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Mi General - Zenda
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Mi General

Los de ahora son tiempos convulsos y extraños. Alguna razón habrá encontrado mi mente para elegir recordar otros lejanos. ¿Tal vez porque fueron unos en los que aprendí tolerancia? ¿Quizás porque me la enseñó un hombre del que me separaba un abismo ideológico y al que me acercaba el lazo irrompible de la admiración? Veamos...

Cierto es que “la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”. A esta frase de García Márquez, insigne como él mismo, podría yo añadir humildemente que también lo es cuando la recuerda uno para así contarla mejor.

Los de ahora son tiempos convulsos y extraños. Alguna razón habrá encontrado mi mente para elegir recordar otros lejanos. ¿Tal vez porque fueron unos en los que aprendí tolerancia? ¿Quizás porque me la enseñó un hombre del que me separaba un abismo ideológico y al que me acercaba el lazo irrompible de la admiración?

Veamos si soy capaz de contarla, con permiso del maestro Nobel.

Corría el año 1988.

"Mi misión durante toda la asamblea consistiría en acompañar, traducir y asistir a un general español que participaba como ponente"

El Instituto Internacional de Prensa (IPI, por sus siglas en inglés) celebraba en Estambul su 37ª Asamblea General, centrada en debatir la libertad de expresión, la glasnost en la URSS, el islam, los golpes de Estado y el papel de los militares. Yo trabajaba en un tosco gabinete de prensa montado ad hoc por el IPI para cada asamblea y que se había estrenado en la de Buenos Aires y Montevideo. Tosco, sí: mi exiguo currículo periodístico apenas constaba de casi dos años de vida en Londres (la mayor parte empleada a tiempo parcial en el cuartel general del IPI), unos meses como redactora en prácticas de El País y los mismos como ayudante del IPI en mi tiempo libre en sus reuniones por los mundos de Dios. Tosco, sí, porque dicha colaboración con el instituto comenzaba por la redacción de comunicados o la emisión de carnés de prensa, pasaba por la traducción anónima de discursos al inglés (a veces solo fonética, para oradores que querían parecer políglotas, lo confieso ahora que esos oradores ya habrán tenido tiempo de aprender idiomas, imagino) y terminaba en el suministro de café a quien lo pidiera.

Tosco, sí. Muy tosco.

Pues allí, en Estambul, estaba yo en mayo de 1988, cuando el director general del IPI, el a veces cascarrabias pero siempre adorable Peter Galliner, me asignó un cometido especial: mi misión durante toda la asamblea consistiría en acompañar, traducir y asistir a un general español que participaba como ponente.

¿Un general? ¿Yo?

Mi familia era la de Cuéntame: a mi padre le gustaba Adolfo, mi madre votaba a Felipe y a Alfonso (a los dos, en tándem) y yo (joven, idealista y tumultuosa) adelantaba por la izquierda a don Santiago (Carrillo, claro está).

¿Yo… con un general?

Gutieguez Mellado se llama, ¿sabes quién es? —quiso tranquilizarme Galliner, con su peculiar acento anglo-germano-yiddish.

Lo sabía, lo sabía. Quién no en mi país.

Pero no era UN general, le dije.

—Es EL general.

"La participación de Gutiérrez Mellado era un broche de oro al mandato transitorio de un español al frente de este organismo profesional internacional de prestigio"

Así que, como con esa respuesta quedaba patente que sabía bien quién era el militar invitado, quedé adjudicada a la labor a tiempo completo de convertirme en su sombra mientras durara su estancia en Turquía como orador estelar en la asamblea de periodistas.

El orden interno de la reunión estaba encabezado por la cesión de la presidencia bianual del IPI por parte de Juan Luis Cebrián, a la sazón director de El País, al peruano Enrique Zileri, responsable de la revista Caretas de Lima.

La participación de Gutiérrez Mellado era un broche de oro al mandato transitorio de un español al frente de este organismo profesional internacional de prestigio.

Y tramamos un plan. La ocasión lo merecía.

