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Miranda Popkey: "Sostengo un profundo deseo de sentirme comprendida" - Zenda
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Miranda Popkey: «Sostengo un profundo deseo de sentirme comprendida»

Cualquier conversación es un asunto delicado, cubierto de ramas que crecen en direcciones opuestas, que se enroscan y a menudo dificultan la comprensión. Miranda Popkey ha debutado como novelista con un libro acerca del lugar que habitamos mientras hablamos con alguien.

Cualquier conversación es un asunto delicado, cubierto de ramas que crecen en direcciones opuestas, que se enroscan y a menudo dificultan la comprensión. Miranda Popkey (Santa Cruz, California, 1987) ha debutado como novelista con un libro acerca del lugar que habitamos mientras hablamos con alguien: atendemos a sus palabras y a un tiempo nos disolvemos en pensamientos paralelos; más tarde las cosas que el otro nos dijo vuelven a nosotros con un rostro distinto y la capacidad de plantar la semilla de una reconfiguración posible. Temas de conversación (Gatopardo Ediciones) es una especie de mapa trazado erráticamente a lo largo de los años. También es común esto cuando uno vive: las conversaciones antiguas lucen caducadas en la memoria, pero igualmente resulta difícil plantarse en una conversación con la conciencia viva de su futura caducidad.

La que sostengo con Miranda Popkey es una conversación detrás de muchas otras. Una conversación-respuesta.

***

—Tu aproximación a lo narrado es mayormente fragmentaria y elíptica; ¿cómo concebiste la superficie del libro?

—Rachel Cusk emplea un marco narrativo similar en sus tres últimas novelas, que fueron una inspiración importante a la hora de plantearme maneras distintas de contar una misma historia. De todos modos, mi madre es italiana y tirando hacia atrás por esa tradición literaria nos encontramos rápido con obras como El Decamerón, de Bocaccio, en la que un grupo de personas abandonan Florencia huyendo de la peste y, durante el viaje, se dedican a contarse historias las unas a las otras. Ese fragmentarismo ya estaba ahí. Lo mismo sucede en la tradición inglesa con Chaucer y sus Cuentos de Canterbury, y también me viene a la cabeza la obra de W.G. Sebald, a mediados del siglo pasado, que a menudo juega a desplazarse desde un narrador principal hacia otro que se encuentra integrado dentro de una historia contada por el primero. La cuestión es que, pese a que las novelas de Rachel Cusk fuesen piedras de toque para mí, ese modelo narrativo ya se retrotrae largamente en el tiempo.

La escritura de esta novela me ocupó finalmente siete meses, pero me costó mucho más trabajo sentarme y empezarla. Formaba parte de un programa MFA —Master of Fine Arts—, con lo que tenía siempre a alguien encima pidiéndome que escribiese. En un primer momento intenté plantearla en un sentido más tradicional, con una estructura en tres actos: no es mi intención desmerecer este modelo de narración, pero lo pasaba realmente mal a la hora de encajar en él las cosas que quería decir, los personajes que trataba de representar. No era capaz de hacerlos vivir en el interior de una estructura de ese tipo. En un momento dado empecé a plantearme alternativas, y se me ocurrió la posibilidad de colocarme en una tesitura conversacional muy concreta, aquella en la que algo en el ambiente se afloja para que lo hablado adquiera un estatus diferente. Creo que muchas de las conversaciones que mantenemos, quizá la mayoría, no son más que una manera de pasar el tiempo, pero también existen esas situaciones en las que hablas —o alguien te habla— con la intención de comunicar algo, quizá en un ambiente distendido y al anochecer. Imaginaba un escenario muy específico, y se me ocurrió articular la voz narradora alrededor de una serie de momentos de ese tipo. Diría que entonces las cosas se volvieron mucho más fáciles, aunque el de la escritura siempre es para mí un proceso desapacible y complicado: ahora es cierto que he escrito un libro, pero quién sabe si escribiré alguno más. Creo, por otra parte, que hay escritores interesados en contar historias y otros que tratan de comunicar una idea en concreto, de desarrollar un tema. No creo que yo sea una gran contadora de historias ni que algún día llegue a ser capaz de escribir un libro con una trama emocionante, pero sí pienso que tengo algunas ideas que merece la pena articular: la estructura ficcional la construyo entonces alrededor de mis personajes para hacer posible la comunicación.

