Lo que estaban contemplando mis ojos había sido descrito por Goethe como el paraíso en la Tierra. Poco más podía añadir yo. El polígrafo alemán visitó Sicilia en la primavera de 1787 acompañado del artista Christoph Heinrich Kniep. En su Viaje a Italia nos relata cómo un domingo 6 de mayo contempló Taormina a través de sus ojos y los de su amigo. Habían llegado desde Catania, en la que aprovecharon para visitar restos arqueológicos y un palacio principesco acompañados de un abate y para hacer excursiones a parajes asolados por el Etna en busca de formaciones geológicas volcánicas y minerales, de las que era un apasionado.
El teatro greco-romano de Taormina se yergue sobre “dos cumbres unidas por un semicírculo. Cualquiera que fuese su forma natural, el Arte la ha ayudado formando un anfiteatro para los espectadores. […] Al pie del escalonado semicírculo construyeron el escenario que cierra los dos peñascos y concluye la obra más enorme de la Naturaleza y el Arte”.
¡Cuánta razón tiene el maestro teutón! Desde la cima del graderío se tiene una visión semejante a la que deberían de tener de sus dominios los dioses del Olimpo: a la derecha, encaramado en una de las cumbres del monte Tauro, en la que debería de estar la acrópolis de la antigua Tauroménion, se divisa un castillo erigido por los sarracenos y reaprovechado por los normandos que conquistaron la isla a las órdenes de Roger de Hauteville. A tus pies, el teatro construido por los helenos en el siglo III a.C. y modificado por los romanos para celebrar combates de gladiadores. A tu siniestra una panorámica del mar que se extiende hasta Catania y, en días claros, puede que incluso hasta Siracusa, con una parada visual en medio, en Giardini Naxos, donde colonos eubeos fundaron la primera polis griega en Sicilia en el 736 a.C.
La bahía fue escenario de una batalla naval en agosto del 36 a.C. entre la flota comandada por Sexto Pompeyo y la capitaneada por Octaviano, al que con el tiempo conoceremos como Augusto, el primer emperador de Roma. Octaviano fue gravemente herido y hubo de ser su lugarteniente Agripa, mucho mejor dotado para la milicia, quien derrotara al hijo de Pompeyo en Nauloco.
El Etna enmarca la postal que disfrutó Goethe desde la summa cavea. En estas fechas se nos ofrece nevado, con unas nubes bajas jugando al escondite en un día radiante e impidiéndonos disfrutar de la visión de su cumbre. Aun así la belleza del entorno arrebata los sentidos hasta del más templado. Los turistas triscan por el graderío más pendientes de la pantalla de sus móviles que de que en este mismo lugar los primigenios habitantes de Taormina acudían al teatro como quien va a un lugar sagrado, a vivir los dramas dictados a Eurípides o Sófocles por Melpómene, la musa de la tragedia. En verano se sigue celebrando un Festival de Cine, al que han asistido titanes como Sophia Loren, Cary Grant, Audrey Hepburn o Marlon Brando.
Algunos viatores, que buscan algo más que un autorretrato con el volcán nevado de fondo, recorren el espacio armados de una audioguía o de un buen libro de viajes. Así, se asoman a las espaldas de la cavea y gozan de la vista de la zona de mar, que en días cristalinos debe de abarcar hasta Mesina y la misma Calabria. También descubren en primer plano el Cabo de Taormina a la derecha y la Gruta Azul, a la izquierda, abrazando a la paradisíaca Isla Bella.
Muchos defienden que los mitos grecolatinos responden a localizaciones reales, que los antiguos quisieron explicar los fenómenos de la naturaleza o los accidentes de la geografía acudiendo a una intervención divina o de algún héroe o monstruo. Se quiere ver Sicilia como escenario de los viajes de Odiseo y Eneas entre otros. Así, aventuras como las de Escila y Caribdis, los Cíclopes, la isla de Eolo y la del mismo Helios tendrían lugar en el archipiélago que estábamos hollando.
