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Mensaje - Zenda
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Mensaje

[Imagen: Inés Valencia] LOS TRECE ESCALONES, XLII: MENSAJE Nunca le habían dado miedo los ascensores. Hasta que empezaron las pesadillas. Aquel terror no tenía el menor sentido para él. No le asustaban los espacios cerrados, ni las alturas. ¿A qué venía entonces aquella absurda sucesión de sueños horripilantes? La primera vez despertó cubierto de sudor, con...

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XLII: MENSAJE

Nunca le habían dado miedo los ascensores. Hasta que empezaron las pesadillas. Aquel terror no tenía el menor sentido para él. No le asustaban los espacios cerrados, ni las alturas. ¿A qué venía entonces aquella absurda sucesión de sueños horripilantes?

La primera vez despertó cubierto de sudor, con el corazón saliéndosele del pecho, una desasosegante opresión en las sienes y las manos temblorosas. Se quedó sentado en la cama, jadeando, tratando de recobrar la calma. Hizo lo posible por conservar un poco de dignidad, negándose en un principio a encender la lámpara de la mesilla de noche. Jamás se había tenido por un cobarde, y maldita la gracia que le hacía admitirse como tal a sus cuarenta y tres años. Le flaqueó la voluntad antes de que transcurriera un minuto. Las sombras parecían arremolinarse por los rincones y, como un viejo fantasma de la infancia que acudiera para mofarse de él, sonó a lo lejos, al otro lado del tabique, el siniestro tintineo de un juguete musical.

Se estremeció de pies a cabeza, abalanzándose sobre el interruptor. Le costó tranquilizarse. El sueño se le había quedado enganchado bajo los párpados, y escupía sus imágenes en bucle. Se habría dejado despellejar antes que confesarlo, pero, finalmente, no tuvo más remedio que dormir con la luz encendida.

Lo bueno de ser hijo único de una madre viuda es que todo el incondicional y devoto amor de una mujer será tuyo mientras ella viva. Lo malo es que toda su inmensa preocupación, también. No hubo canelones de domingo desde aquella fatídica velada que la autora de sus días no le interrogara sobre sus ojeras y su aspecto enfermizo. Fingió durante un par de meses, balbuceando vaguedades sobre la ingente cantidad de trabajo, los lloros del bebé de los vecinos y cuanta excusa fue capaz de improvisar. Después, su deterioro fue tan evidente que dejó de verle sentido a la mentira. Se desahogó con Nuria, la “amiga especial” a la que cada vez le apetecía más proponerle una relación estable. No porque la quisiera, ojalá pudiera decir que era esa la razón. Su urgencia se debía únicamente al dichoso sueño del ascensor. Al infierno que suponía ya para él enfrentar sus noches solo.

—Pues no sé qué decirte, Jorge, la verdad —opinó ella, con su habitual falta de imaginación y de diplomacia—. Lo lógico es que uno tenga pesadillas con cosas que le dan miedo. Pero eso de asustarse por algo que, normalmente, te da igual…

—El ascensor baja y baja hasta llegar al sótano, donde están los contadores y las antiguas carboneras —explicó él por tercera vez, en tono cansino—. Yo no paro de pulsar el 7, pero sigue bajando. Entonces, se para de repente. Y no entiendo cómo, pero sé que va a pasar algo en cuanto se abran las puertas. Lo sé. Sé que voy a ver algo horrible.

—Ya, pero siempre te despiertas antes de que se abran, cielo. Al final nunca pasa nada.

—Hasta ahora…

Ocurrió la víspera de su cumpleaños. Nuria tenía un viaje de trabajo programado para el día siguiente, así que acordaron celebrarlo por adelantado. Una buena cena, copas, baile. Habría que dejar lo más interesante para otra ocasión. Nuria odiaba dormir fuera de su cama cuando tenía que madrugar para coger un vuelo. Se conformaba con descansar un par de horas, pero en su propio colchón. Y sin compañía.

Jorge no se sentía especialmente preocupado. Había bebido lo bastante como para confiar en caer rendido hasta media mañana. De ninguna manera habría imaginado que ella elegiría precisamente aquella madrugada para dejarse ver.

El guion cambió de improviso, y eso no ayudó mucho. Nada de presionar con insistencia el botón del número 7. Ni rastro del lento descenso hacia lo desconocido. Como si hubiera decidido omitir el resumen del capítulo anterior en el menú de una serie, se vio sin preámbulo alguno frente a las puertas metálicas. Era tan real, tan vívido, que podía oler el tufo a pino del ambientador, y hasta oía su propia respiración entrecortada. Sabía que no estaba realmente allí, pero ni siquiera eso suponía un consuelo. Se avecinaba la conclusión, y no tenía la menor duda de que sería insoportable. Tanto que quizá ya no pudiera despertar (Dios, ¿y si ya no despertaba?). Las puertas empezaron a abrirse, en medio de un silencio que casi se podía masticar. Quiso apartar la vista, clavarla en el suelo, en las puntas de sus zapatos, en las paredes paneladas. Estaba seguro de que el horror, fuera el que fuera, estaría al otro lado de aquellas puertas. En ninguna otra parte. Aún así, no pudo dejar de mirar.