Por iniciativa de Cebrián, en lugar de una presentación al uso del conferenciante invitado, proyectaríamos el vídeo del 23-F ante la Asamblea. Las imágenes valdrían más que todas las palabras, consideraron, con lucidez, los organizadores.

Tras varios días de preparativos, comenzaron a llegar los participantes. Entre ellos, EL general. Pero en Estambul no conocí al que fue gran vicepresidente del Gobierno de Suárez, ni a su ministro de Defensa, ni al antaño jefe del Estado Mayor, ni siquiera al general de generales por quien yo le tenía. Allí conocí a un hombre menudo vestido de traje sobrio, corbata y chaleco de lana; serio y a la vez sonriente, adusto y sin embargo afable. Le acompañaba siempre el rostro todo bondad de su esposa, Carmen. Los dos formaban una extraña pareja, una isla de pudor y sencillez en medio del mar embravecido de doscientos directivos de medios de comunicación encerrados en un hotel frente al Bósforo, dispuestos a escuchar con las garras afiladas lo que tuviera que decirles.

"No oculto que desperté envidias, por supuesto sanas"

Cumpliendo con mucho gusto la tarea que me habían encomendado, aquella pareja, que demostró ser la mejor compañía posible, y yo, convertida en lazarillo de ambos (aunque aún hoy no sé muy bien quién escoltaba a quién), huíamos siempre que encontrábamos una hora libre. Juntos los tres fuimos turistas en Constantinopla, timados en el Gran Bazar e hipnotizados en el mercado de las especias. Tomamos café en las terrazas de Istiqlal y lo visitamos todo, desde el Topkapi a Santa Sofía.

No oculto que desperté envidias, por supuesto sanas.

“¿Qué tal con tu general?”, preguntaban algunos con sorna, por supuesto sana, incidiendo en el posesivo. Sobre todo mis colegas españoles, extrañados (sanamente, por supuesto) de que un prócer remiso al contacto con la prensa fuera puerto franco para una insignificante plumilla en ciernes y de que esta no hubiera vendido ya cinco exclusivas. Pero yo, con la inocencia (sana, de verdad) de quien es demasiado joven para tener respuestas, no era capaz de contestar con algo más que monosílabos.

Un día, al fin, llegó la mañana en la que debía intervenir el general como orador invitado ante el auditorio. Él no sabía que en las jornadas previas, cada tarde, cuando regresábamos de nuestros paseos por la ciudad de los dos mares, Francisco Pinto Balsemão (fundador del semanario portugués Expresso y moderador del panel de Gutiérrez Mellado) y yo maquinábamos en secreto la proyección del vídeo. Solo Cebrián, Balsemão y yo conocíamos el plan.

"Doscientos pares de ojos de todas las nacionalidades se volvieron hacia la pantalla instalada en ella, sin saber muy bien lo que estaban viendo"

Podría decir que lo editamos, pero mentiría. Recuerdo a quien haya olvidado los inicios de este paseo por la memoria: corría el año 1988. Es decir, no había edición digital. Solo había vídeos, en el sentido físico y primigenio de la palabra: Beta y VHS. Por eso y por si acaso, yo llevaba en mi maleta una copia de ambos que el servicio de Documentación de El País me había prestado.

Aunque, visto con la distancia que me dan los años, puedo decir que, a nuestra manera, Balsemão y yo hicimos edición o al menos así la llamamos: “Empieza en el minuto 1,25. Corta en el 3,35”. Sirvió.

Amaneció aquella mañana de mayo y el general se disponía a disertar, precisamente, sobre golpes de Estado, militares, democracia y libertad de prensa. Esperaba que Balsemão le presentara y después le cediera la palabra. Pero, en lugar de eso, el moderador permaneció callado. Solo me hizo una seña. Y yo pulsé play.

“¡Quieto todo el mundo!”, retumbó en una esquina de la sala.

