Foto de portada: Anjana Menon
Hasta que no entré en The Museum Tavern y vi lo que vi no entré por completo en Inglaterra. Los meses previos fueron apenas una introducción interminable de días que ya he borrado por su total falta de interés. Pero aquel día llegué a Great Russell Street. Frente a la casa de George Du Maurier, Jarndyce, una librería especializada en los siglos XVIII y XIX con una primera edición de The Premature Burial de Edgar Allan Poe expuesta en el escaparate que recuerdo perfectamente, porque el siglo XIX en Londres es propiedad de Dickens, así que tener ahí a Poe era como poner una réplica de la Macarena en un escaparate de la calle Pureza.
Frente a Jarndyce, el British Museum, el corazón de Bloomsbury, el espíritu de Virginia Woolf y la lluvia, en ese orden. Cuando veo lo que ha pasado en Grecia últimamente doy gracias a Dios de que la tendencia al latrocinio de los ingleses haya servido al menos para que la humanidad conserve el friso del Partenón, la piedra Rosetta y media Grecia clásica. Si fuera por los griegos actuales o por los turcos —valga la redundancia— quizá no quedaría nada. Dediqué más de una hora a buscar el punto exacto de Montague Place desde el que Hammershoi pintó sus cuadros del British Museum —y que me obsesionan por culpa de Vila-Matas— hasta que me topé de frente con The Museum Tavern y decidí entrar. El papel pintado de las paredes del pub imitaba a una biblioteca antigua. Moqueta hasta en el baño, creando vaya usted a saber qué tipo de civilización a mis pies. A mi izquierda una cristalera tras unas enormes cortinas estampadas —de esas típicas inglesas—. A mi derecha una gran librería de madera con cientos de libros, encima de los cuales unas barricas de Jerez presidían la estancia. Olor a sacristía, techos altos, lamparones de los que colgaba una luz tenue y un gran ventilador. Fuera llovía a cantaros. A este lado de la barra, vasos y tipos pesados. Tras la barra, muchas cervezas, mucho whisky, una vidriera, un pizarrón negro con letras doradas, la campana, la carta escrita en tiza y la camarera sirviendo pintas. Admiro esa cadencia artesanal que tiene una mujer sirviendo ales, como sosteniendo un cordón umbilical que hace una transfusión de vida en directo, una gasolinera sirviendo combustible salido del cielo. Mientras me lo ponen, veo entrar dos mendigos. A lo mejor no eran mendigos y solo era gente con acento extraño y muy mala pinta. No, estoy seguro de si eran mendigos y además no eran españoles. Reconozco a un español solo con mirarle, tenemos cara de odio, de rencor, de miedo y esa chulería paleta. Y estos no lo tenían. Además, pude escuchar un acento horrorosamente duro del este de Londres que apenas entiendo. Cockneys. Olían mal y tenían el pelo mojado por la lluvia, así que olían peor aún.
Los hechos se sucedieron muy deprisa, pero jamás podré olvidarlo: los mendigos preguntan si tienen The Guardian. La camarera asiente. Piden dos pintas de Lovestruck, dejan el dinero sobre la barra y van directos a sentarse a la única mesa libre, con el periódico abierto por la página del horóscopo. Lo leen con atención, se miran entre ellos, absortos. Vuelven a leerlo, subrayando con el dedo sucio las palabras que acababan de llamarles tanto la atención. Se vuelven a mirar, como corroborando que lo leído era cierto, sueltan una sonora carcajada al unísono, se levantan, se abrazan, se vuelven a abrazar dando saltos, dejan el periódico doblado en la mesa, junto a las pintas casi llenas y salen de nuevo a la lluvia de Bloomsbury con la mayor felicidad que he visto en mi vida. Los observo alejarse a través de la cristalera que hay detrás de las enormes cortinas estampadas, —de esas típicas inglesas— mientras oigo a uno decirle al otro: «Te lo dije, Harry. Te lo dije».
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