—Tu prosa, al comunicarse con esta manera específica de construir lo situacional, también se vuelve elusiva: con frecuencia hablas sobre aquello que está por debajo de lo hablado. Así construyes una historia en la superficie mientras, en su subtexto, se van articulando las ideas que atraviesan la novela.

—Algunos lectores han conectado con el aspecto performativo propio del momento en que cuentas una historia y la modelas para tu audiencia, incluso si ésta la componen personas de tu círculo íntimo. Para que la otra persona pueda comprender aquello que quieres contarle es preciso codificar tu monólogo de manera que pueda ser recibido. Me pasa cuando escribo, pero también cuando hablo: soy la clase de persona que siempre retrocede para revisar lo dicho, que se piensa mucho si una palabra es la correcta, la exacta para comunicar algo. Sostengo un profundo deseo de sentirme comprendida, y creo que todas esas revisiones y vueltas atrás de mis personajes cuando cuentan sus historias son un reflejo de ese deseo. Pero no es buena idea reproducir textualmente la manera en que las personas hablan: resultaría aburrido, irritante y, sobre todo, muy largo —por ejemplo: si tú ahora transcribieses esta entrevista y la publicases exactamente tal y como la estamos manteniendo, tus lectores se enfadarían—. En mi libro se produce una parcial suspensión de la incredulidad: los monólogos son con frecuencia demasiado largos y limpios, nadie los interrumpe y los interlocutores escogen sus palabras con mucho cuidado, dibujan sus arcos narrativos de manera excesivamente precisa. Pero también trataba de rescatar cierto elemento realista proporcionado por las vacilaciones al hablar, por esa manera de regresar sobre las palabras para cambiar un término concreto; lo suficiente como para que el lector comprendiese que cada personaje está construyendo su narración en el momento del habla. Las vacilaciones de la prosa responden también a otros motivos: las historias que se cuentan en el libro resultan, en muchos casos, difíciles de contar, lo que vuelve más común la posibilidad del titubeo. Por otra parte, quería que quedase claro que cada historia parte de la subjetividad del personaje que la narra, que el libro en ningún momento trata de acercarse a lo objetivo ni a una noción de verdad absoluta.

—Dentro de la novela se genera un doble diálogo: en primer lugar, aquel que tiene lugar entre los personajes; por otra parte, el que se produce entre la conversación y el monólogo interno de la narradora, que simultáneamente construye una versión alternativa de aquello que escucha. Se emplea así no solo el punto de vista de quien habla, sino también el de esa otra persona sobre la que se refleja lo contado.

—Y en última instancia pienso que el lector es la tercera persona: lee el monólogo de quien cuenta la historia y también las reflexiones de la narradora al respecto, procesa ambos niveles y añade uno nuevo. Hace un par de meses mantuve una conversación con un amigo acerca de las diferencias entre lo que popularmente se considera novela literaria y la novela comercial —no sé si este es un debate vivo en España, pero en Estados Unidos sí existe una conversación al respecto—. En mi opinión, una diferencia esencial tiene que ver con el rol del lector: en el caso de la novela comercial no se le exige demasiado trabajo, mientras que la novela literaria sí quiere que participe en su construcción de alguna manera. Para mí era muy importante que el lector no mantuviese una actitud pasiva, que maniobrase entre las dos perspectivas que recibe sobre cada historia para descubrir cuál se encuentra más cerca de su propia aproximación al asunto. En uno de los últimos capítulos del libro, la narradora pasa la noche bebiendo unas copas con un grupo de nuevas mamásUn par de ellas comparten historias acerca de su pasado para explicar cómo han llegado a ese momento de sus vidas, y cuando la velada está acabando una mujer se levanta: confiesa ser lesbiana y asegura que tiene una historia muy interesante acerca de cómo y por qué acaba de tener un bebé, pero les suelta que no piensa compartirla con ellas dado que son un grupo de personas profundamente egoístas y autoindulgentes. Buscaba que el lector recibiese con sobresalto a ese personaje, que se plantease de pronto si la suya, la del rechazo frontal, también podría ser una perspectiva válida frente a las historias que se cuentan en el libro. Creo que muchas de las personas a las que no les ha gustado la novela comparten esa visión, piensan que se trata de un montón de basura autoindulgente e inútil, una recopilación de personajes obsesionados consigo mismos. Me interesaba que esa también fuese una posibilidad para el lector.

