En el año 1500 se dibujó un mapa excepcional, propiciado por las expediciones de las Naos del Reino de Castilla al Nuevo Mundo. Aquel mapa espoleó suspicacias y ambiciones a partes iguales. La nueva novela de Montserrat Claros, La carta de Juan de la Cosa, se adentra en aquel extraordinario episodio histórico, y en la posición que sostuvo Leonardo Da Vinci frente al acontecimiento.
—Cuéntanos, ¿cómo nació esta obra? ¿Cómo te documentaste?
—Susana, antes de contestar, quiero darte las gracias por otorgarme la oportunidad de hablar de mi nueva novela en territorio Zenda. Dicho esto, te respondo a la pregunta. La Carta de Juan de la Cosa nació por el interés que me suscitó el estudio de mapas portulanos, y de la cartografía en general, que tuve que hacer cuando estaba escribiendo mi anterior novela, El periplo del talismán. En ella, los personajes que eran colegiales del Real Colegio Náutico de San Telmo de Málaga se preparaban para convertirse en Pilotos de la Real Armada manejando cartas de toda índole. Cuando acabé la novela me quedé enganchada con la cartografía. Seguía leyendo sobre ello. Anteriormente a todo esto, yo había tenido la suerte de ver expuesta la Carta de Juan de la Cosa en el Museo Naval de Madrid. Es casi siempre lo primero a lo que me acerco a mirar cuando visito el Museo. Y desde luego, sabía que esa obra era la joya de la corona de la Cartografía española, porque es el primer mapamundi en donde aparecen las costas americanas, y además dibujado por un testigo presencial del Descubrimiento. Cuando ahondé un poco en la historia de esa Carta, supe que tenía una línea argumental que desarrollar. Que aquel acontecimiento merecía una novela. Y el viaje ha resultado fascinante. La documentación que he manejado para escribirla ha sido extensa. Desde ensayos, tesis doctorales y facsímiles de documentos sobre la creación de la Armada de Flandes y la Casa de Contratación de Sevilla, hasta el estudio histórico de algunos de los centros neurálgicos de poder del 1500 como lo fueron Portugal, Flandes o la República de Florencia.
—Cuando Juan de la Cosa realizó este mapa, ¿ya se sabía que América era un continente nuevo? ¿Lo sabía nuestro cartógrafo?
—¡Qué más quisiera yo que saber lo que se le pasaba a Juan de la Cosa por la cabeza mientras dibujaba la Carta! Los historiadores afirman que la reunión que tuvo lugar en 1504 en la ciudad zamorana de Toro, en la que el obispo Rodríguez de Fonseca convoca a todos los capitanes de la Casa de Contratación tras la muerte de la reina Isabel, se desarrolla una importantísima asamblea en la que se concluye que deben superarse las tierras descubiertas para continuar el periplo hasta las tierras asiáticas de las especias, por lo que podemos deducir que aquellos hombres tenían claro que esas nuevas tierras se interponían entre Europa y Asia. Y Juan de la Cosa dibujó el famoso mapa en 1500. No creo que tuviese ninguna certeza, en ese momento, respecto a la posibilidad de que estuviesen ante el hallazgo de un nuevo continente. Pero era un excelente cartógrafo. Creo que él tenía sus propias convicciones, y algunas de ellas aparecen en la novela. El reino de Castilla siguió insistiendo en trazar una ruta por el oeste para alcanzar las Molucas o Islas de las Especias, buscando un paso entre el océano Atlántico y el Pacífico. Esa ruta lograron abrirla Fernando de Magallanes y Juan Sebastián de Elcano, convirtiendo ese periplo en la primera vuelta al mundo, de la que se cumplen ahora quinientos años. Por epopeyas como esa, y por otras muchas que jamás celebraremos, España es los Rolling Stones en los escenarios de la Historia. Los Rolling, con sus luces y sus sombras, te pueden gustar más o menos, pero es un hecho incontestable que, a pesar del paso de los años, son estrellas rutilantes. Pues con España pasa lo mismo. Es una nación muy antigua y rutilante, absolutamente relevante e imprescindible para entender los acontecimientos del mundo en los últimos quinientos años. Te puede gustar más o menos, pero es, también, un hecho incontestable. Por razones como estas España se convirtió, muy pronto, en esa niña empollona de la clase a la que se le hace bullying desde todos los frentes. Porque siempre ha destacado. Y eso no se le perdona a nada ni a nadie. Y es más, desde el punto de vista naval, la mayoría de los héroes ingleses y holandeses lo han sido en tanto en cuanto fueron capaces de infligir algún daño a la corona española. Ejemplos de esto que te digo son el mismísimo Nelson, Francis Drake o el holandés Piet Hein, por citar algunos. Porque, durante siglos, la hegemonía la ostentaba la Real Armada española al servicio de los logros que se iban consiguiendo. Los demás iban a rebufo y chupando rueda, pirateando y saboteando todo lo que podían a las flotas españolas. Pero fuimos los españoles los que abrimos rutas comerciales codiciadas por medio mundo, los que invertimos en infraestructuras a miles de millas de Sevilla o Cádiz, y los que fundamos decenas de universidades por todo aquel indómito e inexplorado nuevo continente que Juan de la Cosa pintó en verde sobre su famosa Carta. Así que a todas esas naciones que históricamente fueron enemigas de España no les quedó otra que inventarse la famosa leyenda negra para intentar deslucir la Historia de una nación legendaria. Lo más triste del asunto es que los mismos españoles se la han creído.
