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Mi Ucrania, de Victoria Belim - Zenda
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Mi Ucrania, de Victoria Belim

En 2014, Vika regresa a su Ucrania natal para investigar un misterio familiar: cómo murió su tío bisabuelo Nikodim en la década de 1930 y por qué su historia sigue siendo tabú casi un siglo después. Mientras el país se sumerge en un nuevo conflicto con Rusia tras la anexión de Crimea, el lector acompaña...

En 2014, Vika regresa a su Ucrania natal para investigar un misterio familiar: cómo murió su tío bisabuelo Nikodim en la década de 1930 y por qué su historia sigue siendo tabú casi un siglo después. Mientras el país se sumerge en un nuevo conflicto con Rusia tras la anexión de Crimea, el lector acompaña a Vika en los temidos archivos de la policía secreta de la antigua URSS en busca de la verdad sobre el pasado del país y sobre Nikodim, incluso a riesgo de un enfrentamiento directo con su familia. Al tiempo que Victoria Belim terminaba esta novela sobre una Ucrania que intentaba hacer las paces con su pasado y florecer, su tierra natal se enfrentaba de nuevo al dolor de otra guerra.

Zenda recoge algunos momentos significativos de Mi Ucrania, de Victoria Belim.

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Vladímir era el hermano mayor de mi padre, al que había perdido tres años antes, de manera que mi tío era el único vínculo que me quedaba con esa rama de la familia. Habíamos nacido en el mismo país, Ucrania. Hablábamos la misma lengua, el ruso. Ambos vivíamos en lugares donde nadie nos había conocido de pequeños, como le gustaba decir a mi tío. Sin embargo, cuando discutíamos, cualquiera habría dicho que procedíamos de dos planetas distintos. Yo emigré de Ucrania a Chicago a los quince años y Vladímir a Tel Aviv con cincuenta y cinco, pero él permaneció en su propia galaxia soviética. Su Unión Soviética no se parecía en nada a la que yo conocí. Para mí significaba privaciones y supermercados vacíos. Su Unión Soviética era poderío nuclear y un ejército fuerte. Mi Unión Soviética era el colapso de la década de 1980 y el desastre de Chernóbil; la suya, el boom de los cincuenta y el vuelo de Yuri Gagarin, el primer hombre que viajó al espacio. Que Vladímir esperase que me sintiera agradecida a alguna de esas Uniones Soviéticas me dejaba atónita.

En la familia teníamos a varios comunistas con carnet y mi bisabuelo materno se enorgullecía de hacerse llamar bolchevique. Sin embargo, esos mismos comunistas habían votado a favor de la independencia de Ucrania en 1991, igual que mi bisabuelo bolchevique. Nadie añoraba la Unión Soviética. A mí la nostalgia siempre me había parecido una enfermedad, dentro de la cual la soviética constituía una patología especial, y el caso de Vladímir me alarmaba. La gente normal no debería echar de menos las largas colas para conseguir comida, los apagones y las carestías constantes. Las personas cuerdas no deberían añorar un régimen que tiró por tierra todos los valores humanistas y encarceló a millones de sus súbditos. El propio Vladímir estuvo en la cárcel por grabar cintas de los Beatles, de modo que si a alguien le habían lavado el cerebro, era a él. (pp. 16-17)

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En Bérih, cuando Sasha u otros vecinos iban de visita, hablaban de las sanciones rusas, la amenaza de una invasión, el clima y los peligros del tizón de los tomates, confiriendo a cada uno de esos temas la misma importancia. No estaban ciegos ante la realidad ni ignoraban sus consecuencias, pero habían asumido que no tenían ningún tipo de control sobre los acontecimientos y, por tanto, se dedicaban a cuidar de sus huertos y a ir tirando, como siempre habían hecho. Sin embargo, en San Nicolás, la guerra era una presencia constante. Estaba en la mueca de angustia de una mujer que llevaba días sin dormir y que había ido a preguntar si la iglesia ofrecería algún trabajo a una refugiada. Estaba en los soldados uniformados, desgarradoramente jóvenes, que acudían para recibir una bendición. Estaba en los parientes consternados que solicitaban servicios fúnebres. Estaba en las conversaciones, las plegarias, los pensamientos. Para hacerse entender, la gente hablaba de «esta guerra» y no de «la guerra». El idioma ucraniano carece de artículos definidos, pero tampoco era necesario especificar que se referían a la Segunda Guerra Mundial. Era la guerra que más cicatrices había dejado en las familias, y aunque la generación que la vivió ya estaba muerta, la idea de la Segunda Guerra Mundial como la guerra santa, la guerra justa, la guerra del heroísmo y los sacrificios aún subsistía en forma de una de las herencias más duraderas de la era soviética. Comparada con aquella, la contienda actual parecía cobarde, fea. En los periódicos occidentales recibía el insulso apelativo de «la crisis de Ucrania», mientras que en los medios del país se aludía confusamente a ella como la Operación Antiterrorista, o por sus siglas en ucraniano: ATO. «¿Cómo se le puede llamar guerra, a esto?», oía yo una y otra vez. Fuera lo que fuese, la gente moría igualmente. (pp. 107-108)