Los más defienden que el peligrosísimo pasaje entre los monstruos de Escila y Caribdis tiene lugar en el Estrecho de Mesina, que separa la península itálica de la isla y cuya navegación, aún hoy en día, es complicada. Algún erudito local, inflamado por el amor a la belleza de estos parajes besados por los dioses, quiso que la angosta Gruta Azul, de aguas cristalinas hasta el paroxismo, fuera la morada de estos seres monstruosos y que la Isla Bella sirviera de refugio a las sirenas, esas criaturas con cuerpo de ave marina y cabeza de mujer, que con su irresistible canto atraían a los marineros para devorarlos.
Recomiendo a los iniciados en la lengua de Dante (ignoro si se ha traducido al español) el excelente ensayo de Valerio Massimo Manfredi, afamado escritor de novelas históricas, titulado Mare greco, a fin de profundizar en las diferentes localizaciones para los viajes emprendidos por Odiseo, Eneas, Diomedes o Antenor.
La Isla Bella o Isola Bella fue lugar de veraneo para Fernando I de las Dos Sicilias y elogiada entre otros por Truman Capote, Audrey Hepburn o Woody Allen y por el mismo Tennessee Williams, quien en sus inmediaciones escribiera parte de La gata sobre el tejado de zinc o Un tranvía llamado Deseo. Para un hijo de Homero, que es este fauno cuya cueva visitan, amables y queridos lectores, el situar aquí a las míticas sirenas es una tentación irresistible.
Acudo al Canto XII de la Odisea, en el que la hechicera Circe, hermana precisamente de Escila y de Pasífae, la madre del Minotauro, advierte a Odiseo, el Ulises romano, de los peligros que ha de afrontar con estos seres. Recomiendo la traducción de J. M. Pabón para Gredos, pero me basto con la que hizo Luis Segalá y Estadella a comienzos del siglo XX y que alimentó los sueños de este aprendiz de sátiro:
«Llegarás primero a las sirenas, que encantan a cuantos hombres van a encontrarlas. Aquél que imprudentemente se acerca a las mismas y oye su voz ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos pequeñuelos rodeándolo, llenos de júbilo, cuando torna a sus hogares, sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres putrefactos, cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que ninguno las oiga; mas si tú deseares oírlas, haz que te aten en la velera embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte escuchando a las sirenas. Y en el caso de que supliques o mandes a los compañeros que te suelten, atente con más lazos todavía…»
Mientras hablaba, declarando estas cosas a mis compañeros, la nave bien construida llegó muy presto a la isla de las sirenas, pues la empujaba favorable viento. Desde aquel instante echóse el viento, reinó sosegada calma y algún numen adormeció las olas. Levantáronse mis compañeros, amainaron las velas y pusiéronlas en la cóncava nave; y, habiéndose sentado nuevamente en los bancos, emblanquecían el agua, agitándola con los remos de pulimentado abeto. Tomé al instante un gran pan de cera y lo partí con el agudo bronce en pedacitos, que me puse luego a apretar con mis robustas manos. Pronto se calentó la cera, porque hubo de ceder a la gran fuerza y a los rayos del soberano Sol Hiperiónida, y fui tapando con ella los oídos de todos los compañeros. Atáronme éstos en la nave, de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil; ligaron las sogas al mismo; y, sentándose en los bancos, tornaron a herir con los remos el espumoso mar. Hicimos andar la nave muy rápidamente, y, al hallarnos tan cerca de la orilla que allá hubiesen llegado nuestras voces, no se les encubrió a las sirenas que la ligera embarcación navegaba a poca distancia y empezaron un sonoro canto:
«¡Ea, célebre Ulises, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestra boca, sino que se van todos después de recrearse con ella y de aprender mucho, pues sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra.»