—¿Sobre qué diarios y portulanos trabajó Juan de la Cosa para realizar la Carta?
—La cantidad de documentación que manejó De la Cosa para confeccionar el mapamundi fue enorme, desde su propia cartografía y sus diarios de a bordo, realizada y escritos durante los viajes que realizó a las Indias, hasta la información que recabaron expedicionarios como Américo Vespucio, Vasco de Gama, Guerra Niño, Ojeda, Diego de Lepe o Yáñez Pinzón. Pero, además, contaba con documentación recopilada por portugueses e ingleses.
—He estado mirando el mapa y me llama la atención el contraste entre la parte derecha, que apenas muestra color, y en cambio todo lo que se refiere al Nuevo Mundo es de un llamativo verde esmeralda. ¿Por qué crees que es?
—Ese verde esmeralda que cubre toda la superficie que representa el Nuevo Mundo en la Carta de Juan de la Cosa representa lo inexplorado. Es el verde de lo indómito. Ese enorme lugar aún no tiene nombres propios. Sin embargo, la parte derecha del mapamundi está dibujada a modo de los mapas portulanos medievales. Fortalezas, baluartes, reyes, banderas y un largo etcétera de símbolos y nombres cubren Europa, África y lo que se conocía de Asia. Yo quiero pensar que no hay color de fondo en esa parte de la Carta para poder resaltar en ella la cantidad ingente de señas de identidad que identifican el estatus histórico, geográfico y económico de cada lugar representado. El color neutro del pergamino facilita el fondo para dibujar en él esa miríada de trazos de color que debían ser fácilmente reconocibles.
—¿Qué detalles o símbolos te llaman más la atención de este mapa?
—No sabría qué decirte a eso. Yo contemplo la Carta como un todo, como una obra de arte completa que hay que admirar en conjunto. Porque es eso, una obra artística realizada con las mismas técnicas, materiales y habilidades que usaban los artistas para dibujar las ilustraciones miniadas en los códices o manuscritos. La Carta de Juan de la Cosa no sólo muestra la geografía física de la Tierra conocida hasta entonces, sino que fue un medio de plasmar y mostrar el mundo natural, la relevancia política y económica de cada región y también su carácter cultural. Es una enciclopedia dibujada en un pergamino hecho en piel de vaca. Juan de la Cosa no sólo era un experimentado navegante y un excepcional cartógrafo. También fue un artista plástico consumado.
—¿Hubo otras cartas universales antes de ésta?
—La de Juan de la Cosa se reconoce como la primera que incluye las costas recién descubiertas del Nuevo Mundo, dibujada en el año 1500 en el Puerto de Santa María. Y se cataloga como la segunda la que dibujó Hans Waldsemüller en 1507.
—¿Fue con las expediciones de finales del siglo XV cuando se inicia la navegación astronómica? ¿Cómo se orientaban antes de existir las cartas los primeros navegantes?
