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María Callas: Cien años de leyenda y una vida entre la gloria y el escándalo

Sobre su ascenso a los altares de la música mundial existe una especie de consenso en que, como intérprete, unió el torrente vocal de su garganta, de amplio registro a la vez que dúctil, sobre todo brillante en los pianos y apta para el bel canto, a una expresión facial y corporal que la permitían...

Maria Callas habría cumplido 100 años de no ser por su súbita muerte, ocurrida el 2 de diciembre de 1977 a causa de un fallo cardíaco que dio inicio a la pontificación de su legado y puso fin a una vida que, como sus grandes personajes en la ópera, osciló entre la gloria, el escándalo y la tragedia.

Sobre su ascenso a los altares de la música mundial existe una especie de consenso en que, como intérprete, unió el torrente vocal de su garganta, de amplio registro a la vez que dúctil, sobre todo brillante en los pianos y apta para el bel canto, a una expresión facial y corporal que la permitían dar cuerpo y garra como nadie a las grandes heroínas de la lírica.

Mostró precocidad (debutó en 1942, a los 18 años, en la Ópera de Atenas con Tosca), tesón en su formación, coherencia y la paciencia necesarias para aguardar a los personajes oportunos, incluso en esos inicios en los que las oportunidades no abundaban. De hecho, es famosa su negativa a asumir el papel principal de Madama Butterfly, de Giacomo Puccini, porque no lo veía idóneo para su debut en la Metropolitan Opera House de Nueva York en 1946, así como representar allí una versión de Fidelio en inglés. Al final tardó casi diez años en convertirse en una auténtica celebridad y fue en Venecia, después de interpretar a Elvira en Los puritanos, de Vincenzo Bellini, casi por accidente, pues el papel estaba destinado a otra cantante, que enfermó. Callas se aprendió el papel en una semana y en mitad de las funciones de La valquiria, de Richard Wagner, con las que ella se había comprometido previamente, pero ya salió aclamada de la primera representación y fue adoptada como «la voz de Italia», más aún tras su estreno en La Scala de Milán en 1950 con Aída, de Giuseppe Verdi, cuando se convirtió en «La Divina».

Por su inteligencia y firmeza en la toma de algunas decisiones profesionales se ganó enemigos, como le pasó a otras mujeres anticipadas a su tiempo que osaron mostrar determinación, mujeres a las que se tachó de airadas o volubles, pero también admiradores, por ejemplo el colectivo LGTBIQ+, que idolatró igualmente su capacidad para remodelarse como icono de glamour. No siempre fue así. De hecho, parece ser que su perfeccionismo nacía de una tremenda inseguridad, alimentada desde la infancia por su madre, que la presionaba en el avance de sus clases y criticaba constantemente su físico y su sobrepeso. La propia artista declararía que su progenitora, divorciada de su padre, solo buscó en ella una forma de financiación y que nunca se había sentido querida. De alguna manera el calor del público sustituyó esa ausencia en sus sucesivas incursiones en roles emblemáticos como Manon, la citada Tosca, Carmen, Romeo y Julieta, Sansón y Dalila, La Bohème, Madame Butterfly o, sobre todo, la Norma de Bellini, que cantó 89 veces, o La Traviata, que representó en 63 ocasiones. De esta última se dijo que su Violetta era insuperable. «Después de oírla a ella, yo no pude cantarla de nuevo. Por ella supe cómo debía ser realmente ese papel», dijo la soprano alemana Elisabeth Schwarzkopf tras ver su actuación en la Arena de Verona en 1952. Poco después, en 1954 y con motivo de sus funciones en La Scala de Milán con Don Carlo, Callas reapareció notablemente más delgada, con 35 kilos aproximadamente menos, algo que se achacó a un parásito intestinal, una tenia que, según algunas teorías, había contraído por el consumo de carne cruda o mal cocinada como parte de su dieta. Sea como fuere, su nueva figura redundó en un mayor número de ofertas de trabajo.

Demandada por su primer representante (un pleito que se resolvió de manera privada), la artista hizo frente a otros episodios no del todo dilucidados, como cuando se ausentó de una última función de La sonámbula —en teoría porque el contrato no seguía en vigor para ese apéndice de la gira— y reapareció en una fiesta en la que conoció al multimillonario Aristóteles Onassis. Aquel episodio tuvo dos consecuencias. Cuando en 1958 y bajo la excusa de un resfriado dejó a medias en Roma una función en honor del entonces presidente de Italia, Giovanni Gronchi, la prensa de todo el país se le echó encima al considerar que se había debido más bien a un berrinche. Eso influyó en el formato escogido a finales de ese mismo año para su debut en la Ópera de París, la última gran capital que le faltaba por conquistar. «Quería mostrarle al mundo que todavía estaba en lo más alto y por eso aceptó una retransmisión en vivo, con todo lo que eso suponía en aquel tiempo», recuerda a Efe Tom Volf, presidente de la Fundación Maria Callas, y terminó siendo una de sus actuaciones más emblemáticas.

La otra gran consecuencia de su paso por aquella fiesta fue el inicio de su idilio con Onassis. «Fue el Titanic de su matrimonio (con Giovanni Battista Meneghini) y el nacimiento del que fue su gran melodrama: enamorarse de alguien para el que sólo fue un juguete de lujo», señalaba Manuel A. Martínez Pujalte, autor de su autobiografía apócrifa Yo, María Callas: La ópera de mi vida. Por el magnate abandonó a su marido y se separó temporalmente de la ópera, algo que laminó sus cualidades vocales. Otra biografía reciente señalaba que en esos años, y fruto de esa relación, la artista tuvo un hijo que apenas vivió unas horas y falleció de muerte natural.

La Callas, que seguía poniendo corazón en sus interpretaciones, supo volver sus nuevas flaquezas como cantante en virtud. Sucedió durante su Medea en Epidauro en 1961, en Milán, cuando el público empezó a quejarse por su interpretación y ella le redirigió las líneas del libreto en las que su personaje clamaba: «¡Cruel! ¡Te lo he dado todo!». Terminó ovacionada. Paulatinamente el declive se fue haciendo cada vez más evidente, no solo artístico, también sentimental, ya que pese a todas sus renuncias a favor de Onassis, este no solo no le pidió nunca matrimonio, sino que la abandonó por Jacqueline Kennedy, un trance del que nunca se recuperó y por el que nunca perdonó al millonario.

Aún con algunas luces, como su paso por el cine de Pier Paolo Pasolini, Callas empezó a abusar de barbitúricos. El 11 de noviembre de 1974 ofreció en Japón su último concierto. El 16 de septiembre de 1977, a los 53 años, falleció en su casa de París por una crisis cardíaca, aunque musicólogos como Bruno Tosi defienden que «dejó un rastro muy claro de un gesto desesperado».

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