Otro veinte de julio, el de 1692, hace hoy trescientos treinta años, Mary Bradbury teme por su vida. Está convencida de que en Gallows Hill (Salem) los cuerpos, ya cadáveres, de Sarah Good, Susannah Martin, Rebecca Nurse, Elizabeth Howe y Sarah Wildes aún penden de las sogas donde, ayer mismo, fueron ahorcadas. En realidad, Mrs. Bradbury —Perkins de soltera— no vive en Salem. Reside, junto a su esposo, en Salisbury. En el futuro, cuando en 1788 se funde el estado de Massachusetts, ambas localidades pertenecerán a él. De momento, están hermanadas por una histeria colectiva que asola a este rincón de Nueva Inglaterra: la mayor caza de brujas que han conocido las colonias americanas de la corona británica.
Aunque las vistas y los ajusticiamientos se celebran en Salem, también se está deteniendo a parroquianos en Andover y Topsfield. Todos son poblaciones relativamente pequeñas, poco más que los fuertes en torno a los que se fundaron. Estamos en el Massachusetts colonial. Sin embargo, de circunscribirse la persecución sólo a Salem, faltaría gente para dar con las más de doscientas personas acusadas de tratos con el Maligno. En su mayoría serán mujeres. Estigmatizadas por todos los credos desde que el hombre alzó sus primeros altares, tras la maldición subyace la idea de que el cuerpo femenino, al desatar la concupiscencia de los varones, lleva la esencia del pecado.
Y como el pecado hay que atajarlo de raíz, en Nueva Inglaterra —que quiere vivir en la estricta observancia de la Biblia, lejos de la deriva, próxima a las “licencias y disipaciones del papismo”, tomada en la metrópoli por la Iglesia de Inglaterra— las brujas están mucho más perseguidas que en la vieja Europa, donde las hogueras en las que han venido ardiendo secularmente, parece que se empiezan a apagar. Aquí, en las trece colonias americanas, no se quema a las brujas, se las cuelga.
El primer caso de hechicería documentado se remonta a 1647, cuando se ahorcó a Alse Young en Windsor (Connecticut). Las actas de aquel proceso no se conservan. Pero sí que se sabe que, para condenarlas, no hacían falta pruebas, bastaba con una acusación.
Ciñéndonos a las que acabarán con la soga al cuello en los próximos días —en cuyas nóminas, ya confeccionadas, teme encontrarse Mary Bradbury pues es consciente de que hay vecinos que la acusan de adoptar la “forma de un jabalí azul”— la proporción no admite dudas: catorce ahorcadas frente a cinco ahorcados. A estos últimos cumple añadir el nombre de Giles Corey, un valiente que se enfrentará a sus paisanos y a su dios impío, prefiriendo morir en la tortura —le aplastarán literalmente, en el suplicio— antes que acusar a Martha Corey, su mujer. Trescientos treinta años después, su ejemplo aún nos habla de esos amores más poderosos que la vida, los dioses y la ley, que sólo acaban cuando la Parca separa a los amantes, que es como mueren los que han amado mucho.
Los puritanos, por el contrario, son de esos hombres que no aman a las mujeres más allá del uso que hacen de ellas cómo meros instrumentos para la procreación. Entre las que llevarán frente a John Hathorne y Jonathan Corvin, sus magistrados, habrá una niña de cuatro años, Dorothy Good. Es hija de Sarah Good, una de las que su cadáver aún pende de la horca, y, por lo tanto, también se le acusará de hechicería. La pequeña admitirá estar en tratos con el Maligno. Bien es cierto que muchas se acusan de ser brujas para salvar la vida. Aunque sus familias son despojadas de sus bienes y expulsadas de la población. No en vano, cuando los investigadores venideros acometan el fenómeno, en gran medida concluirán que el origen de la caza de brujas que dará nombre a todas las demás, hay que buscarlo en las rencillas entre vecinos, tan envidiosos como el resto de los mortales por muy puritanos que sean.
Enseñoreados de Nueva Inglaterra desde que los Padres Fundadores arribaron a ella, a bordo del Mayflower (1620), los puritanos han organizado en su tierra prometida una de las teocracias más crueles y represivas de toda la historia de la humanidad. Estiman que los dos sexos son iguales a los ojos de Dios. Ahora bien, en cuanto a los del Diablo, la cosa cambia: el cuerpo femenino es terreno abonado para las corrupciones del Príncipe de las Tinieblas.
En esta ocasión han bastado las acusaciones de otras niñas —es en verdad repugnante cómo arrastran a las pequeñas a la histeria y al horror— para que la nueva persecución de la hechicería se ponga en marcha. En efecto, Abigail Williams, sólo cuenta once años; nueve su prima Elizabeth Parris, cuando, preguntadas por Samuel Parris —el ministro de la iglesia y líder de la comunidad de Salem— sobre algunos extraños movimientos que han empezado a hacer, acusan a Sarah Good, Sarah Osborne y la esclava Tituba de haberlas “afligido”. No hacen falta más preguntas; no hace falta prueba alguna.
Se da por sentado que han sido hechizadas mediante un pastel de centeno. Los estudiosos que vendrán considerarán la posibilidad de que el cornezuelo de este cereal, un poderoso hongo alucinógeno, hubiera podido alterar la visión de las muchachas. El origen de este infausto desatino en las envidias y en las insidias de vecinos se antoja más probable. Sea cual sea la causa, en los quince meses siguientes se desatará una de las persecuciones de inocentes más execrables de todos los tiempos. Todas las mujeres, que habiten en los bosques por cualquier razón, serán tomadas por brujas, como todas las escépticas ante la fe, las solteras e incluso las casadas que no tienen hijos.
Mary Bradbury, aunque es madre y una de las damas prominentes de Salisbury, además de una mujer verdaderamente piadosa —serán muchos los vecinos que, en unos días, cuando se vea delante de los magistrados, testificarán a su favor—, teme por su vida en un día como hoy. Se le acusa de haber hechizado a toda la tripulación de un barco.
Ante semejante panorama, el veinte de julio de 1692 comienza a acariciar la idea de escapar. El próximo nueve de septiembre, será declarada culpable; el veintidós de ese mismo mes, cuando vayan a buscarla para llevarla a la horca, habrá logrado huir.
Además del nombre por el que se conocerá vulgarmente a la inquisición que desatará en Hollywood, mediado el siglo XX, el senador por Wisconsin, Joseph Raymond MacCarthy, serán muchas las páginas de lo mejor de la literatura estadounidense que inspirarán los juicios de Salem, la caza de brujas. Nathaniel Hawthorne (nacido Hathorne), biznieto del juez Hathorne, incluirá en La casa de los siete tejados (1851), una de sus grandes novelas góticas —ambientada en uno de los inmuebles más inquietantes de Salem—, la maldición que, al parecer, una de las ahorcadas profirió contra su antepasado y, por extensión, a toda la familia del escritor. No es otra que la que gravita sobre los Pycheon, protagonistas de la ficción.
El crisol o Las brujas de Salem (1953) es una de las piezas teatrales más celebradas de Arthur Miller. Pero lo más curioso fue que con su huida —un momento estelar empezado a imaginar tal día como hoy—, Mary Bradbury hizo posible el nacimiento de Ralph Waldo Emerson, uno de los grandes autores estadounidenses. Abanderado del trascendentalismo, fue tataranieto de la mujer que consiguió escapar de los puritanos. Ray Bradbury, todo un capítulo en la crónica de la literatura fantástica estadounidense, también era descendiente —tataranieto— de la huida. Así se escribe la historia.
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