—Si entendemos por navegación astronómica la que usa los astros como referentes para determinar los rumbos, ese método es tan antiguo como la navegación en sí misma. Ahora bien, no es lo mismo realizar una navegación de cabotaje, es decir, siguiendo la línea de la costa sin dejar de ver nunca el litoral, cosa que hicieron los europeos durante siglos, y otra muy distinta aventurarse en un océano. En los siglos XV, XVI y XVII los navegantes tenían un problema enorme a bordo para calcular la posición de las naves durante la travesía del Atlántico. Conseguían determinar con exactitud la latitud, pero eran incapaces de calcular con precisión la longitud, es decir, la distancia al puerto base en dirección este u oeste. Para señalar correctamente la longitud de un navío es imprescindible llevar una medición del tiempo a bordo, y en esos siglos el tiempo no se podía medir en un barco. El tiempo se estimaba. Lo cantaba un grumete que le daba la vuelta a una ampolleta, una especie de reloj de arena, cada media hora. Ya te puedes imaginar el rigor que implicaba esto. No sólo dependía de la atención del grumete, sino de los materiales y condiciones de esa ampolleta en una nao del siglo XVI. Esta ampolleta inexacta la usaban para estimar el tiempo transcurrido en un recorrido concreto, que anotaban en el diario de navegación, junto a la velocidad del navío medido con una corredera. Con estos datos, sumados al rumbo que seguían valiéndose de una brújula, de la ballestilla y el astrolabio, podían estimar, solo estimar, el lugar en el que se encontraban. Te aseguro que hay miles de barcos de aquella época, hundidos en medio mundo, porque esas estimas fueron erróneas. O bien se perdían y jamás encontraban la isla ansiada o encallaban en lugares que nadie había cartografiado aún. Arribar a destino era una auténtica proeza. Pero aquellos marinos sabían mucho de mareas y vientos. Esos conocimientos les ayudaban a llegar al lugar que necesitaban. Aquellas navegaciones fueron heroicidades sin precedentes hasta que John Harrison inventó un cronómetro transportable a bordo de las naves, a mitad del siglo XVIII. No solo revolucionó la navegación sino también la ciencia cartográfica, que fue mucho más exacta. Alejandro Malaspina ya llevaba estos cronómetros de Harrison en las corbetas de la Real Armada cuando partió de Cádiz en 1789 al iniciar su expedición.
—Hay una analogía entre el ajedrez y los mapas descrita a través de las geniales conversaciones del duque de Medinaceli y Juan de la Cosa…
—En efecto. En la novela aparece la relación que tuvo que haber entre el noble del reino de Castilla y el cartógrafo al servicio de la corona. Ese vínculo existió, sin duda, porque Juan de la Cosa dibujó la Carta en el Castillo de San Marcos, en el Puerto de Santa María, que era uno de los muchos que poseía la Casa de Medinaceli. Ambos estaban al servicio de la reina Isabel y ¿qué cosa mejor que el ajedrez como andamiaje para construir, alrededor del juego, las conversaciones entre un joven y un hombre de edad sobre los problemas existenciales de un duque? Los dos estaban al servicio de la corona, pero cuando se encontraron vivían momentos biográficos muy distintos y al borde del inicio de una nueva era histórica. Por eso son interesantes las conversaciones que recreo entre ellos. El duque amaba el ajedrez, y el cartógrafo el arte de la navegación. Ellos hilaron así las conversaciones, hablando de sus vidas, de lo que amaban. Y de lo que detestaban.
—Cuando el cartógrafo descubrió que no se trataba de una carta destinada a navegantes, sino un compendio político para dejar patente el poder de los Reyes Católicos, ¿crees que sintió la frustración que describes en la novela?
—El personaje de Juan de la Cosa sí sintió esa frustración, porque aparece en la novela como un cartógrafo nato, que debe convertirse en artista para cumplir las órdenes del todopoderoso Juan Rodríguez de Fonseca. El obispo Fonseca era miembro del Consejo de Castilla e íntimo colaborador de la reina Isabel. Lo que él decía era la ley. Y si ordenaba realizar un mapa con las características perfectamente definidas, los demás obedecen y punto. Ya te comenté antes que me encantaría saber qué rumiaba en su cabeza el cartógrafo mientras estaba sentado en una mesa de trabajo, con los pinceles en ristre, dispuesto a empaparlos en las acuarelas y tintas que usó para dibujar en aquel enorme pergamino. ¡Qué más quisiera yo! Pero ese es el trabajo del novelista. Hacer que parezca que sí sabemos cuál era el estado anímico de cada uno de nuestros personajes. En eso consiste hacer literatura. En confeccionar una ilusión perfectamente creíble.
—¿Por qué querían hacerse con la Carta si, tal y como reconoce con decepción Juan de la Cosa en la novela, no podía servir para ayudar en la navegación?
—Porque los que estaban al acecho para hacerse con la cartografía del reino de Castilla, en realidad, no sabían en qué andaban trabajando sus cartógrafos hasta que se hacían con el botín, a no ser que introdujeran infiltrados en la Corte o en los castillos en donde se realizaban los trabajos cartográficos, o donde se guardaban. Juan de la Cosa fue uno de esos espías infiltrados en la fortaleza que construyó Portugal para custodiar su cartografía. Este episodio histórico también aparece en la novela. En aquellos tiempos, la cartografía era secreto de estado, y como tal, desencadenaba luchas por hacerse con la información privilegiada sobre nuevas rutas de navegación, costas cartografiadas y un largo etcétera. Se podrían escribir docenas de novelas de espionaje sobre el tema. Pero no siempre había un topo bien situado para comunicar información útil.
