“Nosotros no participamos de la gloria de nuestros antepasados sino cuando nos esforzamos en parecernos a ellos”, notaba Molière. Mis dos abuelos —uno herrero y el otro ebanista— eran republicanos: uno murió luchando en Normandía contra los nazis; el otro participó de la batalla de Madrid y luego se refugió en una carpintería de los suburbios de Buenos Aires. Es curioso porque últimamente ellos, más que los fantasmas de mis padres, se asoman detrás de mi hombro para leer lo que escribo. Los expertos en genealogía y psicoanálisis podrán encontrar alguna clase de explicación para este extraño fenómeno personal, pero lo cierto es que los dos viejos republicanos están aquí ahora mismo, mientras intento articular lo que se cifra detrás del mayor conflicto diplomático con la madre patria que se haya desatado en los últimos cien años. No es verosímil, aunque todavía no lo registren los sondeos de opinión, que al ciudadano promedio le hayan resultado indiferentes el escándalo cruzado, el griterío insultante e imprudente, y el brusco retiro de la cortés embajadora española. Hasta no hace mucho, España no solo era un destino y un refugio; también era —con su acuerdo de la Moncloa y su prosperidad consecuente— una utopía argentina. Cuando los españoles comenzaron a dinamitar el virtuoso bipartidismo y a cuestionar frívolamente la Transición y a lanzar rayos y centellas contra la “casta” (sic), resultó para nosotros una triste evidencia de que la bonanza también podía idiotizar a los pueblos mejor educados. Una apócrifa socialdemocracia aquejada de una cierta inflamación populista y una connivencia con el kirchnerismo ibérico y el separatismo más insolente, que apoyó vía Rodríguez Zapatero al chavismo latinoamericano y participó en la última campaña electoral a favor de Sergio Massa, que metió en su caja de herramientas el verso cubano del lawfare y que dio la espalda a Felipe González, no podría de ninguna manera haber alegrado los corazones del herrero y el ebanista. Pero muchísimo menos hubiesen aprobado que el presidente argentino viajara a Madrid a levantarle el dedo a una nación floreciente y a dar lecciones económicas y morales, desde la decadencia más obscena y sin haber resuelto en casa los problemas más graves, como si fuera un vendedor de tónicos milagreros; tampoco que presumiera de superioridad intelectual ni que acusara (con o sin pruebas) de corrupta a la esposa de su par español. O que volara como estrella de la extrema derecha, como alegre aliado del neofranquismo y acompañado de un troglodita secretario de Culto que lucha contra la ley de divorcio y el matrimonio igualitario.
Ni tanto fuego que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre, dice el refrán español: separar la paja del trigo y no indultar a ninguno de los dos taimados caudillos de esta contienda es más difícil que acomodarse en la trinchera única de las redes sociales, donde el blanco y negro es moda, las audiencias premian la parcialidad más esperpéntica y la palabra carece del peso específico que todavía existe en la vida analógica. Porque esta última tendencia es la que abre acaso al más interesante de todos los temas pendientes de pensar: Donald Trump puede decir que será “un dictador el primer día” de su nuevo mandato sin que truene el escarmiento, y eso sólo tiene una explicación y es que nadie lo toma muy en serio, como hacemos a diario con la insoportable levedad de cualquier tuit impulsivo. Se pueden proferir calumnias e injurias en la webera, camelos terraplanistas y fakenews a repetición y anunciar cualquier disparate para ganar centralidad, y aun así estar seguros de que casi nadie tomará a pie juntillas el exabrupto ni reclamará luego por una promesa exorbitante formulada bajo emoción violenta. A lo sumo, pulgar para arriba o pulgar para abajo, y la relatividad de lo efímero y espontáneo, donde operan y lucran los estrategas, y nadan los fanáticos y los resentidos, y donde todo se parece demasiado a un vibrante juego virtual. Hechos de mentirita dentro de una pecera politizada donde figuras como Javier Milei trabajan más para su avatar que para su presidencia.
