Aún no había escrito sus grandes novelas. Entonces Scott Fitzgerald era un narrador que, como tantos otros, había ido a Hollywood a probar fortuna. Una tarde llamó a Martín de Álzaga Unzué, más conocido como Macoco, que acababa de adquirir la mansión más fastuosa de Beverly Hills. Ya le había hecho un amplio reportaje para un medio de Nueva York, donde le presentaba como un conquistador, el primer playboy de América.
Porque Martín de Álzaga, Macoco, el gran seductor, el argentino que más dinero gastó en su vida (y así figuraba en el Guinness), es uno de los personajes más fascinantes de la primera mitad del siglo XX. Tuvo dos grandes pasiones, a las que dedicó su tiempo: las mujeres y los coches. Ganó el Grand Prix de Marsella en 1924, y sus conquistas femeninas son interminables. Algunas, tan famosas como Rita Hayworth, Greta Garbo, Carmen Miranda, Dolores del Río —una belleza mexicana de la que se enamoró— o Claudette Colbert.
Fue un gran amigo de Errol Flynn, a quien le regaló su yate, de Carlos Gardel y del presidente Perón, e hizo negocios con Aristóteles Onassis, Howard Hughes y Al Capone, con quien montó el Morocco, el cabaret neoyorkino por el que pasaron todas las grandes figuras de su tiempo, y en cuya decoración participó su amiga, la pintora Tamara de Lempicka.
También trató a Saint-Exupéry, Bioy Casares y Victoria Ocampo —de los que era pariente—, Jorge Luis Borges, Jean Cocteau o Paul Claudel. En sus memorias, este poeta y diplomático lo recuerda como «un millonario frívolo que desayunaba con champagne, siempre acompañado de alguna bella mujer, por lo general actriz o modelo famosa, colgando de su brazo como una joya». Martín de Álzaga, de ascendencia vasca, nació con el siglo y cuando pasó de los sesenta años —y había gastado fortunas— dejó su vida de esplendor para regresar a Buenos Aires, sus cuarteles de invierno, donde vivirá dos décadas dedicado a la compra y venta de automóviles de época.
Fue todo un personaje y en su patria un mito, una leyenda de la que hablaban los tangos. A su personaje está dedicado «Shusheta (El señorito)», de Cadícamo y Cobián (los de «Nostalgias») y el temprano «Muchacho» (ya en 1924), que tanto le indignaba; tal vez porque su letra decía: «Que si tenés sentimiento / lo tenés adormecido / pues todo lo has conseguido / pagando como un chabón».
En sus últimos años había dejado las conquistas, vivía con sus gatas siamesas en un sobrio apartamento en la calle Peña, junto a una mujer que le cuidaba. Fue entonces cuando se publicó una breve biografía más centrada en su leyenda que en la realidad, y en donde se leía que se trajinaba a las mujeres en el panteón familiar, lo que le indignó —se había vuelto muy religioso— y decidió que sería él mismo quien contase su desmedida vida al mundo. Así que llamó a Roberto Alifano, un periodista y escritor argentino con el que había coincidido en presencia de Borges: «Mirá —le dijo—: si tenés paciencia te cuento la verdad sobre mi vida, no las macanas que inventa ese novelista de mierda».
Y de esos encuentros se fraguó el libro Macoco, el primer playboy (recién publicado por Renacimiento), cuya edición argentina —del 2012— se titula Tirando manteca al techo, un expresión ché inspirada en nuestro personaje, que viene a significar el derroche más absoluto. Las andanzas de Macoco, como nos recuerda Alifano, están en otra dimensión. Los mortales sólo podemos soñarlas. Y posiblemente verlas, ya que Netflix ha adquirido los derechos del libro para rodar una serie sobre su vida.
Una vida privilegiada. Hijo de una de las familias patricias más poderosas de Argentina (la mansión de su hermano mayor es hoy el hotel Four Seasons), estudió en el King’s College de Londres y en París, pero muy temprano —a los 10 años— ya conoció hembra, una mulata del servicio que había atendido las sugerencias paternas: «Hay que sacar bien macho a Macoquito». No nos extraña que confesara, como lo hace en el libro: «Siempre me gustaron las potrancas, y todo lo que hice en la vida, o casi todo, fue para levantar mujeres, para sumar conquistas femeninas».
Algo que tenía en común con Saint-Exupery. El escritor francés trabajaba en Argentina, como piloto postal, y una tarde coincidió en el bar donde Macoco se reunía con sus amigos, esos niños bien que se portaban mal. El argentino le invitó a unirse a la fiesta, tras preguntarle a qué se dedicaba: «A hacer el amor a las mujeres y a pilotar aviones», le contestó el futuro autor de El principito.
