E. H. Gombrich trabajó para los aliados durante la Segunda Guerra Mundial: escuchaba mensajes de radio de los nazis, que a veces le llegaban tan débilmente que, más que oírlos, imaginaba que los oía. El ojo, al parecer, funciona igual: no ve, imagina. Tenemos en el cerebro una zona a la que llamamos corteza visual, que se encarga de decodificar nuestra percepción y convertirla en lo que llamamos «nuestra visión». Pero para ver no solemos utilizar lo que tenemos ante nuestros ojos en cada momento: a todo le sumamos información visual previa, proveniente de miles de fuentes. Un rostro es el resultado de miles de rostros previos, más el que estemos viendo en el momento de «ver». Y, aunque sé que suena a chaladura, los neurocientíficos lo tienen muy claro: componemos imágenes en lugar de «verlas»: un diez por ciento proviene de lo que «vemos» y el noventa por ciento restante proviene de nuestra corteza visual y consiste en información previa, unas veces más atinada y otras menos.
Hay un monstruo en el lago necesita muy pocas páginas para sacudir por dentro a cualquier lector y sacarlo del libro, para continuar su lectura de una manera activa, «por fuera». Mi primera necesidad fue saber cómo lo había escrito Laura Fernández: ¿había visitado el lago Ness de verdad? ¿Se había atrevido a unirse a uno de los cruceros que lo recorren de verdad? Para contestar a esas preguntas tuve que «salir del libro» y buscar, indagar y preguntar, porque no la conozco. Gracias a una entrevista que apareció el 13 de junio de este año en El Periódico supe que ella había ido con su familia al lago Ness en agosto de 2023 y lo había hecho de verdad, no solo «en el libro». Descubrir a través de sus propias palabras «fuera del libro» que lo había hecho de verdad me pareció y me parece algo de vital importancia, porque al fin y al cabo el libro, de principio a fin, trata sobre el estatuto de la verdad y el estatuto de la fantasía, sobre las cosas que hacemos en el mundo y por el mundo, sobre nosotros convertidos en sujetos y predicados de una misma oración, y sobre el mundo como sujeto y como objeto, dependiendo de en manos de quién esté. Así, leemos que «hay algo de justicia, y es una injusticia divina, en realidad, una justicia imaginativa, en la manera en que cada uno de nosotros habita el mundo». Luchar por el monstruo es, aunque no lo parezca, luchar por el mundo, devolverle un dimensión fantástica que lo agranda mientras nosotros menguamos, como sucede en la extraordinaria novela de Richard Matheson y en la no menos extraordinaria película de serie B de Jack Arnold.
Para Giorgio Agamben, todo relato se fundamenta en la conciencia de una pérdida, por eso sitúa la historia de la literatura (y del pensamiento) en una red de pérdidas sucesivas. En El fuego y el relato nos cuenta cómo Baal Shem, mientras urdía la creación del jasidismo, resolvía sus problemas yendo a un punto concreto de un bosque, encendiendo un fuego y rezando unas oraciones; y cómo las generaciones posteriores fueron olvidándose del bosque, el fuego y las oraciones, hasta que ya solo les quedó la posibilidad de construir una narración a partir de esas pérdidas y esperar que ésta surtiese el efecto buscado. Hay un monstruo en el lago es una de esas narraciones que nos recuerdan la importancia del bosque, el fuego y las oraciones. Laura Fernández presta buena atención a todos los datos y anécdotas sobre el monstruo del loch Ness, en busca de sus diferentes interpretes desde sus orillas e incluso de los que se sumergieron en sus aguas con batiscafos, algo que no solo hicieron los científicos y los aventureros a partir de los años sesenta, sino también los turistas. Cuando eso sucedió uno podría pensar que se intentaba rentabilizar la tecnología punta que se había puesto al servicio de la búsqueda de la verdad, sin poder probar en ningún caso la existencia del monstruo, pero lo que de verdad se estaba haciendo era dejar bien claro hasta qué punto en aquel entramado fantasioso o delirante, para según qué personas, había una determinación científica más allá de cualquier duda. En torno al lago y en el interior de sus aguas habían desfilado el satanista Aleister Crowley, el periodista Alex Campbell, el campeón del mundo de velocidad en tierra John Cobb (muerto allí misteriosamente en 1952, intentando batir el récord mundial de velocidad acuática), la política Margaret Thatcher (que se cree que ordenó soltar a dos delfines para que localizasen al monstruo), muchos hippies y no menos oportunistas y aventureros, duques y niños, pescadores y veraneantes, aunque conviene recordar que también exploraron la zona criptozoólogos, documentalistas, militares, profesores de historia natural y científicos, entre otros. Aquella era una especie de oportunidad de «narrar el mundo» de nuevo y de hacerlo desde cualquier perspectiva, o desde todas a la vez. Por eso nadie quería perdérselo, tampoco yo, a medida que avanzaba con mi lectura de Hay un monstruo en el lago, «dentro» y «fuera» de sus apretadas 120 páginas (y digo «apretadas» por su densidad narrativa y conceptual).
