Ninguna grey es asunto mío. Lo que no es óbice para que me sienta orgulloso de haber pertenecido a la última generación de niños que creció jugando en las calles de Madrid. De modo que aún recuerdo las canicas, perdidas en los guas que hacíamos en los descampados, el pan con chocolate —o membrillo— que me tiraba mi madre desde el balcón —ni para merendar quería subir a casa—, y la edad de oro de los macarras de barrio. Estos últimos eran tipos bravos que para camelar a las chicas buscaban pelea en los coches de choque y, para pegarse, quedaban con los macarras de otros barrios en los descampados. Aquellos descampados del Madrid de hace cincuenta años, hermosos como un plano de exteriores del neorrealismo italiano.
Rob Lowe, Emilio Estévez, C. Thomas Howell… De todo ese plantel de actores jóvenes que se dieron a conocer con las dos adaptaciones de Hinton estrenadas por Coppola en 1983, Rebeldes y La ley de la calle, que habrían de dar título a las ediciones españolas de las novelas a partir de entonces, solo Tom Cruise —y Matt Dillon con mucha manga ancha— parece haber gozado de la estrella que se les auguraba en aquellas cintas.
Pero si hay uno que destaca por haber defraudado, una tras otra, todas las expectativas que despertó, ése es, a todas luces, Mickey Rourke, el legendario chico de la motocicleta de La ley de la calle. Nacido en Nueva York en 1952, se había iniciado en el boxeo con tan solo doce años. Ganador de algunos títulos ya como peso mosca, se retiró del cuadrilátero tras sufrir una conmoción durante un combate en 1971. Y así, tras colgar los guantes, siendo estudiante en la universidad de Miami —ciudad a la que le había llevado su madre de niño, cuando se separó de su padre— descubrió la interpretación casualmente, cuando un amigo le pidió una sustitución para un montaje teatral de aficionados.
Hoy se dice “leyenda urbana” a cualquier suposición, aunque concierna a un tema referido a ese ruralismo, que arrecia de nuevo, y todos tan contentos. Pocos términos tan desvirtuados por su uso gratuito como éste. Los macarras de barrio sí fueron auténticas leyendas urbanas, y Rourke supo plasmar la sombría majestuosidad de su ocaso en La ley de la calle con precisión y acierto.
Convertido en uno de esos rebeldes de pacotilla que tanto gustan en Hollywood, la invención hubiese funcionado si se hubiera quedado en una imagen promocional, pero Rourke estaba empeñado en ser uno de esos actores cuya auténtica personalidad se confunde con la del prototipo que representan. Y cuando se alardea de ser algo, hay que serlo de veras. En caso contrario, al impostor le aguarda la misma suerte que a los macarras de barrio que se achantaban cuando empezaba la pelea: un desprecio eterno que oscila entre la burla y la pena.
Rourke acabó por creerse que era el tipo más bragado de la cartelera que le vio medrar incorporando al policía que odia a los asiáticos de Manhattan Sur (Michael Cimino, 1985) y al detective desprejuiciado, que tiene como cliente a Lucifer ni más ni menos, en El corazón del ángel (Alan Parker, 1987). Y ciertamente apuntó maneras en ese sentido. No era el mero músculo sin cerebro alguno. Pero tampoco guardaba tanto misterio como aparentaba tras todo su repertorio de gestos. De entrada, los tipos duros ni bailan ni gesticulan. Siempre prestos a esconder sus sentimientos, permanecen con el ademán impasible.
Decididamente, la gallardía de Rourke no era tanta como parecía, y su sagacidad para escoger los personajes, mínimamente coherentes con la leyenda que se quería forjar, era nula. De entrada, renunció a una oferta de Oliver Stone para integrarse en el reparto de Platoon (1986), uno de los mejores títulos que ha inspirado la guerra de Vietnam, y se prestó sin miramientos a la recreación del John de Nueve semanas y media (Adrian Lyne, 1986), un softcore tardío que cuenta entre lo peor de todo el subgénero. Vacua y esteticista como un anuncio de perfume en los días anteriores a la corrección política, ese Rourke que quiso ser un trasunto del chico de la motocicleta se vio seriamente perjudicado por todo el catálogo de falsas muecas y todo el postureo desplegado en aquella cinta. Ni el indiscutible encanto de Kim Basinger fue capaz de salvar ni un solo plano de aquella tontería para la posteridad. Eso sí, dio mucho dinero y fue el último gran éxito de público del actor en los años 80.
A la postre, ha quedado como el principio de un derrotero que hizo que la caída de Rourke en los años 90 fuese tan rápida como lo había sido su ascenso en la década anterior. Y, lo que es peor, eclipsó con su brillo espurio el que sin duda es uno de los mejores trabajos de interpretación de toda su carrera: el Henry —trasunto de Bukowski— de El borracho (Barbet Schroeder, 1987). En aquella ocasión sí que supo encarnar el afán autodestructivo que inspira a quien bebe de veras. El suyo fue uno de los mejores alcohólicos jamás vistos en una pantalla. Muy superior al Don Birnam de Ray Milland en Días sin huella (Billy Wilder, 1945), el Joe Clay de Jack Lemmon en Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1962) o el Ben Sanderson de Nicholas Cage en Leaving Las Vegas (Mike Figgis, 1992). Sólo Rutger Hauer, en su creación del Andres Kartak de La leyenda del santo bebedor (Ermanno Olmi, 1988), está a la altura del borracho recreado por Rourke. Pero la suerte ya estaba echada. “Trabajar con Mickey es una pesadilla. Es muy peligroso en el set, porque nunca se sabe lo que va a hacer», declaró Alan Parker, yendo a corroborar la fama de insoportable que ya tenía nuestro intérprete.