Tras ganar el gran premio de automovilismo, el centro de operaciones de Martín de Álzaga fue París, Nueva York y Beverly Hills, además de Londres, Montecarlo y Venecia, y los safaris africanos —hizo uno con Marlene Dietrich—, cuyas piezas sirvieron para decorar el Marocco, cabaret que tenía tres orquestas, una de ellas de tango. El tango —no podía ser de otro modo— era una especialidad de Macoco, quien confiesa que se lo enseñó a bailar a Maurice Chevalier y Charles Chaplin, dos buenos amigos, además de a innumerables mujeres. Su amistad con Carlos Gardel fue sólida: «Mirá que conocí a grandes cantores: Big Crosby, Al Jolson, Frank Sinatra, pero con la calidad y la sonrisa de él, ninguno. Cuando yo era dueño del Morocco venía siempre y, más de una vez, agarró la guitarra y cantó unos tangos. Un fuera de serie nuestro Gardel».
Su época de esplendor tal vez fuese la década de los treinta, los años del famoso cabaret neoyorkino, cuando conoció —por mediación de Katherine Hepburn— a Howard Hughes y juntos produjeron películas —algunas para sus amantes—; es la época de esas fiestas a lo gran Gatsby que daba todas las semanas en su mansión de Beverly Hills. Sobre Hugues confiesa que el cineasta, obsesionado con los gérmenes, se lavaba las manos con su propia orina, como desinfectante, algo que Hughes le recomendó sin éxito, y hasta compartieron esa intimidad.
Las mujeres fueron el gran tema y su principal ocupación: «La necesidad de la mujer se convirtió en el leit-motiv de mi existencia». Y aún así, «entender a la mujer es imposible. La mujer está hecha para ser amada y no para ser atendida». Uno de sus más tempranos y grandes amores fue Juliette Chatelain, la joven condesa Pompadour, otro personaje legendario, cuya muerte le afectó considerablemente.
Ya hemos hablado de algunas famosas amantes, pero hubo muchas más (también muy famosas) que deambulan por las páginas del libro. Se casó dos veces. Su segunda esposa, Kay Willians, una modelo de Vogue, sería luego la esposa de Clark Gable, a quien se la presentó en su propio cabaret. En la noche de bodas de su primer matrimonio —un detalle de su derroche— ordenó retirar los muebles de la lujosa suite del hotel de Montecarlo y llamó a su decorador para que la pusiera a su gusto.
Martín de Álzaga tuvo unos negocios —bastante oscuros— con Aristóteles Onassis, quien le buscó como socio, y fue «amigo» o conseguidor del presidente Perón, con el que había intercambiado golpes de boxeo en su juventud, y que ahora, ya viudo, sentía nostalgia de las grandes estrellas. Precisamente el libro comienza con la escena en que el presidente argentino le invita a comer porque quiere conocer a Ginger Rogers, buena amiga de Macoco. Más adelante se interesará por Gina Lollobrigida (Perón anduvo detrás de la actriz italiana) y por Brigitte Bardot, pero la francesa no viajó a Argentina, quizás porque nuestro playboy ya no estaba en su época de esplendor. A cambio de estos favores, el presidente le facilitaba pasaporte diplomático y licencias para sus exportaciones.
El libro de Roberto Alifano, que cuenta las andanzas y recuerdos de Martín de Álzaga, no son unas simples memorias recogidas por un periodista, sino una obra recreada por un verdadero narrador y un autor culto, como se aprecia en las abundantes referencias literarias. Salvo el primer capítulo, están escritas —he ahí la originalidad— en segunda persona, algo así como si el autor contara al propio protagonista —Macoco— lo que éste le había contando previamente en numerosos encuentros y conversaciones, al tiempo que el mismo Alifano interviene, mostrando sus impresiones sobre el carácter y la vida del biografiado, a quien trata con cariño y comprensión. Casi, diríamos, poéticamente.
Y es que, como advierte en el prólogo, «no he podido concebir este libro sin su presencia ante mí». Veamos un ejemplo al azar: “En esta ocasión, luciendo un impecable smoking, el gran Gardel cantó para la condesa Nicole Báthory, tu distinguida invitada, descendiente de la famosa dama asesina que —según cuenta la leyenda— en el siglo XVI acostumbraba a bañarse en sangre. No negabas tampoco que el morocho argentino te arrancó lágrimas al evocar en sus canciones las calles de tu ciudad. Porque, como ya lo hemos señalado, eras un sentimental, un romántico irremediable, querido Macoco; un porteño que vivía exiliado, evocando esa Buenos Aires que no te vio nacer pero te vio crecer y de la que te considerabas dueño, señor e ilustrísimo ciudadano”.
(A pesar de esa vida tan suntuosa, apenas existen fotos de Macoco con los grandes personajes de su tiempo, ya que tenía cierta alergia a que le fotografiasen, al considerar las instantáneas como un modo de ir sembrando cadáveres más allá del recuerdo personal).
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