Muy a menudo, al pensar en lo adversa que acabó por serle la suerte a Sylvia Kristel, Laura Antonelli, Maria Schneider y tantas otras actrices que en los años 70 del pasado siglo nos obsequiaron con su desnudez para ayudarnos a ir superando nuestra represión sexual, pienso que la fortuna, como San Agustín, considera que el mayor enemigo de nuestras almas es la Carne. La Carne más que el Mundo y el Demonio. Así, en castigo a la impiedad de aquellas musas del destape, apenas perdieron sus cuerpos la gloria, el fario que les aguardaba fue el peor. Ése fue el pago a la concupiscencia desatada entre tanto reprimido para la perdición de nuestras almas y el solaz de nuestros corazones, siempre ávidos de placer.
En fin, todo estaba empezando cuando un accidente de tráfico en Francia tuvo a la actriz al borde de la muerte durante varias horas. Cuando finalmente volvió a la vida su rostro estaba destrozado. Tuvo que someterse a varias operaciones de estética en los dos años siguientes, pero finalmente no quedaron secuelas en su cara, a excepción de una pequeña cicatriz en el labio superior. Siguió incorporando a seductoras tanto en las comedias como en los thrillers en los que participaba.
Puede que su especialidad de entonces fueran las comedias policiacas, que proliferaron en los años 60 a raíz del éxito de las de Stanley Donen —Charada (1963), Arabesco (1966)—. Para Basil Dearden, otro de los grandes de la pantalla británica, Marisa protagonizó Agentes dobles (1965), sin olvidar esas cintas de agentes secretos, también en auge entonces, con 007 convertido en el paradigma de todas ellas. Marisa Mell fue la chica que se ponía la toalla al salir de la ducha en Trampa bajo el sol, que el francés Gilles Grangier filmó en la Barcelona de 1965. Jean Marais, uno de los agentes más frecuentes de la pantalla gala, también lo fue en aquella ocasión.
No hace mucho, este último invierno, he tenido oportunidad de descubrir Objectif: 500 millions (1966) un extraño noir de Pierre Schoendoerffer con guión de Jorge Semprún. En su metraje, con las mismas que se alude al militarismo de los antiguos miembros de la OAS tras la independencia de Argelia, se reivindica la modernidad de mediados de los años 60 mediante los discos de Miles Davis y Bob Dylan. Una mixtura extraña, empero sugerente, en la que Marisa Mell incorpora a la chica que va a buscar al malote a un gimnasio, donde entrenan púgiles ya vencidos antes de subirse al ring. Desde entonces vengo dándole vueltas a si esta actriz, austriaca como Hedy Lamarr y María Perschy, fue seductora o seducida. Desde luego, esa clásica ingenua a la que los hombres engañan, corrompen y destrozan el corazón no lo fue en modo alguno.
Rechazó un contrato en Hollywood, el mejor pagado de toda su carrera, por lo restrictivo que era. A Italia, que habría de ser su primera pantalla, su país de adopción, llegó reclamada por Mario Monicelli para integrar el reparto de Casanova 70 (1965). Pero en la gran comedia de la pantalla trasalpina, la comedia a la italiana, colaboró en contadas ocasiones. Lo suyo, su espacio de confort, fue el cine de géneros, especialmente el giallo —Una historia perversa (Lucio Fulci, 1969), Las fotos de una mujer decente (Piero Sciumè, 1971), Siete orquídeas manchadas de rojo (Umberto Lenzi, 1952)—, a veces rodado en España —Marta (Jose Antonio Nieves Conde, 1971), Alta tensión (Julio Buchs, 1972)—.
Sin embargo, su mejor creación habría de ser en el fumetti. Fumetti se llama al cómic, a la historieta italiana, y a sus pares en aquella pantalla. Tuvo dos grandes títulos: Diabolik (Mario Bava, 1968) y Barbarella (Roger Vadim, 1968), esta última sobre una heroína francesa, de la bande dessinée. Marisa Mell encontró en el fumetti el gran personaje de su filmografía: la Eva Kant de Diabolik. Compañera de esa suerte de Fantomas italiano que es Diabolik —John Phillip Law en la cinta—, Eva dio pie a Marisa a desplegar sus grandes dotes para la seducción. A recordar su forma de taparse la boca con el pelo tras besar al fabuloso supervillano, como hacían las chicas más atrevidas de los años 60, las panorámicas descriptivas por su espalda desnuda o el miedo a que Diabolik dejase de desearla, por lo que le administraba somníferos para tenerle dormido cuando no se entregaban a la pasión.
Ya en los años 70, Marisa Mell era una de las mujeres más procaces y libres, a la hora de amar, de todo el cine europeo. Sus interminables listas de amantes, y hasta su amistad con Brigitte Bardot —otra de las grandes seductoras de aquel tiempo— habían hecho de esta mujer marcada por la suerte desde que empezó a darse a conocer un extraño mito erótico. Pero entró en aquella década con mal pie. 1971 no le fue favorable. Su compañero durante los últimos tres años, el productor Pierre Luigi Torri, que lo fue de uno de los mejores giallos de Marisa —Las fotos de una mujer decente—, se vio envuelto en un asunto de tráfico de cocaína que la hizo huir de Italia. A consecuencia de aquello, la actriz sufrió un aborto espontáneo, perdiendo el hijo que esperaba de él. Por no hablar del quebranto que supuso aquel escándalo para su ya dudosa reputación.
Se jactaba de haber tenido historias con Warren Beatty, Alain Delon o el último Sah de Persia; al igual que con Roman Polanski, Michel Piccoli, Helmut Berger, Julián Mateos, Espartaco Santoni o Jaime de Mora y Aragón. En España, en la España de las coproducciones mediterráneas, trabajó con frecuencia. De hecho fue aquí, en Madrid, mientras rodaba Pena de muerte (1971), a las órdenes de Jorge Grau, donde adquirió un perro —Rocco—, que le duró hasta 1984. O, lo que es lo mismo, más que cualquiera de sus maridos o amantes. Curd Jürgens fue su amor platónico y, a raíz de Tamango (John Berry, 1958), la cinta que protagonizó este último junto a Dorothy Dandridge, a la que siempre admiró, supo de una actriz maldita de verdad.
Austriaca de nacimiento —nació en Graz, Estiria, en 1939, y fue inscrita en registro civil con el nombre de Marlies Theres Moitzi— descubrió la interpretación admirando a Greta Garbo en Mata Hari (George Fitzmaurice, 1933). Trasladada a Viena para cursar estudios de arte dramático en el prestigioso instituto Max-Reinhardt, Senta Berger y Erika Pluhar fueron dos de sus compañeras en aquellas aulas.
Olvidada por el cine, volvió a Viena en el otoño de sus días. De nuevo en su país, intentó ganarse la vida como rapsoda en los cafés a cambio de las monedas que la clientela tuviera a bien obsequiarla por sus recitales. Quién sabe si en aquellos versos que recitaba a cambio de lo que tuviera a bien darle cada uno el paisanaje encontraba el mismo lirismo que en sus desnudos de los años 70, en los días del softcore y el destape. Fumaba como un carretero. Probablemente fue el tabaco lo que la mató antes de tiempo. Sólo tenía 53 años, y estaba en la ruina, cuando un cáncer de esófago se la llevó en el 92. Una belleza tan llamativa como la suya marca inexorablemente a una mujer.
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