—La historia de esta Carta es un verdadero periplo. Tengo entendido que desapareció durante muchos años. ¿Puedes contarnos su historia? ¿Por qué genera tanta controversia?
—Así es, Susana. Una vez cumplida su función, la Carta de Juan de la Cosa fue depositada por Juan Rodríguez de Fonseca en la Casa de Contratación de Sevilla, para su guarda y custodia. Esa carta desapareció y fue encontrada en 1812 por un naturalista, el barón Walckenaer, en un mercadillo parisino. Cuando murió el barón en 1852, su biblioteca salió a subasta y, alertado, el Ministerio de Marina español pujó por la carta hasta adquirirla. Documentos gráficos como la Carta de Juan de la Cosa siempre generan controversia. Unos opinan que no pudo haber sido realizada en el 1500, por diversos factores geográficos, o porque no aparecían reflejadas expediciones que ya se habían realizado en esa fecha, etcétera. En fin, tras su recuperación, se enfrentaban teorías y conclusiones sobre el mapamundi como ahora se hace en Twitter con las fotos que envía el Curiosity desde Marte.
—Jácome Gallego, nuestro protagonista, el sastre de gala, experimenta una evolución increíble. Su traumática experiencia después de ser atacado por el hijo bastardo del duque de Medinaceli le llevará a confeccionar su propio mapamundi. Tiene algo de la aventurera Benilde, la protagonista de tu anterior libro El periplo del talismán. ¿En quién te has inspirado para crear este personaje? ¿Qué representa para ti?
—Cuando un lector abre una novela para comenzar a leer, lo más probable es que necesite que le hagan pensar, al mismo tiempo que desea que la lectura sea capaz de sumergirlo en una aventura que le merezca la pena leer. Esa es una de las razones por las que mis novelas tienen la pátina aventurera, aunque esté contando tragedias como la de Isaac Peral. El protagonista de La Carta de Juan de la Cosa, Jácome Gallego, cumple la función de llevar de la mano al lector a través de ese friso del Renacimiento que recorre todo el relato. Y está inspirado en un miembro de mi familia que sabe muy bien del trabajo riguroso que supone confeccionar una prenda bien hecha, lo esencial que es no desperdiciar los tejidos al cortar los patrones sobre ellos y lo importante que es ir bien vestido. Jácome Gallego aprende estos secretos del oficio para sobrevivir en un mundo ciertamente hostil. El oficio de sastre de gala empieza a ser imprescindible en los castillos y palacios de los reyes y nobles de toda Europa. Y, curiosamente, Europa estuvo influida por la moda que se estilaba en el reino de Castilla y luego España, durante siglos, exportando la tendencia de la austeridad elegante en el atuendo. Jácome Gallego, el sastre de gala, encarna todo este aspecto cultural de la época. He dicho antes que se abrió camino en un mundo hostil. Y así fue. El 1500 es una época heroica en muchos órdenes, pero el concepto actual de familia que ahora manejamos no se parecía, ni por el forro, nunca mejor dicho, al concepto vigente en la Edad Media y principios del Renacimiento. Los niños, y los muy jóvenes, eran enviados a aprender a trabajar muy lejos de sus familias con toda la carga emocional que eso suponía para ellos. El caso de Jácome Gallego es muy similar a esto que te cuento. Y es un personaje que representa para mí el afán de superación, la firme necesidad que cada uno tiene de hacerse a sí mismo, aunque caigan chuzos de punta.
—¿Cómo imaginas a la joven archiduquesa y futura reina Juana de Castilla?
—Me la imagino tal y como era. Una niña de dieciséis años, muy inteligente y con ideas propias, que viajó hasta Flandes para casarse con un desconocido. En realidad, estaba cumpliendo con su trabajo como princesa del reino de Castilla, consistente en desposarse con un miembro destacado de una casa europea para proporcionar rédito político a la corona. Salvando las distancias, tal como acabo de comentar, era un papel muy parecido al de muchos niños y jóvenes de su época enviados a cientos o miles de millas de distancia para aprender un oficio. La archiduquesa Juana acabó aprendiendo a ser reina aunque la Historia haya sido muy injusta con ella, porque ni estuvo loca nunca ni dejó de estar capacitada para reinar. Pero fueron muchas conjuras las que se urdieron a su alrededor para confinarla de por vida. Si te encierran para el resto de tu existencia, tienes muchas papeletas para que te toque sufrir alguna que otra depresión.
—Es verdad que en todas tus novelas hay Historia y Aventura. ¿Qué crees que te llevó a crecer dentro de éste género? ¿Existió alguna lectura de tu juventud o experiencia decisiva para influir en tu oficio de escritora?
