apoyado en la jamba mientras hablaba. Un instante después, volvió la cabeza y chilló—: ¡Mira lo que nos ha traído la noche, Magnus!

Magnus apareció al fondo del pasillo. Iba envuelto en una bata larga de color impreciso y llevaba un gran apósito manchado de sangre reseca en un lado del cuello. Cuando estuvo a la altura de su compañero, cruzó con él una mirada y le susurró algo.

—Mi amigo dice que le gustas. Tiene razón, eres muy atractiva para tu edad. Si quieres divertirte has elegido el sitio correcto. —Le agarró fuertemente del brazo e intentó arrastrarla al interior.

—¡Pero ¿qué haces?! ¡Os voy a denunciar a los dos! —Molly se soltó y empezó a correr escaleras abajo.

Magnus empujó a su compañero y salió en su persecución. La chica le llevaba suficiente ventaja como para llegar antes que él al portal y perderse en la densidad de la noche; pero al llegar a un tramo inferior de la escalera el enorme frigorífico que habían depositado allí los hombres de la mudanza le bloqueó el paso. Magnus se detuvo un par de escalones por encima de ella, se sujetó con su mano áspera el apósito sucio del cuello y emitió una especie de gruñido.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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