Esto dijeron con su hermosa voz. Sintióse mi corazón con ganas de oírlas, y moví las cejas, mandando a los compañeros que me desatasen; pero todos se inclinaron y se pusieron a remar. Y, levantándose al punto Perimedes y Euríloco, atáronme con nuevos lazos, que me sujetaban más reciamente. Cuando dejamos atrás las sirenas y ni su voz ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la cera con que taparan sus oídos y me soltaron las ligaduras.
Dejo pasear mi alma por la Isla Bella con el Etna a mis espaldas, mientras recuerdo que Franco Battiato, natural de Riposto, en esta misma provincia de Catania, hace aparecer a las sirenas y a otros seres mitológicos en Sentimiento nuevo. Brava tierra la de Catania pues, aparte de a Bellini, ha alumbrado a músicos como Battiato y Carmen Consoli.
Observando desde las alturas la idílica Grotta Azzurra cuesta mucho situar aquí a Escila y Caribdis, sobre todo si se ha leído a Homero:
«Después que tus compañeros hayan conseguido llevaros más allá de las sirenas, no te indicaré con precisión cuál de dos caminos te cumple recorrer; considéralo en tu ánimo, pues voy a decir lo que hay a entrambas partes…
Al lado opuesto hay dos escollos. El uno alcanza al anchuroso cielo con su pico agudo, coronado por el pardo nubarrón que jamás le abandona; de suerte que la cima no aparece despejada nunca, ni siquiera en verano, ni en otoño. Ningún hombre mortal, aunque tuviese veinte manos e igual número de pies, podría subir al tal escollo ni bajar del mismo, pues la roca es tan lisa que parece pulimentada. En medio del escollo hay un antro sombrío que mira al ocaso, hacia el Érebo, y a él enderezaréis el rumbo de la cóncava nave, preclaro Ulises. Ni un hombre joven, que disparara el arco desde la cóncava nave, podría llegar con sus tiros a la profunda cueva. Allí mora Escila, que aúlla terriblemente, con voz semejante a la de una perra recién nacida, y es un monstruo perverso a quien nadie se alegrará de ver, aunque fuese un dios el que con ella se encontrase. Tiene doce pies, todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres filas de abundantes y apretados dientes, llenos de negra muerte. Está sumida hasta la mitad del cuerpo en la honda gruta, saca las cabezas fuera de aquel horrendo báratro y, registrando alrededor del escollo, pesca delfines, perros de mar, y también, si puede cogerlo, alguno de los monstruos mayores que cría en cantidad inmensa la ruidosa Anfitrite. Por allí jamás pasó una embarcación cuyos marineros pudieran gloriarse de haber escapado indemnes, pues Escila les arrebata con sus cabezas sendos hombres de la nave de azulada proa.
El otro escollo es más bajo, y lo verás, Ulises, cerca del primero; pues hállase a tiro de flecha. Hay allí un cabrahigo grande y frondoso, y a su pie la divinal Caribdis sorbe la turbia agua. Tres veces al día la echa afuera y otras tantas vuelve a sorberla de un modo horrible. No te encuentres allí cuando la sorbe, pues ni Neptuno, que sacude la tierra, podría librarte de la perdición. Debes, por el contrario, acercarte mucho al escollo de Escila y hacer que tu nave pase rápidamente, pues mejor es que eches de menos a seis compañeros que no a todos juntos».
Al poco rato de haber dejado atrás la isla de las Sirenas, vi humo e ingentes olas y percibí fuerte estruendo. Los míos, amedrentados, hicieron volar los remos, que cayeron con gran fragor en la corriente; y la nave se detuvo porque ya las manos no batían los largos remos. A la hora anduve por la embarcación y amonesté a los compañeros, acercándome a los mismos y hablándoles con dulces palabras:
«¡Amigos! No somos novatos en padecer desgracias, y la que se nos presenta no es mayor que la sufrida cuando el Cíclope, valiéndose de su poderosa fuerza, nos encerró en la excavada gruta. Pero de allí nos escapamos también por mi valor, decisión y prudencia, como me figuro que todos recordaréis. Ea, hagamos todos lo que voy a decir. Vosotros, sentados en los bancos, batid con los remos las grandes olas del mar; por si Júpiter nos concede que escapemos de ésta, librándonos de la muerte. Y a ti, piloto, voy a darte una orden que fijarás en tu memoria, puesto que gobiernas el timón de la cóncava nave. Apártala de ese humo y de esas olas, y procura acercarla al escollo: no sea que la nave se lance allá, sin que tú lo adviertas, y a todos nos lleves a la ruina».
