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Massachussets. Un taller de literatura (II) - Ricardo Lladosa - Zenda
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Massachussets. Un taller de literatura (II)

Orangewood, Massachussets, 16 de julio Por la mañana, cuando despertó después de apenas tres horas de sueño, David juraría que había visto beber a un puma, pero el animal era tan silencioso y místico que probablemente se tratara de un sueño. Quizá se había dormido frente a la ventana y el puma era un fantasma...

Orangewood, Massachussets, 16 de julio

Sin poder conciliar el sueño, David Feldman continuó largo rato mirando por la ventana. Le maravillaba el paisaje lunar del jardín, plateado, ceniciento, resplandeciente. Parecía un cuadro de René Magritte. En sus largas horas de insomnio fue testigo de la vida del bosque. Una manada de ciervos de cola blanca paró a beber en la fuente del jardín, un simple caño con un grifo que emergía de la hojarasca y provocaba pequeños charcos en la vieja poza, amarillenta por efecto del sarro. También presenció David el espectáculo de un búho cazando un conejo. Lo agarraba de la nuca con el pico mientras el animal contorsionaba tratando de escapar, hasta que permaneció quieto durante largos segundos y el búho alzó la cabeza. En el pico brilló el resplandor líquido de la sangre, igual que brillaba el agua de la poza cuando los ciervos se marcharon y llegó una pareja de mofetas.

Por la mañana, cuando despertó después de apenas tres horas de sueño, David juraría que había visto beber a un puma, pero el animal era tan silencioso y místico que probablemente se tratara de un sueño. Quizá se había dormido frente a la ventana y el puma era un fantasma de sí mismo, un presagio de la cercanía del silencio. Lo que de veras lo despertó no fue el recuerdo del puma, sino el rugido de la camioneta de Figgis, que traía la comida de todos para una semana.

—¡Vamos, muchachos, arriba! —gritó Greenshaw desde el piso de abajo. A Greta, amante de remolonear bajo las sábanas, le pareció el bramido de un sargento chusquero de los marines. A ella también le había costado dormir aquella primera noche. No solo le fascinaba conocer y hablar con Greenshaw, sino conocer a sus compañeros, con quienes había coincidido en tantas clases y se había cruzado en bibliotecas o salas de estudio sin apenas relacionarse. Tarde o temprano se verían en pijama, o tendrían miedo de algo, o reirían en exceso, o se enfadarían sin motivo… Orangewood era para ella un pequeño teatro de la realidad, donde saldría a relucir quiénes eran, cómo actuaban. En una quincena se conocerían íntimamente, tras varios años intercambiando fríos saludos por los pasillos de la Universidad de Boston. Tal vez encontrara un amigo para toda la vida, quizá se enrollara con alguien, ¿y si llegara a tener un hijo con ese alguien…? Greta rio de sus cuentos de la lechera y se levantó de la cama. Por el pasillo ya se oía el trasiego de gente, el rumor de las duchas, las maquinillas de afeitar…

"La autora escribió un relato muy similar al de Todos nuestros ayeres, pero los personajes de Léxico familiar ya no eran seres de ficción, sino ella misma, su familia y sus amigos"

En el comedor, Greenshaw cortaba generosas rodajas de pan de una hogaza enorme y sacaba grandes botes de mermelada de la caja de cartón que acababa de traer Figgis. Los envoltorios, el cartón, las cucharillas medio dobladas, los viejos platos de cristal. Todo se mezclaba sobre la madera rayada de la mesa. Mientras lavaban cubiertos y los dejaban sobre el escurridor, Suni le preguntó a Greta si creía que Greenshaw habría olvidado la existencia de esos trozos de tela que antaño recibían el nombre de manteles. Ambas rieron en secreto.

—¡Bien, muchachos…!

El maestro carraspeó, alzó la voz como si en vez de a cuatro personas se dirigiera a una multitud. Se habían sentado un día más a la mesa de jardín y sobre las rodillas de Greenshaw había un paquete de libros envuelto en papel de estraza, con el membrete de la librería Dickinson de Amherst. Con su navaja rasgó el papel y sacó los cuatro ejemplares.

