Hay quien considera que el viaje y la aventura son sinónimos, que se trata de dos conceptos que se entremezclan porque implican más o menos sensaciones idénticas. Sin embargo, los hay que, en un intento por deconstruir ideas y conceptos, dan un paso más allá, no sólo físico, sino emocional y mental, en un intento por armonizar la melodía insonorizada —según el oyente, según el perceptor— que se crea entre el cerebro y el corazón. Un diálogo la mayoría de las veces imperceptible que pasa desapercibido porque el ser humano, entre otras muchas inclinaciones, siempre ha abogado por debatirse y batallar entre una cosa u otra. O el cerebro —la razón— o el corazón, pero no los dos. No ambos a la vez. Y a veces uno se pregunta: ¿por qué, o por qué no? Precisamente porque pocas han sido las ocasiones en las que nos hemos permitido hermanarlos. Sintonizarlos e intentar que actuasen o trabajasen al unísono, al mismo son. Y en ese sentido, en lo que respecta a la diferencia entre la aventura o el viaje, resulta que aquellos que consiguen (re)conciliarlos en un lenguaje parecido y acorde, o que sientan igual y se emocionen en idéntico grado, son esas personas que saben distinguir y hallar la diferencia entre el viaje y la aventura. Pues, según ellos, el viaje únicamente implica un frío, insensible y hasta indiferente desplazamiento. Ir del punto A al punto B de manera mecánica, automática e incluso robótica; ejecutado por una materia o compuesto tan duro e insensible como el metal o el acero, como la IA. Sin embargo, aunque los nuevos tiempos se empeñen en instaurar la dictadura de la Inteligencia Artificial, que todo lo controla y todo lo domina, el ser humano, junto al arte y la literatura que le acompañan, seguirá siendo dique de contención y barricada; trinchera robusta erigida a base de papel y de palabra. De ahí que la aventura signifique e implique mucho más que el mero trayecto, pues la aventura supone adentrarse en un lugar del que se sabe cómo se inicia, cómo se llega, pero del que se desconoce cómo se sale o cómo se regresa. ¿Cuántas veces no se han quedado anclados —tirando de recuerdos— en una ciudad, pueblo o isla; cuántas en un mar o en una ría? ¿Cuántas veces no se han identificado con ese verso que canta Sabina cuando comprendió en Comala “que al lugar donde has sido feliz / no debieras tratar de volver” para no desteñir la felicidad que se dejó ahí sin darse uno cuenta, y además, porque segundas partes nunca fueron buenas, de modo que mejor no repetir? Y aun así, hay lugares a los que no sólo vuelves, sino que nada más poner un pie en ellos por primera y virginal vez, sientes que regresas o que has regresado. Y entonces, automáticamente, te conviertes en iniciado o, mejor todavía, en un reiniciado, pues tu memoria y tus sentidos parecen resetearse sin que te des cuenta y tu piel se eriza a cada vestigio de arte y de belleza que contemplas. Sí, te sientes un poco Goethe en su Viaje a Italia. Pero también como Flaubert en El Nilo, como Dinesen en Memorias de África, como Bouvier en Los caminos del mundo o Leigh Fermor en El tiempo de los regalos, e incluso como María José Solano Franco en Una aventura griega, que recientemente ha publicado Debate. Y es que algo sucede cuando se dan los primeros pasos. Algo similar a la emoción de enfrentarse a la página en blanco. Todo puede pasar porque todo está por escribirse y sólo se debe hacer una cosa como viajero, como aventurero o, sencillamente, como nómada insaciable de nuevas historias y paisajes: caminar hacia delante. Dejarse persuadir, cautivar y, sobre todo, provocar, por el horizonte, las gentes, la cultura y el lenguaje. «La naturaleza no se deja conquistar, sólo seducir» apuntala y recuerda Solano. Razón de más para dejar de ser uno mismo y convertirse en otro y responder así a la eterna pregunta de quién se es en realidad. Lo que encierra, asimismo, tal y como recuerda la autora sevillana, una cuestión sobre aquel antiguo axioma de Delfos, el nosce te ipsum, que no se fundamenta en mirar al pasado, sino al contrario: «Aquel consejo divino era un proyecto de futuro», advierte María José. Y razón no le falta. Quizá por ello, en su aventura griega, la propia autora toma por brújula y rastro las huellas de su admirado Patrick —Paddy para los más cercanos, allegados, y seguidores de la obra fermoriana— Leigh Fermor. Y es que este ensayo resulta ser, a diferencia de los ya citados, además de una ruta que conforman un total de quince estancias; de un itinerario en el que se parte desde Atenas para llegar hasta Creta, pasando por Lemonodasos, Porto Jeli, Nauplia, Esparta, Marmari o Kardamili, entre otros enclaves, una historia no sólo de enamoramiento, como dice Jacinto Antón en el Prólogo, sino también de cortejo y seducción de un muerto a un vivo y de un vivo hacia un muerto. Así de intemporal y reencarnada es, por momentos, la pareja formada por Solano y Leigh Fermor. El uno a través del otro, y el otro a través del uno, intentan quebrar los límites del espacio tiempo que les separa y darse cita en algunas terrazas y tabernas de Plaka, como la bohemia Plátanos o la tou Psara, pero también en hoteles como el Orea Eleni, o en el que fuera el domicilio de Paddy y su esposa Joan en Kardamili; por medio de un plato típico, como el getmisá o los artesanos loukumas, y un trago de retsina. Y tal vez por eso sea posible imaginarles a ambos en perfecta sincronía espaciotemporal para experimentar un primer encuentro o una primera degustación, sólo que él viviéndolo como espectador del más allá u otro lado, y ella como fiel intérprete de un presente que reclama la presencia del fantasma que le ha arrebatado todo sentido y razón; que anhela su vuelta a la vida y su resurrección. Y tal vez también por eso, sea fácil visualizarles en ese contexto, ambiente de noche, mientras suena de fondo ‘L’Appuntamento’ de Ornella Vanoni o ‘Misty Blue’ de Etta James.