Así les dije, y obedecieron sin tardanza mi mandato. No les hablé de Escila, plaga inevitable, para que los compañeros no dejaran de remar, escondiéndose dentro del navío. Olvidé entonces la penosa recomendación de Circe de que no me armase en ningún modo; y, poniéndome la magnífica armadura, tomé dos grandes lanzas y subí al tablado de proa, lugar desde donde esperaba ver primeramente a la pétrea Escila que iba a producir tal estrago en mis compañeros. Mas no pude verla en parte alguna, y mis ojos se cansaron de mirar a todos los sitios, registrando la obscura peña.
Pasábamos el estrecho llorando, pues a un lado estaba Escila y al otro Caribdis, que sorbía de horrible manera la salobre agua del mar. Al vomitarla dejaba oír sordo murmurio, revolviéndose toda como una caldera que está sobre un gran fuego, y la espuma caía sobre las cumbres de ambos escollos. Mas, apenas sorbía la salobre agua del mar, mostrábase agitada interiormente, el peñasco sonaba alrededor con espantoso ruido y en lo hondo se descubría la tierra mezclada con cerúlea arena. El pálido temor se enseñoreó de los míos, y mientras contemplábamos a Caribdis, temerosos de la muerte, Escila me arrebató de la cóncava embarcación los seis compañeros que más sobresalían por sus manos y por su fuerza. Cuando quise volver los ojos a la velera nave y a los amigos, ya vi en el aire los pies y las manos de los que eran arrebatados a lo alto y me llamaban con el corazón afligido, pronunciando mi nombre por la vez postrera. De la suerte que el pescador, al echar desde un promontorio el cebo a los pececillos valiéndose de la luenga caña, arroja al ponto el cuerno de un toro montaraz y así que coge un pez lo saca palpitante, de esta manera mis compañeros, palpitantes también, eran llevados a las rocas y allí, en la entrada de la cueva, devorábalos Escila mientras gritaban y me tendían los brazos en aquella lucha horrible. De todo lo que padecí, peregrinando por el mar, fue este espectáculo el más lastimoso que vieron mis ojos.
Odisea, Canto XII
A duras penas me repongo del naufragio al que me llevan los hexámetros del ciego de Quíos. Mi acompañante me insta a abandonar la literatura. Nos dirigimos al pequeño museo que corona el complejo. Tiene algunas piezas de interés, pero no me demoro mucho. Mientras ella revolotea entre restos arqueológicos, libros y otros objetos en la tienda del museo, salgo a la terraza y me siento a admirar el conjunto. Sé que tardaré en estar en un entorno que me cautive como éste. Necesito apurar hasta las heces cada emoción que mis sentidos me hagan llegar.
Recuerdo que mi compañera de prisión en Zenda María José Solano estuvo un mes en tierras sicilianas y dejó constancia de su periplo, con la prosa de miel que la caracteriza, en alguno de sus artículos. Hallo el que dedica a estos contornos: Caminando entre dioses: Sicilia monstruosa (Parte II). Mientras lo leo vuelvo mi mirada hacia el Etna, prisión del gigante Encélado según unos, para otros celda del espeluznante Tifón o Tifeo. En él sitúan también la fragua de Hefesto, donde forjaba los rayos de Zeus y las armas de dioses y héroes, auxiliado por los Cíclopes.
Bóveda o de las fraguas de Vulcano
O tumba de los huesos de Tifeo.