—He leído literatura de todos los géneros, a los clásicos, ensayos en distintas disciplinas, filosofía, ciencia ficción, artículos periodísticos. Creo que han caído en mis manos libros de todo tipo. Pero es la Historia Naval la que me mueve a contar cosas. La pasión que se adivina en cada uno de los episodios históricos en ese ámbito es digna de ser contada. El mar y la exploración. El mar y las expediciones científicas. El mar y la guerra. El mar y la paz. Mi padre perteneció a la Armada española. He crecido junto al mar y escuchando historias sobre él. Por todo esto, mis libros acaban siendo un híbrido en el que te encuentras con una novela histórica naval, con un libro de viajes, y en los que el arte y la intriga son ingredientes importantes. Y es cierto que la aventura, como te decía antes, está siempre presente. El sentido de la aventura es lo que ha movido al mundo desde el origen. ¿Te imaginas al Neanderthal o al Cromagnon diciendo: “Bueno, compañeros, nos quedamos por aquí porque hay buena caza, un río y tenemos estupendas vistas sobre el valle”. No hicieron eso jamás. Siguieron caminando un paso más allá. Creo que la aventura está fijada en la genética de nuestra especie, esa necesidad de hacer la incursión en terreno inexplorado, aunque sea hostil. La aventura explica nuestra esencia, nuestra razón de ser. Y por eso, los lectores necesitan que les narren las cosas yendo un paso más allá en el horizonte, aunque estés contando una aventura ética y emocional como la de Rodión Raskolnikov.
—Hay héroes en esta novela, como el obispo Luis de Aragón o el padre Antonio de Beatis, hombres de fe dispuestos a jugarse la vida por un joven que no parece tener ningún interés por el Dios al que rezan.
—Se dejaron llevar por las circunstancias. La coyuntura propició que se vieran obligados a apadrinar a un joven caído en desgracia. Con el tiempo, ese joven formó parte del séquito de aquellos famosos viajeros que fueron el obispo Luis de Aragón y el padre Antonio de Beatis, personajes emblemáticos en la Historia de los viajes. Este trío de ases es esencial para desarrollar la trama que se gesta alrededor del mapamundi de Juan de la Cosa.
—Háblanos de Luis de la Cerda, duque de Medinaceli, uno de los personajes más interesantes y complejos de esta novela. Te refieres a él como un hombre con dudas de fe, que se sentía solo, y en presencia de Juan de la Cosa parece renacer.
—Me pareció interesantísimo abordar el mundo que rodeaba a los nobles en la incipiente potencia mundial en la que se estaba convirtiendo el reino de Castilla. El caso del ducado de Medinaceli es una casa nobiliaria cuya existencia arranca allá por el siglo XIV como condado, y que la reina Isabel elevó a ducado en 1479. Bajo esa titularidad, las casas poseían castillos, flotas y ejércitos para ponerlos a las órdenes de la corona cuando fuese necesario. El poder que tenían era enorme. Y Luis de la Cerda fue el primer duque de Medinaceli. En la novela, el lector va a conocer a qué tipo de problemas tuvo que enfrentarse un duque de poder casi ilimitado. Por encima de él sólo basculaban la autoridad de la mismísima reina Isabel y la del papa de Roma, y con el aliciente de que fue él el que hospedó al cartógrafo Juan de la Cosa en el castillo de San Marcos, perteneciente al ducado de Medinaceli y ubicado en el Puerto de Santa María, mientras trabajaba en el famoso mapamundi. Por esas fechas, el Castillo de San Marcos se convirtió casi en un bunker por el que pasaron algunas de las personas más poderosas de la época.
—Hay algo de yuxtaposición entre lo sagrado y lo profano en la novela, muy bien representados con la figura de Jácome, o las mismas dudas de fe del duque. ¿Has querido representar dos mundos que ya empezaban a enfrentarse?
—Desde luego que sí. El descubrimiento del Nuevo Mundo para Occidente fue un acontecimiento que supuso un cambio en la visión que los hombres tenían de su posición en el mundo desde todas las perspectivas: la antropológica, la cultural, la económica y la social. Implicó, también, una variación en la filosofía política que se enseñaba en las universidades. Y además, todo esto estuvo aderezado con el conflicto generado por las nuevas realidades frente a una Inquisición que tenía ojos vigilantes en todas partes. Al Santo Oficio se le temía más que al demonio, al que también se le tenía pavor. La Época de los Descubrimientos fue un periodo histórico fascinante porque de las contradicciones humanas emergen, siempre, ideas revolucionarias. Creo que todo eso se refleja en la novela.
—¿Es cierta esa soberbia que describes en Américo Vespucio? ¿Y la competencia entre Vespucio y De la Cosa?