Solano se define como una narradora viajera, arqueóloga de los sentimientos, y eso explicaría por qué lo que para unos no son más que ruinas y escombros; rocas o pedruscos carentes de relato y explicación, para ella representan un punto de partida, una pista a seguir; la estela y esencia, energía flotante, que ese a quien se persigue y se venera dejó impresa. Así pues, Solano, sirviéndose de su fetichismo doméstico y guiándose por el dictamen de su prosa imaginativa y sugerente, no duda en recomponer escenas cotidianas en las que el lector puede ver, como en un proyector de diapositivas o de vídeo, en la misma piedra que la autora ahora contempla, a un Paddy tumbado que está secando su cuerpo húmedo y desnudo bajo el sol. O fumando un cigarrillo o tomando un café mañanero en el balcón desde el cual apreciar ese mar mediterráneo que hace las veces de oráculo y otras de bálsamo para cualquiera que se preste a observarlo. Y Solano, aunque se niegue o no quiera, tampoco puede controlar la innata necesidad de reconstrucción; de rellenar los agujeros negros o los vacíos de guión; esos recovecos que la Historia pasa por alto porque ni siquiera logra alcanzarlos. Pero para eso están los restauradores de biografías y memorias, videntes de lo que fue y de lo que pudo haber sido, para encarnar la figura del intérprete ensamblador de piezas —traducidas en vivencias y experiencias— ausentes o dispersas. ¿Quién sabe si el destino de ambos no constaba en alguna que otra Astronomía poética similar a la de Cayo Julio Higinio? ¿Quién sabe si este libro, este viaje, que es más que una aventura griega, no estaba también escrito en las estrellas? Dicen que la Fortuna —y así lo recuerda, cómo no, Solano en su ensayo— acompaña a los valientes, y, en virtud de ello, cuando la autora se aventuró en su particular odisea no tenía la menor idea de hasta dónde la llevaría. Como tampoco podía esperar que Paddy, llegado el momento, se reencarnara en el cuerpo y voz de un humilde librero para expresarle un eterno “The love is for you” porque “Mihail likes you very much ”. Y es justo eso lo que Solano anduvo buscando todo el tiempo: un contacto efímero, pero directo. Y por eso Paddy, antes de que María José viajara hasta Grecia, la conquistó con su particular forma de ser, con su bohemia, su talante, su misterio, su seducción y sus guerras —bien fueran físicas o internas—, aunque también con su “forma de andar por las palabras (…) / Que convertía en verso hasta el mismo silencio”, que diría Pepe Domingo Castaño de Manuel Alcántara; con sus peregrinajes literarios, crónicas de aventuras, viajes y romances. Fruto de ello, la pareja Solano-Leigh Fermor han tenido un hijo en común transmutado en libro donde la autora sevillana no sólo disecciona Grecia o a su amante de otro tiempo, sino también a sí misma, reconociéndose vulnerable y solitaria que, como tantas otras en la mitología, la literatura y en la vida, esperan en la orilla o en el puerto a aquel que en su amanecer marchó para nunca más ser visto y mucho menos volver.
Hay lugares a los que pertenecemos y nos pertenecen. Que nos descubren una parte de nosotros o que, directamente, nos invitan a ser otros. Lugares en los que sentimos haber estado antes, aunque pongamos el pie sobre sus suelos por primera vez, porque una parte de nosotros y de nuestra memoria, quizá la que todavía se aferra y deposita un poco de fe en lo que Platón denominó transmigración del alma, y otros reencarnación, se empeña en conservar y en no olvidar. Lugares en los que, al igual que Paddy en Grecia, «envejecer, escribir y morir». Pero, sobre todo, hay lugares que son un asalto a los sentidos y operan en nosotros a corazón y cerebro abierto con la única finalidad de que seamos capaces de sintonizarlos y armonizarlos para transfigurar el viaje en aventura y ésta, a su vez, en leyenda. Porque para eso hacemos las maletas, para lanzarnos al vacío y sumergirnos en lo desconocido y, más importante todavía, para estar abiertos a lo que venga.
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Autor: María José Solano. Título: Una aventura griega. Editorial: Debate. Venta: Amazon
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