Así lo llamó Góngora en los primeros versos de su Polifemo y Galatea. Allí acudiría Apolo para denunciar ante Vulcano-Hefesto, el dios tullido, la infidelidad de su esposa, Venus, con su hermano Marte, tal y como nos lo narra con sus pinceles Diego Velázquez en La fragua de Vulcano, tras haber leído la historia versificada por Ovidio en el Libro IV de Las Metamorfosis.
Observo en lontananza el volcán. Me acuerdo de mi amigo Juande, profesor de filosofía en mi centro, hermano de vida. Cuando le dije que venía, me pidió que rememorara al filósofo Empédocles, presocrático, apóstol de la teoría de los cuatro elementos (agua, aire, tierra y fuego), que según una tradición, seguramente espuria, se suicidó en su cráter, por sintetizar en él todos los elementos.
Aguzo mis sentidos por si escucho el canto del ruiseñor. A Goethe le aseguraron que cantaba aquí seis meses seguidos. Caigo en la cuenta de que estamos en invierno y esta avecilla canora aún debe de estar en tierras africanas.
En 1883 Guy de Maupassant huye de París fastidiado por la Torre Eiffel y los fastos de una exposición universal y emprende un viaje por Italia. Pasa en Sicilia dos meses y nos da cuenta de su periplo en La vida errante. Quiere romper los tópicos que ya tenían sus compatriotas sobre la peligrosidad y miseria de los sicilianos, tópicos que aún hoy perduran para muchos desinformados. Busco el pasaje dedicado a estos lares:
Pronto se aleja la ciudad, pasamos entre Sicilia y Caribdis, las montañas se abaten detrás de nosotros, y encima de ellas asoma la cima aplastada y cubierta de nieve del Etna, que parece estar envuelto en plata, bajo la claridad de la luna llena.
Si un hombre tuviera que pasar un solo día en Sicilia y preguntase qué hay que ver, le respondería yo sin vacilar que Taormina.
No es más que un paisaje, pero un paisaje donde se halla todo lo que parece creado en la Tierra para seducir a los ojos, al espíritu y a la fantasía.
La ciudad está enclavada sobre una gran montaña, como si hubiera rodado de la cumbre, pero no se hace más que atravesarla, aunque contiene algunos lindos restos de lo pasado, y se va uno al teatro griego para ver allí la puesta del sol.
Ya he dicho al hablar del teatro de Segesta que los griegos sabían elegir, como decoradores incomparables que eran, el único lugar donde debía ser construido el teatro, el lugar hecho para la felicidad de los sentidos artistas.
El de Taormina está colocado tan maravillosamente que no debe de existir en el mundo entero otro punto comparable.
Cuando se ha penetrado en su recinto, visitado la escena, la única que ha llegado hasta nosotros en buen estado, se suben las gradas caídas y cubiertas de hierba, destinadas en otro tiempo al público, las cuales podían contener treinta y cinco mil espectadores, y se mira entonces.
Se ve en primer término la ruina, triste, soberbia, desmoronada, donde permanecen en pie, blancas todavía, precisas columnas de mármol terminadas por sus capiteles; luego, por encima de las paredes, se distingue la mar en lontananza, la costa que llega hasta el horizonte sembrada de gigantes rocas, bordada de arenas doradas y cuajada de blancos pueblos; después, a la derecha, por cima de todo, dominándolo todo, llenando con su masa la mitad del cielo, el humeante Etna cubierto de nieve allá abajo.
¿Dónde están los pueblos que sabrían hacer hoy cosas semejantes? ¿Dónde están los hombres que sabrían construir para recreo de los pueblos edificios como éste?
Aquellos hombres, los antiguos, tenían un alma y unos ojos que no se parecían a los nuestros, y en sus venas, con su sangre, corría algo que ha desaparecido: el amor y la admiración de lo bello.
