Amo a Madrid como sólo se ama al solar natal. Es decir, con esa vehemencia —“ceguera” la llaman quienes van de ponderados, cuando no hay ponderación que valga ante el más arrebatado de los sentimientos— inherente a cualquier clase de amor. Por eso, puesto a escribir sobre María Félix, una de las grandes musas del cine mexicano, me gusta referirme a ella como la Emperatriz de Lavapiés.
Nací en el Madrid del conde de Mayalde y fui joven en el Madrid de Tierno Galván. Pero jamás había visto tanta inquina, articulada políticamente en contra de la dicha y el progreso de mi ciudad como la de este infausto tiempo. Ya desde niño, cuando me daba miedo salir de Madrid porque fuera extrañaba hasta el agua, supe de niños —algunos de mis primeros amigos sin ir más lejos—, tan nacidos en Madrid como yo, que se avergonzaban de ello y decían ser del pueblo de sus padres. Porque Madrid, aseguraban aquellos padres, era como “un villorrio de La Mancha”. Aquí todos éramos funcionarios, trabajando en aras del proverbial “centralismo” de mi amada ciudad. Si no fuera porque aquellos primeros compañeros que, siendo tan madrileños como yo, lo negaban, ya estarán tan vividos y acabados como mi menda, cualquiera diría que son ellos quienes tan denodadamente trabajan, desde las más altas instancias del estado español, desde la administración central, por el desmantelamiento, la ruina y la desdicha de Madrid. Por eso hoy cumple hablar de la emperatriz de Lavapiés.
Porque no iba a ser todo esa animadversión que se nos profesa. Madrid es una de las ciudades más integradoras del mundo, y siempre ha habido, desde mucho antes de mi remota infancia en el Madrid yeyé, madrileños nonatos en El Foro que amaban a nuestra ciudad tanto como yo: los también proverbiales madrileños de adopción. Agustín Lara, no hay duda, fue uno de ellos; María Félix, también. No sé si llegó a ocupar el trono imperial de Lavapiés o si los voluminosos ramos de flores con que la recibió en Barajas el productor Cesáreo González le dieron para alfombrar la Gran Vía. Pero hay constancia de que amó a nuestra ciudad con locura. Tanto que para instalarse en ella abandonó México DF. Llegó en la primavera de 1948 para el rodaje de la segunda versión de Mare Nostrum, la dirigida ese mismo año por Rafael Gil.
Ya se había separado de Agustín Lara, quien, amén del chotis «Madrid», entre otros títulos, le había dedicado canciones como «María bonita», «Humo en los ojos» o «Dos puñales». Hasta que, cansada de sus celos, la Emperatriz le abandonó. Con todo, me atreveré a jurar que se acordó de él cuando fue agasajada en Chicote con la crema de la intelectualidad. Y a buen seguro que fue homenajeada en la célebre coctelería: Cesáreo González acostumbraba a firmar en dicho establecimiento los contratos con sus estrellas internacionales. Acaso fuera María Félix la más singular. Quiso tanto a Madrid porque nuestra ciudad, siempre según declaraciones suyas a la prensa, fue para ella “la puerta de entrada al cine internacional”.
Muchos años después, haciendo un recuento de su vida, recordaría: “Nunca me arrepentí de haber dicho que no a Hollywood. Mi carrera en Europa se había orientado hacia el cine de calidad”. Ciertamente, fue la primera elección de King Vidor para incorporar a la Pearl Chávez de Duelo al sol (1946). Pero prefirió ponerse a las órdenes de Emilio Fernández, el amigo del gran Sam Peckinpah, para protagonizar Enamorada (1946). Debió de ser la única actriz hispanoparlante que ha rechazado semejante oportunidad. “Los papeles de india los hago en mi país, en el extranjero solo hago de reina”, manifestó, perfectamente consciente de los personajes subalternos, que bien podríamos llamarlos, que Hollywood ha confiado hasta épocas recientes —si es que no lo sigue haciendo— a los actores hispanoparlantes.
Sólo por ese rechazo a la mayor industria fílmica del mundo —hablamos además del Hollywood clásico, una de las ortodoxias meridianas de la pantalla, no del Hollywood adocenado y agotado de nuestros días—, ya podemos situar a María Félix entre esas mujeres, ya clásicas también, de la heterodoxia, no sólo del cine, de toda la cultura del siglo XX.