—La competencia entre Vespucio y De la Cosa está documentada y aparece en la novela. En cuanto a la soberbia de Vespucio, sus biógrafos acreditan que era un buen publicista de sí mismo. De hecho, América lleva su nombre gracias a la estupenda amistad que cultivaba con los impresores alemanes. Ellos fueron los que comenzaron a llamar al Nuevo Mundo «Tierra de Américo», apareciendo así sobre los mapas que salían de su imprenta, recién inventada por Gutenberg, con destino a toda Europa. Si eso no es un acto de soberbia, no sé qué puede serlo. También es cierto que Vespucio fue uno de los primeros que intuyó que aquellas tierras constituían un nuevo continente, pero también lo intuyeron muchos otros, por lo que sigo pensando que Vespucio fue un arribista de los muchos que contemplan los siglos.
—Describes también en la obra las diferencias entre Colón y De la Cosa, y haces mención a la ambición desmedida del primero. ¿Fue así?
—En los dos primeros viajes de Cristóbal Colón participó el cartógrafo De la Cosa. Y están documentadas esas diferencias. En la novela aparece esta circunstancia porque me pareció muy interesante desarrollar la relación que se establecía entre los miembros de una dotación, en una expedición tan revolucionaria como la que protagonizaron estos dos personajes esenciales de nuestra Historia. El factor humano es fundamental a la hora de analizar la toma de decisiones en mitad de un periplo tan alucinante, lleno de incertidumbres y en condiciones extremas, tal y como el que realizaron esos navegantes. Había que hablar de esas diferencias. En cuanto a la ambición de Cristóbal Colón, y es sólo mi punto de vista, creo que fue real. De hecho, cayó en desgracia porque la corona le paró los pies.
—¿El almirante y cartógrafo turco Piri Reis tuvo conocimiento del mapa de Juan de la Cosa?
—Lo desconozco. Se sabe que Piri Reis dibujó su famosísimo mapa en 1513, y que lo hizo usando más de veinte fuentes cartográficas distintas. Una de ellas era un mapa dibujado por el mismísimo Cristóbal Colón. Ese mapa fue arrebatado a un marino perteneciente a la tripulación de una de las siete naves españolas que la flota otomana capturó en 1501 cerca de las costas mediterráneas de la península Ibérica. Pero, como digo, era un mapa dibujado por Colón en el que aparecía cartografiado solamente el Caribe. Pero no sé si el cartógrafo Piri Reis conocía el mapamundi de Juan de la Cosa. No lo sé. Aunque me atrevería a decir que no.
—En la trama que has creado de intrigas y peligros juegan un papel muy importante los objetos, como el troquel de oro del sello de futura reina de Castilla Juana. Es algo que he observado en tus novelas.
—Así es, Susana. En la vida real, los objetos delimitan nuestro espacio vital. Y en una novela histórica, esos objetos juegan un papel destacado en la trama porque participan en la creación del carácter de los personajes y también ayudan a componer los escenarios. Son fundamentales. Una futura reina de Castilla de principios del siglo XVI está rodeada de una parafernalia asombrosa, incluso cuando navegaba a bordo de naves tan espartanas como lo fueron las naos o las carracas de la época. Los lectores lo van a comprobar en los primeros capítulos de la novela, cuando lean el extraordinario periplo que narro de la Armada de Flandes.
—Trabajas muy bien las escenas de fondo. Lo mismo que hacía Hergé en sus viñetas, conviertes los detalles en un todo…
—Yo creo que en cualquier relato, tenga el formato que tenga, el creador está obligado a tener esa premisa muy asumida. Los escenarios deben verse con un solo golpe de vista o de lectura, sin demorar ese efecto demasiado porque lo prioritario es la acción. En literatura, las palabras son como los trazos de un pintor o un dibujante. Dependiendo del grueso que tengan, así será el ambiente que recrean. Esa sensación la tuve por primera vez cuando escribí La biblioteca del capitán. Cada palabra añadida, o eliminada en un párrafo, era la pincelada de corrección que hacía un pintor para resaltar detalles de su cuadro. Fue una experiencia muy interesante. Y como hemos hablado anteriormente, seleccionar los objetos que van a transportar al lector a ese momento al que quieres llevarle es esencial. No se puede ir uno por las ramas. Hay que saber elegir bien.
—Percibo que lo has pasado muy bien cuando entran en escena Da Vinci y Miguel Ángel, y especialmente percibo una franca admiración por el creador del David. ¿Me equivoco?
