Llevaba tanto tiempo en contacto con Maite Nieto, que se encarga de recibir y revisar mis artículos, que cuando hace poco nos vimos las caras por primera vez, me creí en confianza y se me escaparon un par de comentarios personales. No tengo más que simpatía y agradecimiento hacia ella (como antes hacia Julia Luzán, que cuidó mis textos durante mi primera etapa), así que le hablé como si estuviéramos en una de nuestras charlas telefónicas y, en el reportaje que hizo para el número celebratorio de los cuarenta años de EPS, apareció el detalle de que acabo de cumplir sesenta y cinco y de que para mí es una edad “simbólica”, porque fue a la que murió mi madre. De modo que ya no hay por qué no hablar de ello. De hecho, a mi madre, Lolita, aún le faltaba una semana para cumplirla, ya que falleció el 24 de diciembre de 1977 y había nacido el 31 de ese mes. Desde hace cierto tiempo –hay supersticiones que superan al razonamiento– he temido la llegada de esa cifra. También es la que tenía al morir otra persona sumamente importante en mi vida, Juan Benet. No son infrecuentes esas ideas, esas aprensiones. Una gran amiga, que perdió a su madre cuando ésta contaba sólo treinta y nueve, estaba convencida de que le tocaría seguir sus pasos. Por fortuna, ya ha cumplido los cincuenta y cuatro y está estupendamente, de salud y de aspecto. Conozco muchos más casos.
Pero, más allá de esas supersticiones, da que pensar, se hace raro, descubrir que “de pronto” –no es así, sino muy lentamente– uno es mayor que su propia madre, de lo que ella llegó a serlo nunca. Cuando escribo esto, mi edad ha superado en mes y medio la que alcanzó Lolita, aquel 24 de diciembre. Y a uno se le formulan preguntas improcedentes y absurdas. ¿Por qué? Soy hijo suyo, ¿acaso merezco una vida más larga? ¿Qué la llevó a morir cuando, según la longevidad de nuestra época, era aún “joven” relativamente? Entonces uno hace repaso, en la medida de sus conocimientos, y se da cuenta de que su existencia fue mucho más dura y difícil que la propia. De niño y de joven uno no sabe, o si sabe no calibra la magnitud del pasado que las personas más queridas y próximas llevan a cuestas. El mundo empieza con nosotros y lo anterior no nos atañe. Una madre es una madre, normalmente volcada en sus hijos, que la reclaman para cualquier menudencia. Tardamos muchísimo en pararnos a pensar en lo que ya acarreaba antes de nuestro nacimiento. Y, en el caso de la mía, era excesivo, supongo. Lolita fue la mayor de nueve hermanos, y al más pequeño le sacaba unos veinte años. Como mi abuela estaba mal del corazón, a Lolita le tocó hacer de semimadre de los menores desde muy jovencita. Perdió a dos de ellos cuando eran poco más que adolescentes: a uno se lo llevó la enfermedad, al otro lo mataron milicianos en Madrid durante la Guerra, por nada. Sufrió eso, la Guerra, las carencias, el hambre, los bombardeos franquistas, con mi abuelo refugiado en una embajada (era médico militar) y mi tío Ricardo oculto quién sabe dónde (era falangista). Sé que Lolita le llevaba víveres, procurando despistar a las autoridades. Al que sería su marido, mi padre, lo encarceló el régimen franquista en mayo del 39 bajo graves y falsas acusaciones, y entonces ella removió cielo y tierra para sacarlo de la prisión y salvarle la vida. Según él, mi padre, Lolita era la persona más valiente que jamás había conocido. Se casaron en 1941, ella publicó un libro con dificultades, y su primogénito (mi hermano Julianín, al que no conocí) murió súbitamente a los tres años y medio. Luego nacimos otros cuatro varones, pero es seguro que ninguno la compensamos de la tristeza de ver desaparecer sin aviso al primero, sin duda al que más quiso. Hablé de ello en un libro, Negra espalda del tiempo, y allí creo que dije algo parecido a esto: era el que ya no podía hacerla sufrir ni darle disgustos, el que nunca le contestaría mal como suelen hacer los adolescentes, el que siempre la querría con el querer inigualable y sin reservas de los niños pequeños, el que no pudo cumplir con las expectativas pero tampoco con las decepciones, el que siempre permanecería intacto. Seguro que empleé otras palabras más cuidadas.
Sin duda todo eso desgasta. El esfuerzo temprano, la asunción de papeles que no le correspondían, la muerte de los hermanos, una gratuita y violenta; la Guerra, la represión feroz posterior, el novio en la cárcel y amenazado de muerte, la pérdida del primer niño. Esa biografía la comparte mi madre con millares de españoles, y las hay peores. Sin ir más lejos, no es muy distinta de la de mi padre, que en cambio vivió hasta los noventa y uno. Pero uno no puede por menos de pensar, retrospectivamente, que cuanto se padece va pesando, mina el ánimo y tal vez la salud, quita energías y resistencia para lo que resta. Quita ilusión, aunque ésta se renueve inverosímilmente. Mi madre la renovó en sus últimos años con su primera nieta, Laura (“Por fin una niña en esta familia”, decía), pero la disfrutó poco tiempo. Y ahora que ya soy mayor que Lolita, muchas noches pienso que ella se merecía vivir más tiempo que yo, y que nada puedo hacer al respecto. Qué extraño es todo.
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Artículo de Javier Marías publicado en El País Semanal el 13 de noviembre de 2016.
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