Quedo anonadado ante la perspicacia poética de Maupassant describiendo este complejo y a quienes aquí lo erigieron. Esta tierra tiene musa. Goethe confiesa que después de visitar este lugar, ya en su alojamiento a la vera del mar, comienza a esbozar el borrador de un drama, por desdicha inconcluso, que llamará Nausícaa y contará el encuentro de esta princesa feacia con Odiseo.
Desde el teatro arranca un sendero que desciende hasta la costa. Se llama la Senda de Goethe. Ahora está cerrado, por lo que no podemos comprobar si está tan intransitable como lo halló el teutón, que a duras penas pudo abrirse paso por los setos de aloes.
Rememoro un paseo por Lucca, patria de Luigi Boccherini y Giacomo Puccini. Ejercía de cicerone mi amiga Concetta Sardo Infirri, siciliana recalada en las colinas toscanas cantadas por Collodi en Las aventuras de Pinocho. Concetta es uno de esos regalos que las divinidades te mandan en forma de amigos que son más que amigos. Es una mujer cultísima, cuya menudencia de cuerpo cobija un alma de universo.
Me mostró un árbol que no había visto nunca, el ginkgo biloba, del cual había muchos en las calles lucanas. Se agachó a coger una hoja y me habló de un poema que Goethe escribió, octogenario, a una joven de 18 años, de la que estaba prendado. Se llama Ginkgo Biloba y forma parte del Diván Oriental. El anciano le envía a su amada, que no sucumbió a sus requerimientos, este poema al que pega una hoja del árbol y confiesa que ellos son como esta hoja, que representa la unidad en la dualidad.
Las hojas de este árbol, que del Oriente
a mi jardín venido, lo adorna ahora,
un arcano sentido tienen, que al sabio
de reflexión le brindan materia obvia.
¿Será este árbol extraño algún ser vivo
que un día en dos mitades se dividiera?
¿O dos seres que tanto se comprendieron,
que fundirse en un solo ser decidieran?
La clave de este enigma tan inquietante
yo dentro de mí mismo creo haberla hallado:
¿no adivinas tú mismo, por mis canciones,
que soy sencillo y doble como este árbol?
Paseamos las calles de la moderna Taormina, una ciudad pulcra, que esconde restos romanos en su entramado y calles pintorescas. Eran fechas navideñas y en la iglesia de Santa Catalina de Alejandría, al inicio del Corso Umberto I, a espaldas del odeón romano, escuchamos un concierto de música navideña. Un conjunto de cuerda y percusión, acompañado con la cornamusa, especie de gaita con la que los sicilianos gustan de acompañarse en canciones populares, hizo nuestras delicias. Un abuelete con voz de barítono cantaba en siciliano, trufado de vocablos españoles antiguos.
Paseando las recoletas calles de la ciudad, cuajadas de negocios con alma en los que poder admirar la singular cerámica siciliana en forma de lienzos de azulejos o de jarrones, descubrimos varios negocios que se llamaban Rizzo. Pensé en una de mis compañeras de prisión, Susana Rizo, de cuyo verbo me declaro devoto. Sus ancestros procedían de lares sicilianos. El Rizzo lo simplificaron en el Rizo para mejor pronunciación. Si éstas fueron sus raíces, no pudo tener mejor sementera.
Hallamos un negocio especializado en pistachos de Bronte, variedad exquisita debido a la riqueza del suelo fecundado por el Etna. Nos hicimos con un panettone con crema de los mismos que nos hizo ascender al Olimpo cada vez que lo desayunamos.
Por la noche, ya en Catania, mi hijo mayor nos llevó a cenar a un local, frontero con el Castillo Ursino, recorrido por un río subterráneo, que se puede ver desde una cripta: A Putia Dell’Ostello. Nos aconsejó degustar unas albóndigas de caballo sublimes y una pizza con pistachos de Bronte insuperable. Una botella de tinto del volcán y un par de limoncelli auténticos sicilianos nos reconfortaron con dioses y hombres.
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