—No te equivocas en nada. Me lo he pasado pero que muy bien cuando escribía los capítulos que se desarrollan en la república de Florencia alrededor del año 1503. La historia de la república florentina de principios del Renacimiento es, simplemente, fascinante. En esas coordenadas de tiempo y espacio se encontraron dos artistas excepcionales rodeados de una pléyade de otros muchos que compusieron un verdadero campo de estrellas. Y todos coincidieron por allí, haciendo su vida alrededor de la Loggia Della Signoria. Pero Miguel Ángel y Leonardo descollaron en ese hermoso tapiz que supone la Historia del Arte renacentista. Y ha sido una satisfacción personal haberles dado vida en algunos capítulos de mi novela. Te lo digo como lo siento. Y tampoco te equivocas cuando supones mi debilidad por Miguel Ángel. Su biografía artística es heroica. Épica, diría yo. Conozco a algunas personas que no han podido reprimir las lágrimas al contemplar el Altar Mayor y la bóveda de la Capilla Sixtina. Yo no las he derramado, en ninguna de las tres ocasiones que he tenido la oportunidad de visitarla, pero no por falta de ganas. El arte clásico tiene la mala costumbre de emocionarnos. Te digo esto porque no conozco a nadie que se le salten las lágrimas contemplando una obra plástica enmarcada en el arte conceptual contemporáneo. Yo, al menos, no he tenido el gusto. Recuerdo que leí en un ensayo sobre Jean-Honoré Fragonard que este pintor deseaba con todas sus fuerzas viajar a Italia para aprender de los grandes maestros. Y alguien le advirtió con toda su buena voluntad: “No vayas, porque acabarás volviéndote loco”. Ese amigo le previno de la enorme frustración que podía acarrearle estudiar a los grandes genios. No he podido olvidar ese detalle. En fin, Susana. ¿Qué voy a contarte que no sepas tú como especialista en el tema?
—»Me abruma el mundo y su vano afán de supervivencia para, finalmente, caer en el oscuro abismo de la nada. Levantarse para hacer ¿qué?, me pregunto». Me encanta esta cita que en la novela atribuyes a Miguel Ángel. ¿Cómo terminarías tú esta reflexión?
—Dices bien, Susana. En la novela. Porque es ficción. Es la manera que he tenido de expresar el estado de introspección del artista cuando se enfrentaba al acto de creación. En cuanto a cómo terminaría yo misma esa reflexión, sería estupendo que los lectores leyeran esas páginas ya que ahí encontrarán la respuesta a la pregunta que me haces.
—¿Qué supuso el siglo XV para la Historia?
—Una auténtica revolución. Todo cambió desde el punto de vista geográfico, económico, antropológico, social y cultural con el Descubrimiento del Nuevo Mundo. Nuevo para Occidente, claro. Porque aquellas tierras estaban repletas de naciones. La Historia de esos siglos se escribe tratando de explicar cómo fue el encuentro entre ambos mundos. En algunos casos, catastrófico. En otros, no tanto. Ahí tenemos muchas historias que contar los españoles. Muchísimas. Y deben ser analizadas teniendo en cuenta el marco histórico en el que se desarrollaban. Es un disparate evaluar aquellos acontecimientos desde la óptica actual. En cualquier caso, en el siglo XVI nacimos como potencia mundial. Y ostentamos ese rango durante trescientos años. Pero todo tiene un final. El Imperio español comenzó a deshacerse con los procesos de independencia del siglo XIX, siguiendo la estela de las revoluciones americana y francesa. Algunos piensan que aquellas colonias de ultramar lo lograron gracias al bloqueo marítimo que sufrió España durante las guerras napoleónicas, pero yo creo que en todo esto, además, jugaron a favor factores de otra índole. Las colonias volaban solas desde el punto de vista económico. Y si vuelas solo es muy difícil que te retenga nadie. Pero claro, había que saber volar para plantarle cara a España. La Metrópoli estaba muy lejos y le costaba muy caro mantener a las colonias en el redil. El factor geográfico fue decisivo.
—»Los mapas son los ojos de la historia», dijo Gerardus Mercator. ¿estás de acuerdo?
—Absolutamente. Los mapas son testigo de lo acontecido en el mundo. Y son el reflejo de las distintas culturas en las que fueron confeccionados. Además, son el soporte en el que se han expresado inquietudes artísticas, como es el caso de nuestro cartógrafo Juan de la Cosa, que dibujó el famoso mapamundi protagonista de la novela para que perdurara en el tiempo como objeto artístico. En el fondo, todos llevamos un cartógrafo dentro. Todos conservamos nuestros viejos Atlas, esos que consultábamos con deleite antes que aparecieran en las pantallas Google Maps o Google Earth. Que, por cierto, es un formato que define muy bien la época en la que vivimos. ¿Qué será lo próximo? ¿Hologramas de mapas flotantes en el aire que aparecen a la voz de «mostrar mapamundi»? Bueno. Todo se andará.