En su declinar hubo casi de todo. Para volver a ser el rebelde que empezaba a dejar de ser, mientras protagonizaba para Mike Hodges Réquiem por los que van a morir (1987), hizo declaraciones sobre el IRA próximas a la apología del terrorismo. Se jactó de ser amigo de mafiosos y despotricó hasta cansarse sobre el mercantilismo de la pantalla comercial estadounidense. Bastante suerte tuvo de no quedar proscrito en Hollywood de por vida, como fue el caso de tantos otros con la lengua igual de larga que la suya. Lo que ya estaba dañado sin remedio era ese afán de ser un tipo igual que los personajes que recreaba en sus interpretaciones. El recuerdo del chico de la motocicleta se eclipsó a medida que iba tomando forma el histrión que Rourke acabaría siendo. Abundó en los desastres erótico-festivos al protagonizar Orquídea salvaje, otro lamentable softcore tardío estrenado por Zalman King en 1989.
Los macarras de barrio que no cayeron en la heroína o en la delincuencia se extinguieron cuando llegó esa chica que les gustó más que ninguna otra y empezaron a trabajar en serio para ser dignos de ella. En esa abnegación, en ese esfuerzo tan irrelevante y prosaico que carece por completo de lirismo y de leyenda, radica una de las grandezas más sublimes de la hombría. El chico de la motocicleta nunca rayó tan alto. Resultó que sólo quería ser el favorito de las mujeres. Debió de serlo, no cabe duda. Pero también se convirtió en una mísera caricatura de la hombría.
Sin embargo, la peor de todas las malas decisiones de aquellos años fue su regreso al boxeo. Hay una secuencia en Toro Salvaje (Martin Scorsese, 1980) en la que Vickie La Motta (Cathy Moriarty) comenta a Jake La Motta (Robert De Niro) que un púgil contra el que va a pelear es un tipo agraciado. Nada más enfrentarse a él en el cuadrilátero, La Motta le encaja un directo en la nariz que se lleva por delante la apostura del contrincante. En su regreso a la lona, a Mickey Rourke le ocurrió algo muy parecido: prácticamente le desfiguraron la cara a golpes. Para hacérsela nueva se puso en manos de cirujanos que acentuaron aún más el estropicio. En fin, entre unos y otros hicieron del actor esa caricatura de un tipo duro que es su rostro. Un daño tan grave que, se diría, obedeció a una maldición suprema por lo miserable que fue Mickey Rourke en su regreso al ring.
Su historial de entonces dice que salió invicto de ocho combates, de los que ganó seis por KO. Hubo uno que le trajo a España, más concretamente al Oviedo del otoño de 1992. El crítico cinematográfico Ángel Fernández-Santos asistió a él, y en su crónica, publicada en El País el catorce de diciembre, escribe: “Mickey Rourke se olvidó durante su parodia del boxeo en el Palacio de los Deportes de Oviedo de un mandato no escrito, pero sagrado, de su oficio: no abofetear a un adversario que no está en condiciones de devolver el guantazo (…). Dio a su personaje un comportamiento feo y abyecto, al disfrutar ostensiblemente cuando vio brotar sangre del rostro de un pobre hombre indefenso”.
Dum Dum Pacheco, campeón de España del peso wélter, toda una leyenda en las calles de Madrid, donde fue uno de los más nobles y bravos macarras de barrio, también estaba presente. “Tú, Robert Redford, ¿no ves que ese hombre pelea para comer?”, le gritó indignado ante el espectáculo. Rourke le oyó y entendió al gran Pacheco. Se sintió ofendido, y como La Motta en Toro salvaje le rompió la nariz de un directo a su adversario.
Toda la villanía de la que la Rourke hizo gala en Oviedo no le sirvió de nada cuando dio con contrincantes que sabían defenderse. Total, que cuando se retiró del ring, estaba medio sonado. Los golpes le habían hecho perder buena parte de la memoria inmediata.
A partir de entonces le costó más trabajo aún aprenderse los guiones. Pero ni esta falta de memoria ni las constantes denuncias por malos tratos de Carré Otis, su segunda mujer, le impidieron seguir trabajando sin descanso. Eso sí, como patética caricatura de los tipos duros y los hombres bravos. De hecho, volvió a dar la talla como tal en una cinta que es una broma, visualmente muy atractiva pero un chiste: Sin City: Ciudad de pecado (Frank Miller, Quentin Tarantino y Robert Rodríguez, 2005). Después llegó El luchador (Darren Aronofsky, 2008), sobre un tipo acabado, que en sus tiempos fue un campeón de wrestling, esa histriónica lucha libre que tanto gusta ahora.
El resto hasta hoy, más de lo mismo. Lo que pasa es que ahora Mickey Rourke, además de un caricato, es un anciano.
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