Doscientos pares de ojos de todas las nacionalidades se volvieron hacia la pantalla instalada en ella, sin saber muy bien lo que estaban viendo. Enseguida lo entendieron. Lo que estaban viendo era al mismo hombre enjuto y discreto que se sentaba en el estrado de los oradores de repente duplicado. Ese hombre creció y creció y creció en cinemascope hasta alcanzar talla de gigante. Un resorte lo puso en pie desde que vislumbró el tricornio y supo lo que se avecinaba. Apartó a Adolfo Suárez, su vecino de escaño, para poder enfrentarse de pie a la infamia. Resistió erguido, con los brazos en jarras, y ni toda la fuerza bruta y rolliza del cabecilla Tejero presionándole desde la nuca consiguió doblegarle. Al fin, solo Suárez consiguió que, al menos, se sentara.

Todo esto aparecía en la pantalla de Estambul.

Gutiérrez Mellado, callado en su tribuna, vio lo mismo que los demás, pero apenas tardó una décima de segundo en comprender la encerrona. Y una décima de una décima de segundo en dirigir su vista hacia mí. Sufrí como civil toda la severidad militar de que es capaz un general, mientras manteníamos en silencio esta conversación con la mirada:

Él: Esto es culpa tuya.

Yo: Sí… en parte.

Él: Me has engañado.

Yo: No. Lo oculté para darle una sorpresa.

Él: Creí que éramos amigos.

Yo: Y lo somos, esto es solo un homenaje.

Él: No lo necesito.

Yo: No, pero lo merece.

Mientras, el Gutiérrez Mellado de cinemascope hervía de indignación en su escaño, pero ya estaba sentado en él. Todos los presentes conocían el resto de la historia, porque, gracias al fracaso de aquella asonada, unos cuantos españoles podíamos estar allí, con ellos, hablando de democracia.

Pulsé stop y la pantalla volvió a quedarse en blanco.

"La sala quedó en silencio… ¿un segundo? A mí me parecieron sesenta. Y después, doscientos periodistas del mundo curtidos en mil batallas se pusieron en pie como un solo cuerpo y prorrumpieron en un aplauso"

Dos minutos y diez segundos de dignidad. ¿Cuántos visionados previos fueron necesarios para mostrar aquel corte? No los conté. ¿Cuántas veces más he vuelto a verlo en mi vida? Cinco, cincuenta, quinientas. Y siempre, invariablemente, un escalofrío me recorre las vértebras y las vuelve rígidas: yo tampoco quiero sentarme.

La sala quedó en silencio… ¿un segundo? A mí me parecieron sesenta. Y después, doscientos periodistas del mundo curtidos en mil batallas, con la piel áspera de dar y recibir hachazos, duchos en el arte del cinismo, se pusieron en pie como un solo cuerpo y prorrumpieron en un aplauso más ensordecedor que el más ensordecedor de los aplausos de la Scala de Milán.

No hizo falta que Balsemão le presentara.

Volví a mirar al general, que mantenía la vista baja, sobre sus papeles, mientras recibía la ovación e intentaba comprender cómo se había dejado engañar por la que hasta entonces había sido su cicerone.

Solo la levantó una vez, en el preciso instante en que yo no pude ni supe reprimir una lágrima, una sola, que escapó de mi ojo izquierdo.

Al verla, me concedió el indulto.

Concluimos nuestro sordo y mudo diálogo:

Él: Te perdono.

Yo: Sabía que lo haría. Gracias.

"Yo no tuve forma de averiguar su teléfono y, aunque lo hubiera hecho, tal vez no le habría llamado para no importunar a un personaje célebre y ocupado"

Ese día se clausuró la asamblea y regresamos a nuestros lugares: los doscientos, a sus medios para seguir intentando arreglar el planeta. Gutiérrez Mellado, a sus conferencias magistrales y a su lucha contra la drogadicción desde la FAD. Yo, a mi puesto en prácticas en la Edición Internacional de El País (conocida coloquialmente como la aérea porque, impresa en papel biblia de bajo gramaje, se enviaba a los suscriptores por correo aéreo y porque en aquellos años los soportes de las ediciones se medían por el tipo de papel que las reproducía y no por el peso de los megas que ocupaba su descarga).

Un día después del aterrizaje en Barajas, al llegar a la redacción del periódico, mi amiga y compañera Hanne me preguntó:

—¿¿¿Conoces a Gutiérrez Mellado??? —así lo dijo, lo juro, con tres signos de interrogación.