—En una entrevista concedida a The Rampus hablabas acerca de tu miedo a resultar fría y distante. Esto me interesa, dado que la distancia emocional que impones a la novela exhibe algunas de las contradicciones del cinismo: te permite alcanzar cierto potencial emancipatorio, pero también te hace correr el riesgo de atascarte en una posición concreta. Se revela así el precario balance entre las nociones de construcción deconstrucción personal, dado que la flexibilización de la mirada de la narradora la coloca finalmente en un escenario ambiguo, en el que no queda claro si ha encontrado respuestas o si se encuentra todavía más confusa que al principio.

—Por naturaleza soy una persona que se ve sobrepasada fácilmente por sus emociones. Sentir las cosas físicamente con tanta fuerza puede ser abrumador y debilitante de cara a funcionar con normalidad en el mundo, así que confío en mi habilidad para colocar cierta distancia entre mí misma y mis emociones, para así poder afrontarlas de una manera más o menos analítica. Creo que no se trata solo de un método para comprender el mundo, sino también para sobrevivir a él: si soy capaz de mantener las cosas lo suficientemente lejos de mí, entonces puedo llegar a entenderlas sin antes ser barrida por ellas. Así más o menos se vuelve posible moverse por el mundo. Este libro es enteramente ficticio en el sentido de que no hay en él acontecimientos que yo haya extraído de la vida real —algo particularmente sorprendente para mí, que siempre asumí que si alguna vez llegaba a escribir una novela lo haría colocando un velo fino sobre mi persona—, pero lo que sí es por completo un correlato de mí misma es, por así decirlo, la vida emocional de la narradora. Sus sentimientos y dificultades emocionales, sus pensamientos acerca de sí misma; todas esas cuestiones parten de mis conflictos personales. La dialéctica frágil que se le plantea es la siguiente: ella quiere sobrevivir al mundo y sentirse segura, pero también quiere estar en el mundo. Dado que la única manera que tiene de mantenerse a salvo es la de guardar cierta distancia con las cosas, el asunto se vuelve irresoluble. No puedes, al mismo tiempo, estar en el mundo y mantenerlo a distancia. Y si ese es el problema esencial de la narradora es porque también es el mío.

—La narradora tiene una relación conflictiva con ciertas imposiciones que proceden de un modelo político, social y cultural del que, en cierta medida, participa. En concreto, quedan subrayadas las imposiciones del deseo a la hora de describir los parámetros de su rol como mujer blanca y heterosexual incapaz de desvincularse por completo de ciertas convenciones, atrapada en una contradicción constante.

—Este libro trata mayormente sobre una mujer heterosexual y desde luego sobre una mujer blanca, básicamente porque esas eran las perspectivas que yo podía traer conmigo. No creo que en este momento de mi vida sea una escritora lo suficientemente buena como para concebir a un personaje central muy alejado de mi propia experiencia. En cualquier caso, me ha interesado ver que muchos más hombres heterosexuales de los que esperaba me han escrito para decirme que han conectado mucho con el libro. He pasado un tiempo preguntándome por qué, y he llegado a la conclusión de que, si bien las mujeres llevan ya un tiempo tratando de desligarse de esas narrativas culturales perjudiciales para ellas, en el caso de los hombres heterosexuales se trata de un fenómeno más reciente, de carácter contemporáneo. La narradora ha sido criada dentro de una cultura patriarcal y misógina y ha adoptado algunas de las ideas y modelos relacionales propios de un sistema como ese —en buena medida porque eran los únicos modelos disponibles—; en un momento dado, se da cuenta de que existen vías alternativas y trata de plantar cara a una serie de preconcepciones profundamente arraigadas acerca de lo que una mujer blanca puede ser o debería ser. Es curioso: en algunos sentidos creo que este personaje, como mujer, se encuentra algo anticuado. Muchas mujeres en el mundo han sobrepasado hace tiempo el lugar en el que ella se encuentra —y, francamente, en el que yo misma me encuentro—. Sin embargo, pienso que ese es precisamente el espacio que atraviesan ahora muchos hombres que se están dando cuenta de que todo el poder que les proporciona un sistema de carácter patriarcal está circunscrito a una serie de conductas muy concretas, de que necesitan estar en el mundo de un modo específico para sacar provecho de ese poder.

