Con su letra clara y picuda de siempre, casi de naturaleza gótica, como la que empleaban los viejos maestros de primera enseñanza que mojaban la pluma en un tintero, me dedicaba sus libros, que me enviaba al periódico con el ánimo de que, si lo tenía a bien, pudiera escribir una breve nota sobre ellos; una reseña, acaso, “si es que en verdad la merecían”, añadía en una nota.
Miguel Delibes, nacido en Valladolid en octubre del año veinte del siglo pasado, es de los pocos escritores de su generación que apenas ha caído en el olvido. Cela, por ejemplo, a pesar del Nobel, a pesar del rastro que dejó tras de sí de hombre polémico, maleducado y controvertido, hasta el punto de haber sido acusado de plagio, capaz de endilgarse por salva sea la parte, según él mismo llegó a manifestar en un programa de televisión, unos cuantos litros de agua inyectados con una lavativa, no pasa por su mejor momento, y sus más destacadas obras, cuyo valor es indiscutible, como La colmena, el Pascual Duarte o su delicioso Viaje a la Alcarria, duermen el sueño de los justos en las estanterías de las bibliotecas a la espera de tiempos más propicios.
Miguel Delibes, hombre templado y sereno al que le daba terror ponerse bajo los focos de una cámara o acudir a una sala abarrotada de público, nunca ocultó el orgullo de su condición de periodista, en una época, además, en la que los escritores profesionales, los creadores puros, los que vivían de ello, miraban de soslayo a quienes desde otras profesiones pretendían encontrar un hueco en el Parnaso de la literatura. En cierta ocasión, Delibes llegó a comentarle a uno de sus mejores amigos, César Alonso de los Ríos, que del periodismo aprendió algo fundamental que aplicó a lo largo de toda su vida a su propia literatura: “Decir mucho en poco espacio”. En la biografía, casi novelada, sobre Delibes que llevó a cabo en 2005 Ramón García Domínguez, el autor de Cinco horas con Mario volvía a reiterar que su condición de novelista “se apoya y se sostiene en mi condición de reportero”.
Y como buen reportero, supo convertir en materia novelable cada una de sus muchas y, en ocasiones, dolorosas experiencias por las que pasó durante su vida. Una terapia. Una manera de espantar los demonios que uno lleva dentro, como solían decir Sabato y Vargas Llosa. La muerte de su mujer, Ángeles de Castro, acaecida en 1974, dio lugar a una de sus obras más finas y entrañables de toda su carrera, Señora de rojo sobre fondo gris, aparecida en 1991. Era —como se ha encargado de recordar una de sus hijas en estos días en los que conmemoramos el centenario de su nacimiento— pesimista por naturaleza y, como Hobbes, confiaba muy poco en la condición humana. Por eso la muerte, como sucede en El camino —uno de los libros que más veces he leído y más he regalado en toda mi vida—, es una constante, hasta convertirse en una especie de amiga que camina a su lado en absoluto silencio, sin hacer preguntas.
Ha sido uno de los pocos escritores españoles —si no el único— que rechazó el premio Planeta. A finales de los 70, un pletórico José Manuel Lara le «ofreció» participar en tan renombrado y millonario concurso. Delibes no quiso aceptar porque, de ese modo, quitaba la oportunidad a otros jóvenes que podían merecer tal honor. Su debilidad por los seres más sencillos, por los más desvalidos e incluso por los marginales queda patente en casi todas sus novelas. Fue el inventor del entrañable Azarías de Los santos inocentes, al que el aguileño, de la Cuesta de Gos, Paco Rabal, con su genialidad de siempre, puso voz y rostro en la película de Mario Camus.
Delibes, que consiguió su primera escopeta de caza a los diez años para acompañar a su padre en sus paseos por el campo, es el autor de una de las frases más geniales que yo haya podido leer nunca, a propósito de la cinegética: “Uno debe cazar las perdices que es capaz de almacenar en la memoria”. Con su literatura sucedió lo mismo que con las perdices: escribió El hereje a los 80 años y concluyó así, de manera tan brillante, su carrera de novelista, porque no tenía nada más que decir; ni por todo el oro del mundo. Fue honrado como él solo.
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