Todavía es ahora cuando, en algunas de las bitácoras que la rinden tributo —naturalmente no soy el único que se quedó prendado de Mimsy Farmer en More (Barbet Schroeder, 1969)— se recuerda cómo amar a Estelle —su personaje en aquella ocasión, su Personaje por excelencia— supuso la destrucción a Stefan (Klaus Grünberg). Más aún, apenas se queda el propio Stefan cautivado por ella en la secuencia de la fiesta parisina, Charlie (Michel Canderli) le advierte que ya ha acabado con un par de tipos.
Vaya por delante que More me parece la mejor cinta que inspiró la sedición juvenil del siglo XX. Además de ser el mejor filme al que el rock haya puesto la banda sonora y estar rodado en la Ibiza mítica —la de los hippies auténticos—, alude a asuntos tan eternos como los amores absolutos y, por tanto, destructivos. Estelle es una mujer tan fatal como pueda serlo la Kitty Collins (Ava Gardner) de Forajidos (Robert Siodmak, 1946). Como el propio Moravia señala, la pasión que la une a Stefan es tan poderosa como la que alumbraron George Sand y Chopin, también con las Baleares (Mallorca) como telón de fondo. Pero dejemos a Moravia en el mismo olvido que han quedado las inquietudes sociales de antaño y vayamos a ese rock, que fue el primer reclamo que tuvo para mí esta inolvidable cinta.
Siendo More, el álbum homónimo de Pink Floyd, esa banda sonora aludida, ansié ver la película a la que pertenecía desde que atesoré el disco. Debo de estar hablando de 1974 o 1975. Al igual que El Valle (1972), la otra película hippie de Schroeder, también con banda sonora de Pink Floyd —el Obscured by Clouds en este caso—, More estaba prohibida en aquella España donde lo estaba casi todo lo que no era obligatorio. No tuve oportunidad de visionarla hasta finales de los años 70, casi una década después del estreno francés del filme. La dicha me fue dada dentro de la programación de uno de aquellos entrañables cinestudios que animaban la cartelera de aquellos días, el Griffith de San Pol de Mar, recuerdo bien. Hasta aquella primera proyección yo no había reparado en Mimsy. Bien es cierto que la portada del disco —obra de Hipgnosis, como tantas otras de Pink Floyd— reproducía un fotograma de la película en el que Estelle corría al encuentro de Stefan ante un molino ibicenco. Pero era una imagen solarizada que sólo insinuaba su belleza.
Ya en la proyección, en el primer visionado de la cinta, apenas me fue dada esa secuencia del molino sin la solarización, cuando ella corre al encuentro de Stefan, los dos de tripi en un viaje que se pretende el final —inútilmente, claro— a su experiencia con la heroína —caballo que a él le llevará a la muerte cuando se vea en Dalt Vila sin ella—, hice de Mimsy mi alucinada favorita. “Si yo fuera Balzac —recuerdo que me dije—, ella sería mi dilecta”. Realidad y ficción, respecto a Estelle y Mimsy, se confundieron en mí a partir de entonces. Sé que al punto hice de ella la mejor de aquellas chicas que olían a pachuli y lucían en sus muñecas piedras de Mauritania, que tanto me inspiraban al salir del cine. El curso del tiempo habría de convertirlas en uno de los grandes mitos de mi vida.
Entre los que estábamos en el ajo, se decía que Mimsy en More iba puesta. Personalmente era tan parecida a su personaje que Schroeder escribió con ella los diálogos que habría de pronunciar. Esa semejanza a las muchachas que me atraían en la vida cotidiana fue lo que me cautivó de Mimsy. Por el mismo procedimiento, ya me habían magnetizado Catherine Spaak y Carole André. Siendo ya cinéfilo, pues aún era un mero espectador, lo haría Michele Girardon. Era una belleza cercana, como pudiera serlo la de una freak que cursó conmigo COU.
Ya prendado, hice de Mimsy mi alucinada favorita en una creación tan sobria como la de su Nadia de El correo del Zar (Erprando Visconti, 1970) y en una adaptación televisiva de Martin Eden (Giacomo Battiato, 1979), la novela autobiográfica de Jack London, cuya lectura me calara tan hondo también por aquellos remotos albores de mi juventud. Después le perdí la pista, como a todas las musas del pasado siglo.
Ya cinéfilo y amante del giallo, la reencontré encarnando a la Jill Trevers de El gato negro (Lucio Fulci, 1981). Recuerdo la alegría que me produjo descubrir su nombre en la carátula del VHS y la decepción de encontrarla fatalmente tocada por la edad. Ya experto en reconstrucción de las vidas de cuantos me emocionaron en la gran pantalla, me apliqué en la de Mimsy ávido de recordar lo delicioso que fue admirarla en mi juventud.