—Pensaba, mientras leía el libro, en la película Promising Young Woman, de Emerald Fennell. Ambas son obras cuyas protagonistas son mujeres con cierta libertad —esta es una palabra peligrosa, creo— para llegar a juicios tradicionalmente problemáticos. Creo que ambas reflejan un sentido estricto de contemporaneidad al digerir las implicaciones políticas y estéticas de movimientos sociales como el #MeToo, con la idea de reconfigurar una serie de convenciones culturales enraizadas en el imaginario occidental desde hace décadas, siglos: el objetivo no es imponer una serie de normas nuevas, sino adoptar una actitud vacilante respecto a las anteriores.

—Al final del libro dejo a la narradora en un lugar ambiguo, frente a la idea de existir sin un modelo cultural concreto al que aferrarse. Dices que la palabra libertad es peligrosa, pero yo sí creo que la protagonista de mi novela es, al final de la misma, al menos más libre que al principio. Con el transcurso de las páginas pasa de ser un personaje, dentro de una historia sobre la que no siente que tenga control, a ser quien la está narrando. Se trata de una evolución que se produce en el interior del propio personaje: en su cabeza deja de ser un personaje secundario, pasa a ser la narradora de su propia vida. Esta nueva posición tiene sus complicaciones: desempeñar el rol de alguien que sigue las señales de otras personas narrativamente más poderosas requiere un grado de responsabilidad menor al que tiene que asumir quien narra. Estar a cargo de tu propia vida da algo de miedo: en ese contexto, si algo sale mal resulta difícil esquivar la idea de que la culpa ha sido tuya. Mi conclusión es que echarle la culpa a otro tampoco ayuda. Sigue tratándose de tu vida, sigues siendo tú la persona infeliz.

—No pienso que Temas de conversación sea una novela moral, pero sí intuyo cierto propósito de carácter moral tras ella. La protagonista se propone desinstalar ciertos convencionalismos morales y ese proceso le presenta una buena cantidad de nuevos retos. Habiendo considerado y quizá superado ciertas imposiciones que, como tú dices, te desplazan de la posición de narrador de tu vida, no se alcanza una conclusión específica: se aterriza en un lugar lleno de dudas nuevas. Así se crea una mirada quizá más titubeante, pero también más flexible a la hora de afrontar los problemas políticos y sociales.

—Estoy de acuerdo: no creo que esta novela aborde de manera explícita la confrontación entre dos conjuntos de pautas morales, pero sí estimo que rechaza un marco cultural que lleva consigo una moral incrustada. Evidentemente, adquirir una mayor autonomía implica quedarse a cargo de descubrir qué es lo moralmente correcto, qué la bancarrota moral. Recientemente pensaba acerca de cuántas decisiones distintas tomo cada día, sobre cuántas de ellas están guiadas por mi voluntad de ser una persona decente y en cuántas ocasiones cometo errores. Te pongo un ejemplo algo banal: hace poco, una amiga mía tuvo un bebé. Para evitar que ella y su marido tuviesen que cocinar mientras cuidaban del recién nacido, se nos ocurrió que podríamos turnarnos para llevarles comida cada noche. En primer lugar pensé que no tenía necesidad de apuntarme a la iniciativa, dado que es una mujer con muchos amigos que podrían ayudarla en mi lugar. Pero lo descarté: quería ser una persona generosa. La noche que me tocó llamé al restaurante y resultó que solo tenían disponible el servicio de recogida. Mi amiga y yo no vivimos en la misma parte de Boston. Se me ocurre que puedo llamar a un Uber Eats, pero me posiciono en contra de este modelo económico basado en trabajos temporales. Por otra parte, no quiero coger mi coche para conducir hasta el restaurante y después a casa de mi amiga, me disgusta la idea de gastar tanta gasolina para eso. No tengo tres horas disponibles para hacer ese recorrido en transporte público. ¡Yo solo quería hacer algo bonito por mi amiga!