—Sí… ¿por qué? —no presumí. ¿Una periodista reservada?, por Dios, menudo futuro profesional me esperaba.

—Porque te ha llamado. ¡En persona! Y volverá a hacerlo.

El episodio se repitió, ya sin puntuaciones extremas pero siempre con el reincidente posesivo:

—Tu general… Ha vuelto a llamarte tu general, seguirá intentándolo.

Pero la suerte no nos favoreció: mis horarios no ayudaban y no había móviles, ni correos electrónicos, ni whatsApp para paliar el desencuentro. Yo no tuve forma de averiguar su teléfono y, aunque lo hubiera hecho, tal vez no le habría llamado para no importunar a un personaje célebre y ocupado (¿una periodista que no quiere molestar?, pues eso…).

En la última llamada, mi general dejó el recado a Hanne:

—Dígale, por favor, que solo quería agradecerle todo lo que hizo por mi esposa y por mí en Estambul… Todo —contaba mi amiga que recalcó.

"Nunca logré volver a hablar con él, pero todavía recuerdo aquella semana turca como si hubiera ocurrido ayer"

Él y yo sabíamos que todo era muy poco, pero esa simple frase me confirmó que el indulto que había creído leer en su mirada desde el estrado de Estambul se había convertido en una amnistía permanente.

Gutiérrez Mellado murió siete años más tarde, un 15 de diciembre, cuando el coche en el que viajaba resbaló en el hielo.

Nunca logré volver a hablar con él, pero todavía recuerdo aquella semana turca como si hubiera ocurrido ayer.

Por qué la recuerdo, me pregunto ahora. Quizás porque hoy, más de treinta años después y en estos tiempos convulsos y extraños, algo ha hecho crecer en mí el respeto por quien no quiso ni se avino a agacharse ante el fascismo, aunque lo blandieran quienes se decían “los suyos”. Quizás porque hoy, hoy mismo, aunque ya no sea joven ni tumultuosa, gracias a personajes irrepetibles de la historia reciente sigo siendo lo suficientemente idealista como para no querer sentarme, por más que nos quieran obligar los nuevos aspirantes a déspotas intentando doblarnos la nuca.

O quizás porque a uno de esos personajes aún le debo una llamada.

Y, sin duda, porque hasta hoy, hasta hoy mismo, no he dejado de esperar tres milagros del más allá:

Uno, que el a veces cascarrabias pero siempre adorable director general del IPI Peter Galliner (fallecido en 2007, cuando yo ya estaba demasiado ocupada para seguir visitándole a él y a su esposa Helga en su villa de Lanzarote) vuelva a asignarme el mejor trabajo de mi vida.

Dos, que mi amiga del alma Hannelore Haas (sucumbió a un cáncer de hígado en 1997) me hable otra vez con varias interrogaciones.

Y tres, que lo haga para decirme: “Te ha llamado Gutiérrez Mellado”… mi general.

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Yolanda Guerrero

Yolanda Guerrero (Toulouse, Francia, 1962) estudió Periodismo en Madrid y trabajó en Londres para el Instituto Internacional de Prensa (IPI, por sus siglas en inglés), dedicado a la defensa de la libertad de prensa en el mundo. En 1987 entró en El País, donde desarrolló prácticamente toda su carrera profesional: fue responsable de la edición latinoamericana y cubrió como enviada especial eventos relacionados con comercio exterior y política internacional. Escribió para prácticamente todas las secciones del periódico y, a partir de 2010, coordinó el suplemento semanal que The New York Times editaba en español conjuntamente con El País. Dejó este diario y el periodismo en 2013 para lanzarse de nuevo a la aventura de la ficción, ya iniciada en 1997, cuando quedó finalista del IX Premio Ana María Matute, de Ediciones Torremozas, con el cuento El color del humo. Su primera novela, El huracán y la mariposa, ha sido publicada por la editorial Catedral, en 2017. La segunda, Mariela, llega a las librerías el 25 de abril de 2019, publicada por Ediciones B. @YolandaGDome

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