La silueta se dibujó con una parsimonia exasperante. Alcanzó a ver el contorno de unas caderas femeninas, enfundadas en tejanos de un gris descolorido. No era lo que esperaba. Habría apostado por un camisón deshilachado, un sudario, algo mucho más melodramático y fantasmal. Recorrió la figura, anticipándose a un alivio que apenas sobrevivió un par de segundos. Prendas anodinas, informales, como las que llevaría cualquier mujer en la veintena. Chaqueta de lana oscura. Pañuelo de colores. Un cuello largo, elegante, de piel muy blanca. La curva de una bonita barbilla.

Le despertaron sus propios gritos. Desorientado y sacudido por el pánico, trató de ponerse en pie, de correr, de ponerse a salvo. Braceó sin control, se enredó en las sábanas y terminó hecho un ovillo en el suelo, gimiendo como una criatura, acompañado por el indignado lloriqueo del chiquillo del apartamento contiguo. Seguía en la misma postura cuando amaneció.

Se enteró de la noticia por Margot, claro. Era la vecina del 5ºC. Nadie estornudaba en el edificio sin que Margot lo supiera y sin que, de paso, averiguara en tiempo récord si se trataba de gripe, resfriado o alergia.

—Se lo ha llevado la policía hace menos de una hora —informó la señora en tono confidencial—. Figúrate, casi veinte años siendo portero en la finca, ¿tú te lo puedes creer? Tan atento que parecía, tan educado, siempre ayudando a los mayores con las bolsas de la compra… Piensa uno que conoce a las personas y ni de broma. ¿En serio no has oído nada? Porque menudo escándalo se ha formado en la escalera… a Puri casi le da un ataque, no te digo más…

—Pues no me he enterado. Llevo todo el día durmiendo. Últimamente me cuesta conciliar el sueño…

—Tremendo ha sido. Tremendo —siguió Margot, implacable—. Esa pobre chica, todos convencidos de que estaba en el pueblo con sus padres… ¡Dos meses que no se la veía! ¡Y con razón! Al parecer, el muy desgraciado se obsesionó con ella, y eso que por edad habría podido ser su hija, caramba. ¡Un depravado, aquí, en nuestras narices! ¡En el sótano la tenía, esa mala bestia!

—¿Cómo puede ser que nadie notara el olor? —farfulló Jorge, con un nudo en el estómago.

—¡Porque se compró un arcón! ¡Un arcón congelador de esos, por internet! ¡Lo metió por la puerta de atrás, que ya no la usa nadie! ¡Mira, mira, se me ponen los pelos como escarpias solo de pensarlo! Ay, la pobre chiquilla… espero que al menos no sufriera…

—Sí que sufrió. La golpeó, la apuñaló. Y luego la estranguló con su propio pañuelo.

—¡Jesús! —chilló Margot, dando un respingo—. ¿Quién te lo ha dicho? ¿La policía?

Ella. Ella se lo había dicho, sin palabras, empeñada en colarse en sus sueños, en pedir ayuda cuando ya era demasiado tarde. En clamar venganza, quizá. Se lo había dicho con sus manos crispadas, con su sangre, sus dientes rotos y las marcas de su cuello. Con el genuino espanto de sus ojos.

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Lenka Dángel

Lenka Dángel (pseudónimo, obviamente) nació en Gijón en 1978, por fortuna en una casa llena de libros. Fue desde niña una lectora compulsiva con un, a decir de sus profesoras, “exceso de imaginación”. Empezó a escribir poesía a los nueve años, en certámenes escolares y para rellenar secciones en la revista anual del colegio. Abandonó los versos muy pronto y se decantó por los cuentos y las obras de teatro, fascinada por Lorca y por su admirado paisano Alejandro Casona. Abrazó la fantasía con Ende, Durrell, Gripe y Dahl. Sus primeras lecturas adultas fueron obras de Márquez y Pérez-Reverte que su padre, marino de profesión, escamoteaba en los barcos. Estudió Educación Social, interesándose especialmente por impartir talleres de Animación a la lectura y de Escritura Creativa a jóvenes en riesgo de exclusión (en algunos de dichos talleres tuvieron la gentileza de participar los tristemente fallecidos Justo Vasco y Luis Sepúlveda, compañero y amigo de Zenda). Colaboró durante cinco años con la revista ‘La Brocha’, reseñando exposiciones artísticas. Tiene varios microrelatos publicados en diferentes antologías y aspira a que su primera novela vea la luz algún día.

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