Lo que quiero decir es que evidentemente las cosas son más fáciles si se trabaja con un marco moral establecido, pero incluso en ese caso es inevitable pasarse el día haciéndote este tipo de preguntas. Creo que es por esto que muchas personas acaban, de un modo u otro, inscribiéndose en el modelo moral que prevalece socialmente: existe la necesidad de externalizar la toma de decisiones, de subcontratarla, de dejar que la opinión más popular en tu círculo de personas cercanas determine cómo vas a comportarte en una situación en la que tengas que tomar una serie de pequeñas decisiones. Con todo esto, lo que quiero decir es que siento bastante empatía hacia aquellas personas atrapadas en un modelo de pensamiento anticuado, quizá patriarcal, personas que confían en ese marco para que dicte sus vidas. Como es obvio, mi empatía es mayor hacia aquellas otras que son atacadas por un sistema de estas características, pero pienso que muchas personas simplemente no quieren pasarse el día meditando acerca de cuál es la decisión correcta, muchas veces no tienen siquiera tiempo para hacerlo dadas sus condiciones materiales. Disponen de un marco que les proporciona las respuestas y se agarran a él. Supongo que hasta cierto punto y en algunos sentidos me gustaría ser capaz de creer con firmeza en algún tipo de modelo de conducta establecido cuyas pautas pudiese comprar de forma íntegra. Yo no me crie en un hogar religioso, pero mi abuela materna sí es una mujer católica muy tradicional. Nació en el sur de Italia, después de la Segunda Guerra Mundial. Su vida fue lo suficientemente terrible como para que sea un alivio que, cuando se pregunta qué es lo que se supone que debe hacer en una situación concreta, exista un marco religioso que le proporcione la respuesta.

—Me dejas pensando acerca de las posibilidades de la literatura en un escenario como este, en el que las personas que escriben sí suelen tener la posibilidad de problematizar su contexto político, están bastante cultivadas y disponen de una herencia cultural muy rica: se da otro equilibrio delicado a la hora de no rechazar nuestro background, pero sí dudar de él. En el fondo me parece que Temas de conversación es un libro sobre la duda, un sentimiento característico de la posmodernidad: nos hemos criado rodeados de productos y referencias, ahora es el momento de enfrentarnos a ellos y ver qué cosas nuevas podemos hacer.

—Apuntas dos cuestiones bastante importantes para mí. La primera, en relación con esto último que has dicho, es que creo que nos encontramos en un punto en el que resulta muy complicado ser original, en el que la originalidad se ha sobrevalorado. Para mí, original es aquello que me permite acercarme a algo que ya conocía, pero hacerlo desde un lugar distinto. Hemos heredado la idea de que el gran arte debe ser completamente diferente a todo lo anterior, pero creo que aunque ese escenario fuese posible se estaría creando en reacción a otra cosa, con lo que al menos tendríamos presente la sombra de aquello que había antes. A la hora de escribir la novela me importaba señalar todos los lugares de los que procedo: no quería que nadie tomase mi libro por un trabajo original. Lo que sí espero es que sea un libro capaz de entablar conversación con muchos otros textos, otros productos culturales.

En segundo lugar, me tengo por una persona bastante juiciosa, y mi manera de rebelarme contra eso —en el mundo, pero también en la escritura— es esforzarme por no tener una respuesta clara para las cosas; y esa es la verdad, nunca la tengo. Me frustra mucho cuando me encuentro en los demás, pero también en mí misma, una apariencia de certeza acerca de qué es lo correcto. En mi caso esto suele manifestarse por la vía negativa: casi nunca sé qué es lo correcto, pero en muchas ocasiones me invade la sensación de que lo que otra persona hace o piensa es sin duda incorrecto. Parte de lo que intentaba hacer con este libro era volcar algunos de mis impulsos más desagradables sobre sus páginas para tratar de mirarlos con cierta empatía, tratar de comprender qué mecanismos pueden llevar a alguien a comportarse de esta manera. Tengo claro que no quiero ser una autoridad sobre nada.

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Autora: Miranda Popkey. Traductora: Patricia Antón. Título: Temas de conversaciónEditorial: Gatopardo. Venta: Todos tus libros.

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Adrián Viéitez

Periodista cultural y estudiante de filosofía. Profesor de poesía contemporánea en el Máster de Periodismo Cultural de la USP-CEU. Antes, en la sección de cultura de El País, La Voz de Galicia, Radio Galega, Jot Down o en el Festival Márgenes. Coordinador de la antología 'Árboles frutales' (Ed. Dieciséis, 2021) y autor de los poemarios 'tratado sobre tu nombre' (Ed. En el mar, 2021) y 'Alta Escuela Musical' (Ed. Dieciséis, 2022).

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