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Mendigos de la literatura - Zenda
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Mendigos de la literatura

De la pobreza siempre ha habido aviso en la literatura. Sólo siendo pobre se puede asestar un libro al mundo, ponerlo contra las cuerdas. Los libros que escriben los ricos carecen de épica, y ahí tenemos a Marcel Proust —tan boyante— pagándose reseñas falsas en la portada de Le Figaro, o a tantos escritores mediocres...

De la pobreza siempre ha habido aviso en la literatura. Sólo siendo pobre se puede asestar un libro al mundo, ponerlo contra las cuerdas. Los libros que escriben los ricos carecen de épica, y ahí tenemos a Marcel Proust —tan boyante— pagándose reseñas falsas en la portada de Le Figaro, o a tantos escritores mediocres que debutaron sufragándose las propias ediciones (Vizcaíno Casas, recuerdo ahora, dios me libre). Y es que ser rico y escribir es ocio; ser pobre y escribir, sin embargo, sólo puede ser verdad.

El poeta pobre tiene hasta entrada en la Wikipedia, pues toda redundancia es enciclopédica. En inglés lo llaman “starving artist”, que la versión española traduce como “artista famélico”, pues el editor de turno no se ha enterado de que en nuestro idioma “pobre poeta” somos todos, el que pinta, la que escribe, el que quiere dirigir películas y la que anhela actuar en ellas. De todas las emociones heroicas que acuñó el Romanticismo no es la pobreza del artista la más admirable, pero a lo mejor es la menos impopular.

Se da por hecho la miseria en las gentes de la creación, al punto de que muchos famosos creadores se inventan su miseria como se inventa uno un marquesado. La pobreza nobiliaria, real o fingida, es lo que espera el público de alguien que no se levanta todos los días a las ocho de la mañana para trabajar.

"Se cree aún: que el artista pobre, el pobre poeta, el novelista misérrimo, el bohemio existen, y que son dignos y amorosos y conquistarán el mundo."

Está en la misma Wikipedia ese cuadro de Carl Spitweg que lo reconcilia todo, que incluso lo domicilia. Se llama —de ahí que todo encaje, me encaje— El poeta pobre, y representa a un hombre ya maduro apretado contra una esquina de su casa. Revisa sus poemas mientras ignora el frío que hace. Tiene más libros que muebles en su buhardilla, y son muy gordos esos libros, de encuadernación duradera, como la gloria que él mismo cree estar labrando a 4 grados de temperatura.

Sí, la buhardilla. El poeta pobre y la buhardilla. ¿Quién no ha vivido alguna vez en una buhardilla creyendo que eso era vivir? Uno se encierra en su buhardilla y ya es un artista, y por eso hay tantas buhardillas en Madrid, porque Madrid tiene que alojar a muchos artistas, crearlos a fuerza de escaleras, goteras y caseras. Madrid fabrica artistas por elevación.

En fin, todo esto creímos, se cree aún: que el artista pobre, el pobre poeta, el novelista misérrimo, el bohemio existen, y que son dignos y amorosos y conquistarán el mundo. Lo que no sabíamos, y sigue sin saberse —he venido aquí a decirlo—, es lo de la mendicidad.

Mendicidad

Porque el pobre poeta vive acorazado en su fatalidad, una fatalidad electiva y perfectamente autónoma. Nos lo imaginamos siempre a sus cosas, ajeno al mercadeo del mundo. Pero el pobre poeta casi nunca es tal, sino un poeta mendicante. Y eso, aunque sea sólo por la pérdida de la aliteración, ya nos suena mucho peor.

Porque el poeta regularmente pide, ruega, se arrodilla incluso algunas tardes; va y viene por los rastros de migajas de las mesas de la vida: así de antiestético —con todas esas preposiciones idénticas— va él. Es un mendigo; un mendigo que escribe, vale, pero que también hace su ronda de sablazos y compasiones acariciadas.

"Asomarse a veces al interior del mundo de los libros es contemplar un panorama deprimente, una especie de competición en la pena."

La pobreza o la austeridad que luego vende, que acaso nos vendieron a todos de jóvenes como origen de la gran literatura, sólo es curricular; esto es, mentira en el mercado. No hay dignidad ni orgullo en el poeta mendigo (sea poeta, narrador, actriz o pintora, va dicho), no se vive en el arte, para el arte, con el arte únicamente, y luego que vayan a buscarlo a uno y a hacerlo célebre; no. Se vive en el trapicheo de la propia miseria. Literatura, mendicidad.

De estas diplomacias viscerales me he acordado hace nada al leer los diarios de Rosa Chacel. Esto, por ejemplo: “Cada vez que aparece el angustioso tema, al que yo llamo ejercer la mendicidad, es decir, establecer cualquier relación humana con el propósito anhelante de “ver si sale algo de aquí”, cada vez que esto ocurre —un día sí y otro no— hay algo caricaturesco que me hace temer un mal resultado, no por la dificultad ni la desmedida ambición de la empresa, sino por la mera caricatura que me hace sospechar que, de tanto ridículo, no puede salir nada bueno.”

O esto otro: “Si mi carrera literaria fuese normal, es decir, si tuviera un editor, si se hubiese traducido algún libro mío y existiese la probabilidad de que esto [su libro inédito en curso] saliera a la calle en poco tiempo y diese algún resultado económico, afrontaría el bochorno porque, después de todo, creo que no tengo derecho a negarme tan en redondo a la prostitución.”

"Cualquier pena que sufras, como escritor, como pobre poeta, debes hacerla pública muy rápidamente, y decorarla con sombras escalofriantes y vertiginosas."

Asomarse a veces al interior del mundo de los libros es contemplar un panorama deprimente, una especie de competición en la pena. Uno escucha que tal escritora anda mal de dinero, y al poco le cae un premio; luego escucha que tal escritor se ha divorciado y, al poco también, le cae otro premio. Muchas veces el Cervantes (o un Goya) se le concede a alguien para que no se nos muera sin premiar, de lo que se deduce que hubo campaña previa del propio moribundo vendiendo su moribundez. Cualquier pena que sufras, como escritor, como pobre poeta, debes hacerla pública muy rápidamente, y decorarla con sombras escalofriantes y vertiginosas, pues hay muchas otras penas circulando por el mercado de las lamentaciones, y sólo ganará aquel que se lamente con más insistencia y teatralidad.

Dar pena es una forma literaria de ganarse la vida, y puedes dar pena hasta con tus propios libros, donde cuentes lo pobre que eres, las desgracias que te acompañan, los desesperos que afrontas cada día de tu vida de poeta pobre. Entonces te darán un premio o dos, te llamarán a los congresos, para las charlas, para las conferencias, de América y de la televisión.

La gloria literaria, por tanto, no fue escribir bien, sino dar pena muy bien, llorar mucho y mucho más que los demás, que si no lloran se debe a buen seguro a que tienen una herencia o varios inmuebles alquilados.

De lágrimas también se vive. La literatura es ya ese sitio donde puedes ponerte a llorar a gusto.

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Alberto Olmos

Alberto Olmos (Segovia, 1975) es escritor y columnista. Ha publicado nueve novelas, entre las que destacan Trenes hacia Tokio (2006), Alabanza (2014) o Irene y el aire (2020). Su primer libro de relatos se tituló Guardar las formas (2016), y su primer ensayo, Vidas baratas: elogio de lo cutre (2021). Es premio Ojo Crítico RNE de Narrativa (2009) y I Premio David Gistau de Periodismo (2020). Escribió y locutó el podcast sobre literatura Todo está en los libros (2022). Vive en Madrid.

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