—¿Qué fue de Juan de la Cosa, regresó a las Indias?
—Sí. Regresó a las Indias en cuanto acabó de confeccionar la Carta en el verano del año 1500. Lo hizo como miembro de la expedición de Rodrigo de Bastidas. Luego realizó nuevos viajes al Nuevo Mundo financiados por él mismo o en misiones especiales para la Corona. En el último viaje estuvo bajo el mando de Alonso Ojeda. En esa ocasión sufrieron el ataque de los indígenas, que dispararon sus flechas envenenadas contra los españoles. Allí murió Juan de la Cosa, en el año 1510.
—¿Qué sientes por esta novela?
—Nunca me han hecho esta pregunta. Qué siento por mi propia novela. Y es una buena pregunta, porque es difícil de responder. Sé el efecto que me ha producido el hecho de escribirla. Me ha permitido confeccionar un mundo por el que me ha encantado recorrer el camino de ida y el de vuelta. He escrito lo que hubiese deseado leer. Y creo que esto me ha pasado con todas mis anteriores novelas. La Carta de Juan de la Cosa me ha permitido viajar como parte de la dotación de la Armada de Flandes, y he vivido en una fortaleza del reino de Castilla junto al duque de Medinaceli mientras un cartógrafo de la reina Isabel dibujaba un mapa inaudito. He conocido mejor a artistas del Renacimiento europeo, con los que he mantenido largas conversaciones. Todo ello me ha permitido vivir una vida, ajena a la mía, en un estado de enamoramiento tal que me ha costado muchísimo despedirme de mis personajes. Y lo que siento es tristeza, porque ese camino ya lo he recorrido. Ya no podré nunca más escribir La Carta de Juan de la Cosa. Porque ya está escrita. Y uno se despide de lo que ama con tristeza. Eso es lo siento ahora. No sé, Susana, si esto responde a tu pregunta. Pero, a pesar de las futuras despedidas, seguiré escribiendo para conocer. Para experimentar, de nuevo, ese sentimiento de libertad que da la escritura. Para recrear los mundos del pasado que hubiese querido visitar. La literatura es la mejor máquina del tiempo que conozco. No hay mejor manera de vivir que continuar escribiendo. Y leyendo.
—Occidente, bueno, el planeta entero, parece derrumbarse por momentos. ¿Qué mapa seguimos?
—Yo percibo esa misma sensación que tú. Es duro vivir conectado a la realidad que nos rodea. Muy duro. No sólo en el ámbito doméstico; también a nivel planetario. Creo que esa impresión la han tenido todas las generaciones. El mundo ha temblado a punto de desmoronarse muchas veces a lo largo de la Historia. Lo que ocurre es que ahora impera la relativización de pilares imprescindibles que siempre han sido firmes y ahora son de gelatina. No estoy diciendo que cada individuo deba conocer La fundamentación de la metafísica de las costumbres, de Kant, que tampoco estaría de más, pero deberíamos hacer un esfuerzo por no aceptar el “todo vale”. Porque nos lleva al triste panorama que nos asedia por cualquier flanco. Desde todos los frentes. Hace muy pocos días, escuchaba a mi sobrina adolescente charlar con sus amigos, también adolescentes. Traían entre manos un debate, sin aspaviento alguno, sobre cuál es el problema más acuciante que debe resolver la Humanidad de manera perentoria. Ellos estaban a lo suyo, y yo a lo mío. Pero no les quitaba el oído de encima. Consideraban problemas muy graves. Curiosamente, el de los silos de misiles nucleares ni lo mencionaron. No debe de estar de moda. Según su criterio, el podium se lo disputan el calentamiento global como hecho constatado, la sopa de plástico en la que se han convertido todos los mares de la Tierra, y la superpoblación a la que estamos abocados. Cada uno argumentaba sus razones y yo llegué a la conclusión de que caminamos sobre el filo de la navaja. Aunque eso ya lo sabía. Pero me inspiró cierto optimismo el hecho de que gente tan joven estuviese pensando en lo que se nos viene encima. Es posible que sufriese sólo una ilusión y que, a pesar de toda la cháchara que se malgasta sobre esos mismos temas en los foros internacionales, no tengamos ningún remedio. Pero como es políticamente incorrecto ser pesimista, te diré que el único mapa que podemos seguir para capear el temporal es el que se traza con el sentido común. Y eso incluye mantener el respeto por nosotros mismos y por lo que nos rodea. Los griegos inventaron la política hace más de dos mil años para eso, para trazar mapas del sentido común que organicen las sociedades con eficacia. Y quién sabe, a lo mejor acabamos apañándonos para salir de esta.
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