Una de las cosas que «hice» durante mi lectura fue ir a la biblioteca municipal de Guadalajara, en busca de un libro que yo había comprado muchos años atrás y que, incomprensiblemente, no encontraba en mi propia biblioteca. Estaba tan metido en el tema como cuando años atrás veía en la televisión el programa Más allá, presentado por Fernando Jiménez del Oso. Tan metido que entraba y salía del libro constantemente, sin darme cuenta de hacerlo. Consulté los precios de los vuelos entre Madrid y Edimburgo (unos 200 euros si compras el billete fuera de temporada y con cierta antelación), la distancia entre Edimburgo y el lago Ness (de 270 kilómetros por carreteras tortuosas) y el precio de una habitación en algún bed and breakfast de la zona (que suele ser de unas 40 libras esterlinas casi todo el año, menos en verano, cuando los precios se disparan hasta las 100 libras). Werner Herzog, al hablar sobre sus películas, hace referencia a un plano ético, un plano estético y un plano atlético; me temo que yo, al hablar sobre mis lecturas, debería hacer lo mismo, porque me gustan mucho los libros que me hacen «pensar» pero mucho más los que me hacen «actuar». A estas alturas del siglo —y con estas palabras voy a parafrasear al mismísimo Joris Ivens— ya solo creo en la magia, la única ciencia capaz de operar milagros. No sé si considerar entonces a Laura Fernández una maga, una científica o una milagrera, o las tres cosas juntas. Vaya por delante: no hay un solo párrafo en Hay un monstruo en el lago, ni una sola frase en la que decaiga una especie de energía que, si tienes la capacidad de dejarte arrastrar, puede devolver a un lector al mundo en lugar de apartarlo de él, puede convertirlo en un Don Quijote a punto de abandonar la lectura de libros de caballería y buscar su sustancia en la realidad de su tiempo, doscientos años después, y no en un Jorge Luis Borges que sigue el camino inverso y abandona el mundo para entrar acto seguido en la biblioteca.
Si regresamos al matrimonio del inicio, los MacKay, nos reencontramos a Aldie, que fue quien vio al monstruo sin que su marido, John, fuese lo bastante veloz al aparcar el coche e intentar «ver», porque no vio nada. A ella la creyeron por ser una licenciada universitaria y por lo tanto «una persona de fiar», y por dirigir el próspero hotel de su marido, en realidad un negocio familiar que ya llevaba en manos de su familia más de veinte años y estaba, consiguientemente, más allá de toda sospecha si alguien quería ver detrás del avistamiento una estrategia comercial para atraer turistas. Laura Fernández, no obstante, nos recuerda cómo en 1912 una expedición de exploradores había intentado encontrar una parte del mundo donde los dinosaurios no se hubieran extinguido. Lo había intentado y conseguido, y poco importa si fue en la ficción o si la urdió Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes. Se titulaba El mundo perdido y fue un éxito internacional. La imitaron novelistas rusos, estadounidenses, franceses e incluso españoles (como Joan Perucho, que muchos años más tarde narró la búsqueda de un pterodáctilo en la Inglaterra del siglo XX), además de las numerosas adaptaciones cinematográficas que se hicieron y se siguen haciendo (las películas de la serie Parque Jurásico entre ellas). En 1933, nos recuerda Laura Fernández, coincidieron en el tiempo y en el espacio el avistamiento del monstruo del lago Ness por parte de Aldie MacKay y el estreno de King Kong, una ficción que en su época hizo tambalear a la realidad y a la forma en que la veían los espectadores de la película, como lo hizo Tiburón, de Steven Spielberg, con los chicos de mi generación, que ya nunca volvimos a adentrarnos demasiado en mar abierto por miedo a ser devorados por un escualo gigante.
«Todo lo que ha sido escrito —dice Laura Fernández en su maravilloso Hay un monstruo en el lago— puede volver a escribirse, se sobreescribe todo el tiempo, porque el mundo, tan palpable y real como parece a nuestros limitados sentidos, jamás dejará de ser un (MISTERIO), un algo, en realidad, misteriosamente (FANTÁSTICO)», escritas las palabras «misterio» y «fantástico», como otras muchas a lo largo del texto, en mayúsculas y entre paréntesis para empequeñecernos ante ellas y de ese modo agrandar el mundo, rodeándolas de murallas inexpugnables que impidan que nada ni nadie consiga invadirlas y conquistarlas jamás.
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Autor: Laura Fernández. Título: Hay un monstruo en el lago. Editorial: enDebate. Venta: Todos tus libros.
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