Dotada con una belleza singular —rostro sinuosamente perfilado, ojos y pelo negros como el azabache—, su actitud, siempre altiva, siempre oscilante entre la soberbia y el frenesí, dejaba locos a cuantos hombres se cruzaban en su camino. “Es tan hermosa que hace daño”, dijo de ella Jean Cocteau, con quien coincidió en Madrid, durante el rodaje de La corona negra, dirigida en 1951 por el argentino Luis Saslavsky para Suevia Films, con un guión del poeta y cineasta francés.
Casi podría afirmarse, como se dice ahora, que llevaba en su ADN a esas mujeres fatales, devoradoras de hombres, que incorporaba en la pantalla como ninguna otra actriz. De hecho, al acabar los rodajes, seguía enloqueciendo a los varones. Parece ser que a algunas mujeres también. Un periodista argentino le preguntó en cierta ocasión si era lesbiana. La Emperatriz le miró de arriba abajo, con esa altanería con que miraba ella antes de matar de amor, y al cabo le contestó: “Si todos los hombres fueran como usted, dé por seguro que sí”.
Según publicaba el Heraldo de México en su edición del trece de abril de 2021, haciéndose eco de lo afirmado por Sergio Almazán en su libro Acuérdate, María, el gran amor de la actriz, ese que por ser el primero está condenado a ser uno de esos deseos que pasan sin cumplirse, fue el que sintió por su hermano Pablo. La madre, percatándose de que aquella unión excedía lo fraternal, decidió separarlos y el joven acabó pegándose un tiro en la escuela militar. Esa podría haber sido la causa de la tormentosa relación de la actriz con los hombres. En proyección, justo antes de entregarse a sus besos, parecía odiar a sus galanes. En la vida real, acababa odiándoles de verdad. “Soy mandona, enérgica y arrogante”, se jactaba.
Tuvo cuatro maridos. Agustín Lara y Jorge Negrete fueron el segundo y el tercero, respectivamente. En 1953, viuda de este último, decidió regresar a Europa, esta vez a Francia, para encarnar a Carolina Otero en La bella Otero (1954), de Richard Pottier. Ya en el 55, protagonizó para el gran Jean Renoir French Cancan. Para Carmine Gallone, uno de los grandes clásicos de la pantalla italiana, la Emperatriz de Lavapiés recreó a una emperatriz romana, Mesalina, la esposa de Claudio, que planea colocar en el trono a su favorito, en Mesalina (1951). Fue aquella otra de las producciones de Cesáreo González para el mercado internacional.
Nacida en Sonora en 1914, María Félix fue descubierta para el cine cuando, empleada como secretaria, se cruzó en la calle con Miguel Zacarías. Este cineasta, que habría de ser el realizador del primer filme de la actriz, quedó impresionado por la magnética fotogenia de La Doña, que acabarían llamándola sus compatriotas. El peñón de las ánimas (1943) fue el título de la cinta de su debut. Durante su filmación coincidió por primera vez con Jorge Negrete. Pero aún habrían de pasar nueve años y un marido para que el actor y cantante fuese el tercero en llevarla al registro civil.
Hasta finales de los años 50, el tiempo de su máximo esplendor, estuvo yendo y viniendo entre México y Madrid. Para José Luis Sáenz de Heredia protagonizó Faustina (1957), simpática adaptación de Goethe; para Juan Antonio Bardem Sonatas (1959), sobre los cuatro episodios de las memorias apócrifas del marqués de Bradomín debidas a Valle-Inclán. Antes de que acabase el año 59, ya de vuelta a México, María Bonita —que también la llamaban sus paisanos— protagonizó para don Luis Buñuel La fiebre sube al Pao.
Y así llegaron los años 60. Ya en el comienzo del ocaso de su edad, volvió a causar sensación al mostrarse más sensual que nunca en Amor y sexo (1963), dirigida por un antiguo colaborador de Buñuel: Luis Alcoriza. Heterodoxa, sombría y majestuosa, María Félix murió en México en abril de 2002. En Madrid aún la recordamos como la Emperatriz de Lavapiés.
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