El Diccionario de la Lengua Española señala que avatar es “la representación gráfica de la identidad virtual de un usuario en entornos digitales”, pero también una “reencarnación”: ahí va el general Ancap (el superhéroe anarcocapitalista) recitando frente a la gran liga de los reaccionarios (“rugió la bestia en medio de la avenida”) y cuatro días después, cantando bajo una lluvia de papeles plateados con una banda de rock en el Luna Park —los gustos hay que dárselos en vida—, mientras los canales de noticias se ven tentados a una suerte de cadena nacional, fascinados por esas imágenes hipnóticas y surrealistas. Al día siguiente hubo un segundo premio para un personaje que, sin haber logrado todavía nada sólido, le vende una pócima mágica a Occidente; la revista Time le dedicó la portada al avatar y produjo una serie de sentimientos subterráneos e indecibles en el alma argenta: orgullo cholulo porque el mandatario de esta republiqueta olvidada sea capaz de sacudir a la opinión pública mundial, dudosa impresión de que esa publicidad vendría a ser necesariamente positiva, incógnita íntima acerca de si no estará de verdad inaugurando una nueva era y dejando en la banquina a quienes observan el panorama con “categorías antiguas”, y escalofríos por una apuesta que se presenta como la gloria o Devoto, y que encubre con shows admonitorios y fiestas autocelebratorias una recesión abismal, una caída terrorífica del consumo, un creciente desempleo, una inflación aún elevada y una serie de señales para nada halagüeñas sobre la macro, la micro y el dólar resbaloso. ¿Estamos frente a un genio del coleccionismo o ante un timador de Nueve reinas? ¿El paleolibertario es un lúcido incomprendido y los principales economistas están completamente equivocados? ¿La “batalla cultural” y el estrellato del León debe hacernos olvidar que fue a vender lo máximo y que no pudo esta semana con lo mínimo? Sancionar, por ejemplo, la Ley Bases en el Senado y consagrar el Pacto de Mayo, que ya se derrumbó como un castillo de naipes. ¿Son irrelevantes esos trámites de la política? Y si lo son, ¿por qué podrían derribar al jefe de Gabinete? ¿O ignora Milei las consecuencias de esa y de otras desidias de su gestión, como la que perpetró su gobierno con el gasoducto Néstor Kirchner, que según informó Sofía Diamante sólo funciona a media máquina y le ocasiona así una millonaria erogación en dólares a un Estado escuálido? Un amigo, que es baquiano de todas las incursiones, me alerta y me recuerda un pasaje de “La rebelión de las masas”: “Toda realidad ignorada prepara su venganza”.
El avatar tarde o temprano sale del Luna Park, de los paseos aeróbicos y de la operística sala de proyección de la residencia de Olivos, y se encuentra con la realidad pedestre. El avatar y el resultadista no pueden llevarse bien cuando las cosas siguen tan mal, por más que la derecha stone lo aplauda en otras latitudes y las encuestas no cambien: esta semana Poliarquía avisó que se mantiene alto el apoyo a la administración Milei y crece la confianza en que mejore la situación general. Pero el estado de ánimo es voluble y ciclotímico, compañeros, y por más que el ego del Presidente se sienta inflado —la modestia no es su mayor cualidad— la luna de miel está prendida con alfileres. Carlos Pérez Llana asegura que en este mundo multipolar y cambiante es mejor el realismo que la ideología. Pero al general Ancap no le interesa esa literatura: prefiere el género fantástico antes que el realista. Y al club exclusivo de la Nueva Derecha que a una Europa republicana, diversa y, por lo tanto, saludablemente contradictoria. Prefiere una revolución de derechistas dogmáticos que incluso desprecian a liberales de sentido común y que disponen de una agenda ultraconservadora y cavernícola, postergada aquí para futuras refriegas distractivas y polarizadoras. Ni aun derrotando por completo a la endémica inflación argenta —algo que no está ni de lejos garantizado— mis abuelos asturianos creerían en un tiranosaurio pop que vende lo viejo y rancio como si fuera nuevo y reluciente. Que paradójicamente acusa a los republicanos de “dinosaurios melancólicos”, a los opositores de “liliputienses y cucarachas”, y a los disidentes de “zurdos, rojitos y aborteros”, y que relativiza las reglas del modelo institucional por las que el herrero y el ebanista tanto pelearon.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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