Nacida en Chicago en 1945, tras ser descubierta por un agente de prensa cuando sólo contaba dieciséis primaveras, los primeros títulos de su filmografía fueron comedias de treinta minutos para el show de Donna Reed fechadas en 1962. Sí que habría de ser grato ver ahora a ambas actrices en alguna de aquellas entregas.
Tras incorporar a la Claris Coleman de Fiebre en la sangre (Delmer Daves, 1963), la maravillosa Mimsy siguió unos cursos de interpretación e inició una carrera como secundaria en la pequeña pantalla. Esto la llevó a colaborar en series como Rumbo a lo desconocido, Lassie o Perry Masson. Sus apariciones en la gran pantalla fueron menos frecuentes en aquellos años. Pero también las hubo. Quizás debamos destacar Brazos de terciopelo (Harvey Hart, 1964), una de aquellas comedias dramáticas que, acabada su etapa musical a las órdenes de George Sidney —Un beso para Birdie (1962), Cita en Las Vegas (1964)—, comenzó a protagonizar Ann-Margret.
Pero es la encantadora Mimsy la que concierne a estas líneas. Luego de un año en Canadá, donde se empleó en un centro de investigación, la futura Estelle regresó a Estados Unidos. Esta vez se instaló en Los Ángeles y allí entró en el cine independiente por la puerta grande, de la mano de Roger Corman, ni más ni menos, quien, siendo productor de The Wild Racers (1968), la contrató como protagonista. Se trataba de una cinta de motoristas dirigida por Daniel Haller y, sin acreditar, por el propio Corman. Fue la segunda película de bikers de Mimsy para la American Internacional Pictures, género que gozó de cierto predicamento en la casa tras el éxito de Los ángeles del infierno (1966), del propio Corman. Y también fue el último filme estadounidense de aquella chica de Chicago que estaba llamada a ser una de las más atractivas musas del giallo.
Se sabe que, tras aquel rodaje que siempre ha recordado como un placer, viajó a Europa para visitar a su hermano mayor, empleado como profesor de matemáticas en una universidad inglesa. Lo que se desconoce es el motivo que la impulsó a cruzar el Canal de La Mancha.
Fuera como fuese, Schroeder, epígono de la nouvelle vague, creador de Les Films de Losange —marca con la que habría de ser el mejor productor de Rohmer y Rivette—, era un hombre al cabo de la calle de la sedición juvenil que tenía en la toxicomanía una de sus principales referencias, nada que ver con las concepciones marxistas de Moravia. Prueba de su sintonía con esa nueva heterodoxia que pasaba por el ya clásico sexo, drogas y rock & roll es su conocimiento de Pink Floyd cuando aún eran una banda minoritaria. Debieron de ser las creaciones de motorista rebelde para la American International Pictures —al fin y al cabo, otra sedición juvenil de la época— las que llevaron a Schroeder a contratar a la gran Mimsy.
Minoritario también, al menos en comparación con el de las propuestas comerciales de la época puesto que siempre fue una película distribuida en los circuitos de versión original o de arte y ensayo, el éxito de More no se hizo esperar. Además de estar protagonizada por miss Farmer y musicalizada por Pink Floyd, era una película muy buena. Infinitamente mejor que Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) —imposible referirse a ella por su ridículo título español de Buscando mi destino—, cinta sobrevalorada cinematográficamente por su innegable valor testimonial de la contestación juvenil estadounidense y su magnífica banda sonora.
No hay duda de que fue entonces cuando nuestra actriz se ganó a sus primeros adoradores. Contaba entre ellos el guionista Vicenio Cerami —con el tiempo llegaría a serlo de La vida es bella (1997) y otras películas de Roberto Benigni— quien tras conocer a Mimsy durante un viaje de la actriz a Italia, contrajo matrimonio con ella. A la larga, Cerami también fue la causa de que la antigua Estelle fuera una de las musas del giallo. Ya afincada en Roma, cultivó el género por primera vez de la mano de uno de sus más genuinos representantes, Dario Argento, en Cuatro moscas sobre terciopelo gris (1971). Después llegó Il profumo della signora in nero (Franceso Barilli, 1974). Una y otra fueron sus dos principales contribuciones al género.
Prolongada hasta 1991, en la filmografía de Mimsy Farmer no faltan clásicos del cine europeo: Dos hombres en la ciudad (José Giovanni, 1973), Allonsanfàn (Paolo y Vittorio Tavani, 1974), Adiós al macho (Marco Ferreri, 1978), La muerte de Mario Ricci (Claude Goretta, 1983)… pero yo me quedo con la Estelle de More.
Y eso fue todo. El papel que habría de convertir a una actriz tan seductora y sugerente como ella en una estrella no llegó. Es muy probable que la propia Mimsy no lo quisiera. Retirada de la interpretación desde comienzos de los años 90, ahora se dedica a la pintura. Pero Estelle en More, no ya Mimsy Farmer, permanece incólume con su belleza entre letal e ingenua.
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