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Montreal, Quebec... Waldo de los Ríos - Zenda
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Montreal, Quebec… Waldo de los Ríos

Sin embargo, durante aquel trayecto en autopista entre Quebec y Montreal me hice el firme propósito de no escuchar a nadie y escribir sobre lo que de verdad me apetecía. ¿Y qué me apetecía? Por un lado, seguir la pista a los músicos formidables que en España llenaron de optimismo parte de las décadas de...

Volví de Canadá decidido a escribir una historia que nadie me iba a comprar. En realidad, ya me había acostumbrado a que los amigos sonrieran con condescendencia cada vez que exhibía mi pasión por la música de los años sesenta y setenta, por los grupos y cantantes que la moda, el tiempo y los prejuicios habían terminado por orillar. Por supuesto, pensaban, nada de aquello era culto y elegante. Además, decían que esa estética había envejecido mal y que tenía un más que apreciable tufo hortera.

"Pertenezco a la generación que celebró cada uno de esos avances en el bienestar cotidiano: la llegada del teléfono, la compra de la primera televisión en blanco y negro, la lavadora automática, el tocadiscos"

Sin embargo, durante aquel trayecto en autopista entre Quebec y Montreal me hice el firme propósito de no escuchar a nadie y escribir sobre lo que de verdad me apetecía. ¿Y qué me apetecía? Por un lado, seguir la pista a los músicos formidables que en España llenaron de optimismo parte de las décadas de los 60 y los 70, ese tramo que se extiende entre la conmemoración franquista de los “25 años de paz” y las primeras elecciones democráticas. En definitiva, el tiempo del desarrollo económico, el turismo, el utilitario y el apartamento en la playa.

Esa época coincidió con mi infancia y mi primera adolescencia. Pertenezco a la generación que celebró cada uno de esos avances en el bienestar cotidiano: la llegada del teléfono, la compra de la primera televisión en blanco y negro, la lavadora automática, el tocadiscos. Con una mezcla de sorpresa y ansiedad, mis padres, que habían sufrido en su infancia las consecuencias de la Guerra Civil, contemplaban su ascenso en la escala social. Mi padre dejaba de ser un modesto empleado para convertirse en un próspero empresario.

"Subí el volumen y reconocí la furia desatada de la orquesta dirigida por Waldo de los Ríos"

Mientras viajaba por Canadá me repetía que tenía que escribir sobre todo eso, aunque ni en mis ideas ni en mis notas encontraba la forma de conectar un asunto con otro. Percibía cerca, además, el fantasma de la nostalgia, de la inevitable comparación. Siempre evité ser uno de esos que proclaman cada vez que ven una película en blanco y negro: “Ya no se hace cine como aquel”. Como la realidad virtual o los efectos especiales, las orquestas, los coros; las grabaciones en una única toma han sido arrinconadas en la música de hoy.

Pensaba en todo eso cuando, poco antes de llegar a Montreal, me pareció escuchar en la radio una melodía conocida. Subí el volumen y reconocí la furia desatada de la orquesta dirigida por Waldo de los Ríos. Tras un breve comentario del locutor, que mi desconocimiento del francés me impidió entender, apareció, sobre el mismo fondo musical, la voz de Miguel Ríos, del que mi padre aseguraba que había sido amigo en los años cincuenta.

"En su legado conviven, como en el de cualquier creador de nuestro tiempo, lo puramente comercial con la búsqueda desesperada de una obra personal"

Dos semanas después, visitaba a Isabel Pisano, la viuda de Waldo, en su casa madrileña. En pocos meses, mi teléfono se fue llenando de testimonios de personajes que conocieron al músico. Como si mis pasos respondieran a un itinerario ya trazado, me vi en Buenos Aires hablando con los vecinos de la casa en la que vivió con su madre, con los amigos que lo quisieron; en Roma, frente al caserón donde fue vecino de los Fellini; en el Café Gijón, con la última persona que lo vio vivo.

En cierta medida, muchos de esos testimonios destilaban un cierto aroma de culpa colectiva. En lo personal, su círculo más íntimo se reprocha no haber advertido la depresión que le llevó al suicidio, un asunto tabú en nuestra sociedad todavía, por extraño y doloroso que parezca. En lo artístico, todos lamentan la ausencia de una valoración más de conjunto de su legado, en el que conviven, como en el de cualquier creador de nuestro tiempo, lo puramente comercial con la búsqueda desesperada de una obra personal. Buena parte de la cultura española de principios de los setenta miró por encima del hombro a De los Ríos: los compositores “serios” le ningunearon. “Hablamos de excrementos que se venden a pedacitos —escribió Terenci Moix en las páginas de Destino refiriéndose al Himno a la alegría—, envueltos en recipientes preciosos, con etiquetas donde puede leerse la palabra calidad”.

"El atestado, frío y aparentemente riguroso, sitúa cada hecho del suceso en el lugar que le corresponde"

Cada uno de estos retazos encajaba perfectamente en aquel otro rompecabezas emocional que pretendía componer. Así supe que Waldo se había enamorado de la ciudad en la que yo había nacido, pasó algunos de los mejores días de su vida a pocos pasos del restaurante en el que almuerzo los viernes, compuso su Concierto para la guitarra criolla —su Adiós, Nonino particular— cerca de donde quedo los fines de semana con los amigos. Eso sí, todo a gran velocidad, mucho más rápido que mi coche alquilado por la autopista de Canadá, pisando el acelerador de sus automóviles de lujo con la misma seguridad que mi padre manejaba su R8, su R12, R16, su espectacular Tiburón rojo.

Después de no pocas vicisitudes, con el libro casi escrito, una fría mañana de invierno recogí, volcado en un cedé, el centenar de folios que recogían las investigaciones policiales sobre el suicidio. El atestado, frío y aparentemente riguroso, sitúa cada hecho del suceso en el lugar que le corresponde. Sin proponérselo, los redactores de los informes dejaron también constancia del inmenso vacío de un hombre rico y famoso que al atardecer pasea cada día por las calles de Madrid solo por el gusto de ver a la gente caminar a su lado; de la ruta interminable por bares y antros nocturnos en busca de un amante que, sin embargo, le considera muy mayor; de alguien que consulta constantemente a la ouija; del miedo infinito a envejecer, a morir.

En el parking de un hotel de Toronto, antes de que el locutor de la emisora volviera hablar sobre los compases finales del Himno a la alegría, decidí desafiar al olvido. El resto es literatura.

Continuará.

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Autor: Miguel Fernández. Título: Desafiando al olvido: Waldo de los Ríos, la biografía. Editorial: Roca. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.

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Miguel Fernández

Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con Yestergay (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz, de las colecciones de relatos Trátame bien (2000), La pereza de los días (2005) y Todas las promesas de mi amor se irán contigo, y de distintos libros de gastronomía, como Buen provecho (1999) o ¿A qué sabe el amor? (2007).

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