—…Ayer charlamos sobre la novela Todos nuestros ayeres, publicada por la escritora italiana Natalia Ginzburg en 1952. Pues bien, hoy es mi deseo debatir acerca de su reverso no ficcional, la novela Léxico familiar, escrita una década más tarde, en 1963. En ella la autora escribió un relato muy similar al de Todos nuestros ayeres, pero los personajes ya no eran seres de ficción, sino ella misma, su familia y sus amigos.

"¿Qué puede ofrecer una novela que no pueda ofrecer la realidad…? Obviamente, no respondáis ahora, sino después de leer el libro"

Después de entregar un ejemplar a cada uno de sus cuatro pupilos, cogió de la mesa el suyo: una edición mucho más antigua, en tapa dura y con la cubierta medio rota. Llevaba la misma gorra de beisbol verde de la universidad de Michigan del día anterior. Se puso las gafas, que colgaban de un cordel de su cuello, y comenzó a leer en voz alta:

—Solo he escrito lo que recordaba, por eso quien intente leer como si fuera una crónica, encontrará muchas lagunas. Y es que este libro, aunque extraído de la realidad, debe leerse como se lee una novela, es decir, sin pedir más, ni menos tampoco, de lo que una novela puede ofrecer…

Se quitó las gafas lentamente y miró sin decir palabra a Suni, a David, a Greta y a José…

—¡Bien, muchachos…! —repitió—. Estas son las palabras que escribió la Ginzburg en el prólogo a su Léxico familiar. Y yo os pregunto a vosotros: ¿qué puede ofrecer una novela que no pueda ofrecer la realidad…? Obviamente, no respondáis ahora, sino después de leer el libro. Podéis subrayar y anotar los ejemplares con vuestras estilográficas. Os doy hasta la hora del almuerzo y nos vemos a las dos de la tarde en el porche de atrás. Tomaremos el camino del lago Wytoba y, durante nuestra caminata, analizaremos Léxico familiar. Ahora debo dejaros, ¡hasta la tarde!

Greenshaw se levantó abruptamente y se dio la media vuelta como si no deseara puntualizaciones de nadie. Lo vieron alejarse con su viejo ejemplar bajo el brazo camino de la biblioteca donde, a buen seguro, moraría aquella mañana.

Se miraron sonrientes y, como hacia un tiempo excelente, acordaron coger cada uno su propia silla y encontrar sus rincones particulares de lectura, al abrigo de toda distracción, en la matriz del bosque.

"Natalia relataba su vida en Turín; la huida a Suiza de su hermano Mario, tras ser sorprendido repartiendo propaganda antifascista"

Suni se encerró en su dormitorio; el porche lo ocupó David; la mesa del jardín Greta. José Juárez, en cambio, se adentró en la fronda y se detuvo a unas cincuenta yardas en un claro de la arboleda, bajo las copas de los altos pinos, abetos y robles. A la sombra entreverada de rayos de sol, tan solo se escuchaba el piar de los pájaros y el leve crujir de las ramas.

Sí, Léxico familiar era el reverso no ficcional de Todos nuestros ayeres. Al igual que en ésta, los personajes de ficción eran varias familias antifascistas en la Italia de entreguerras, en aquélla los protagonistas eran los Levi —la familia de Natalia Ginzburg—: abuelos, padres e hijos; cuñados, nueras y yernos; amigos de la familia; colegas de trabajo… Natalia relataba su vida en Turín; la huida a Suiza de su hermano Mario, tras ser sorprendido repartiendo propaganda antifascista; la boda de su hermana con el ingeniero Olivetti, propietario de la industria de máquinas de escribir. También contaba su matrimonio con Leone Ginzburg, ajusticiado por el fascismo; su trabajo en la editorial Einaudi, junto a Cesare Pavese

En efecto, todo se parecía tanto a Todos nuestros ayeres… Los personajes de ficción eran casi los personajes reales; los hechos acaecidos eran casi los mismos; el ambiente gris, ocre de la posguerra también coincidía… En realidad, había escrito la misma historia dos veces con ligeras variaciones.

Cuando leía la última página, un matorral frente a él crujió y varias comadrejas escaparon a toda prisa. José se sobresaltó. Acababa de terminar la novela y dobló su silla de terraza.