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Al bajar por la calle principal, bautizada en honor al líder de la Revolución bolchevique, vi que Lenin era omnipresente en Ucrania. Cuanto más al este, más probable resultaba que uno viviese en la calle de Lenin, saliese de compras por el bulevar de Lenin, estudiase en el instituto Lenin y trabajase en una fábrica que llevara su nombre. Después de 1991, las calles de Leópolis y de Kiev habían recibido nuevas denominaciones, pero Poltava y sus alrededores conservaban la idiosincrasia comunista.

—Llevamos años presentando peticiones al Gobierno local para que cambien el nombre de la calle, pero nos dicen que hay que esperar, que no es la ocasión adecuada. Entonces ¿cuándo lo será? ¿Por qué he de verme obligada a pasear por una calle con el nombre de ese tirano asesino? —dijo Nadia—. Aunque lo cierto es que a mucha gente le da igual. O al menos les daba igual, hasta ahora. —Nadia apretó el paso para escabullirse por la callejuela más cercana y dejar la calle de Lenin atrás. Pani Olga no podía seguirle el ritmo y le rogó que anduviese más despacio. La esperamos bajo los tilos y después retomamos pausadamente la marcha—. Yo creo que al fin ha llegado el momento del cambio —dijo cogiendo a mi amiga del brazo—. Aquí de lo que se trata es de no perder conciencia de nuestra propia historia, no del nombre de esta calle o la otra.

Yo comenté que, en su afán por renombrar determinados lugares, las autoridades habían optado no por volver a los nombres anteriores, sino por crear nuevos héroes. En esencia, aquello me parecía irónicamente soviético.

Nadia y pani Olga intercambiaron una mirada y se echaron a reír.

—Has pasado demasiado tiempo fuera de Ucrania, hijita. ¿Creías que el estilo de vida soviético se había esfumado junto con la Unión? Todavía falta mucho para que aprendamos a hacer las cosas de otra manera —afirmó Nadia. (pp. 118-119)

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Pensé en el dicho preferido de pani Olga: «Nada desaparece sin dejar rastro». Resonaba de otro modo en Ucrania, un lugar donde, demasiado a menudo, las manifestaciones materiales del pasado eran destruidas y la historia se reescribía. Por fin entendí lo que mi amiga quería decir cuando oí a mi abuela evocar esos lugares, identificados gracias a unos hitos que solo para ella cobraban sentido: matorrales de lilas, montones de ladrillos descoloridos por el sol, desniveles en el terreno… La concepción soviética de la historia implicaba que podía reiniciarse, plegarse a la voluntad de quienes ostentasen el poder, pero, como Valentina, pani Olga y otras de las personas con las que me había encontrado en Ucrania sabían, la historia era fluida. El pasado estaba listo para revelar su legado en los momentos más imprevisibles, ya fuera a través de los dibujos de un bordado, ya fuera a través de un árbol viejo. Si uno quería encontrar lo que deseaba, tenía que saber cómo mirar a las cosas. Poco a poco, yo iba aprendiendo. Aunque a veces me sentía como una extraña en aquel país, también iba cobrando conciencia de la inexorable atracción que ejercía sobre mí. Ver Ucrania como si fuera la primera vez resultaba igual de fascinante que descubrir la historia de mi familia. (pp. 170-171)

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VICTORIA BELIM

Nacida en Ucrania, criada en Estados Unidos y residente en Bélgica, Victoria Belim (seudónimo de Victoria Frolova) es periodista y traductora de literatura persa, y habla dieciocho idiomas. Tras cursar un posgrado en Ciencias Políticas, siguió su pasión por las fragancias y los perfumes viajando por todo el mundo para encontrar nuevos aromas. Como periodista cubre temas relacionados con el arte y la cultura. Es miembro de la Société Française des Parfumeurs y colabora con numerosas universidades de ámbito internacional en la organización de seminarios sobre perfumes y conferencias sobre el olfato, el arte y la ciencia. Desde 2010 escribe para la revista Financial Times HTSI. Sus trabajos también han aparecido en publicaciones como The New York Times, Elle, Marie Claire y Red, así como en su web, boisdejasmin.com, que tiene más de 150.000 visitas mensuales y unos seguidores muy comprometidos en las redes sociales. Mi Ucrania es su primer libro.

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Autora: Victoria Belim. Título: Mi Ucrania. Traductores: Gabriel Dols Gallardo y Víctor Vázquez Monedero. Editorial: Lumen. Venta: Todostuslibros.

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