******

Hacía calor. Las chicharras cantaban ensordecedoras. En el porche trasero ya estaban los cuatro cuando amaneció Oliver Greenshaw. Llevaba una pequeña mochila donde portaba, según dijo, sándwiches vegetales y el traje de baño. Colgaban de su cuello unos prismáticos negros.

Fue precisamente Juárez quien comenzó a hablar, como si su voz continuara sus pensamientos de la mañana en medio del bosque…

—Creo que Ginzburg subraya con precisión la idea de la verdad. Dice que todo lo relatado es cierto. Hasta el punto de que, cuando inventa algo sin querer debido a su costumbre de novelista, se siente obligada a destruirlo. En conclusión: su material es la realidad sin paliativos. Pero una realidad de la que ella misma se escamotea, pues afirma querer desaparecer de su narración para que ésta sea la historia de su familia.

"¿Qué sucedería si, en vez de una novela, Léxico familiar fueran las memorias de Natalia Ginzburg?"

—¡Es cierto! —apuntó Greta—. Y por ese procedimiento se convierte casi en narradora omnisciente, desapegada de lo que cuenta. Hasta el punto de que cuando aparece por primera vez quien será su marido, Leone Ginzburg, tan solo lo cita de pasada, como si no lo conociera. Es simplemente alguien que pasea con su hermano Mario, el conspirador, por la avenida Re Umberto de Turín. Los padres de Natalia se preguntan: «¿Quién será ese tal Ginzburg…?». Pero el relato da un giro y pasa a hablar de otros personajes. Como si nada, como si no le diera ninguna importancia.

—Tienes razón, es verdad, la autora desaparece como personaje y procura omitir sus opiniones y sentimientos las más de las veces —agregó José—. Pero, al mismo tiempo, deja ese vacío de información necesario para que sea el lector quien lo rellene.

—¡En efecto, José, ahí has dado en el clavo! —Greenshaw, que parecía ensimismado, había girado la cabeza de pronto con entusiasmo—. Y ahora te pregunto a ti, David, que pareces el más callado… ¿Qué sucedería si, en vez de una novela, Léxico familiar fueran las memorias de Natalia Ginzburg?

—Pues que la autora trataría de expresar sus propias ideas y opiniones, además de rellenar todos esos vacíos de información, para documentar lo más posible la vida de los personajes.

"Se quitó la gorra de la Universidad de Michigan y, tras subirse a una roca riendo, se zambulló en el agua saltando como un niño"

—¡Muy bien, David, acertaste…! Y, en ese caso… ¡Cuéntame, Suni!: si seguimos ese procedimiento de seleccionar, de hurtar información al lector, de no aleccionarlo con nuestras propias opiniones, ¿crees que hay diferencias significativas, a la hora de novelar, entre contar la verdad o inventarte una historia de ficción?

—No, creo que no hay demasiadas. De hecho, a mi me ha parecido que Léxico familiar y Todos nuestros ayeres eran dos novelas casi iguales, complemento la una de la otra. Anverso y reverso, como usted dijo.

—¡Por dios, Suni, haz el favor de llamarme Oliver! Y ahora, ¡disculpadme…!

La orilla se extendía frente a ellos. El lago Wytoba era una gran lengua de agua cristalina, de un gris claro y brillante, que se escondía entre la masa forestal. Greenshaw salió de detrás de un árbol con un bañador pasado de moda anudado bajo la barriga y chancletas brasileñas. Se quitó la gorra de la Universidad de Michigan y, tras subirse a una roca riendo, se zambulló en el agua saltando como un niño.

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Ricardo LLadosa

Ricardo Lladosa (Zaragoza, 1972). Estudió Economía, Derecho y Lenguaje y técnicas de Vídeo y Televisión en las universidades de Zaragoza y Maastricht (Holanda). En la actualidad es director financiero. Desde 2013 escribe sobre literatura en el suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón y en Zenda Libros. En 2015 fue finalista del premio de relatos de la fundación Iluminafrica. "Madagascar" (Anorak, 2017) fue su primera novela. Más tarde publicó "Un amor de Redon" (Fórcola, 2019). Su última novela es "Roma en el bolsillo" (Funambulista, 2023). @ricardolladosa

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