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March, de Azorín - Zenda
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March, de Azorín

A pesar de su declarado republicanismo, Azorín investiga por qué Juan March, uno de los hombres más ricos de España, lleva ya más de un año encarcelado, sin que le hayan tomado declaración ni se haya iniciado proceso alguno. El escritor, muy influido por el J’Accuse de Zola, pretendía convertir el caso March en un nuevo caso Dreyfus. El banquero acabaría...

A pesar de su declarado republicanismo, Azorín investiga por qué Juan March, uno de los hombres más ricos de España, lleva ya más de un año encarcelado, sin que le hayan tomado declaración ni se haya iniciado proceso alguno. El escritor, muy influido por el J’Accuse de Zola, pretendía convertir el caso March en un nuevo caso Dreyfus. El banquero acabaría financiando el golpe del 36. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.
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Habíamos, en un artículo, mostrado extrañeza ante la larga prisión de don Juan March. Y a los días en todos los periódicos aparecía un extenso alegato de su abogado. Con el periódico en la mano, considerábamos este escrito. No entendemos nada de las leyes; hemos hecho, en lejanos tiempos, estudios de Derecho en la Universidad. ¿Lograríamos entender ese alegato —o como quisiera llamársele— en que tantos y tantos cargos y descargos se consignaban? Y comenzamos la lectura. El escrito se iba desenvolviendo lenta y pausadamente. No encontrábamos —con profunda sorpresa nuestra— nada que fuera difícil, arduo, oscuro, enredijado en las razones que se iban exponiendo. Las leíamos, leíamos los cargos y descargos, cual si se tratara de una amena novela o de un interesante drama. Y no paso más. El tiempo discurría; los días iban sucediéndose. Otros asuntos embargaban nuestra atención. Y una mañana, distraídamente, sin pensarlo, volvimos a coger el antiguo periódico. Hemos hablado de una novela; el novelista, el autor de cuentos y novelas, despertaba, ahora, sin poderlo remediar, en nosotros. Ante este escrito, tan largo y tan minucioso, sentíamos el aguijón del novelista. Y como novelista lo estábamos estudiando ya. Una vez, más leíamos el alegato del jurista. Alguien hacía cargos; iba haciendo cargos, iba formulando reproches, condenaciones. Y el jurista, con escrupulosidad, con cuidado, iba contestando a tales y tantos reproches, cargos o condenaciones. Los cargos no parecían ahora, leídos como novelista, leídos como podía leer un autor de novelas o un creador de personajes e incidencias teatrales, un poco exagerados. No nos decidíamos a pronunciar la palabra «exageración»; no era éste el vocablo adecuado. Había que precisar. Si durante un año había yo seguido el asunto de este prisionero, lógica y continuadamente se había ido formando en nuestro espíritu un concepto que ahora estábamos confrontando con la realidad. El concepto se hallaba vivo, auténtico, formal, en nuestra sensibilidad. Y la realidad que había de corresponder a tal concepto la teníamos allí, ante nosotros, en aquel pedazo de papel. Nuestros ojos iban del concepto a la realidad, y de la realidad al concepto. Y había algo que nos hacía dudar y que no acertábamos a definir.

"No conocíamos los cargos que se hacían a D. Juan March, y leíamos con vivo interés el escrito que ante la vista teníamos"

En una casa, una de esas casas antiguas, con multitud de anejos y de accesorias, vamos visitando todas las dependencias: salas, pasillos, galerías, cuartitos y espaciosas cámaras. No conocemos la casa y tomamos, en este visitar, un vivo gusto. No conocíamos los cargos que se hacían a D. Juan March, y leíamos con vivo interés el escrito que ante la vista teníamos. Y de pronto, en el recorrer de la casa, en el ameno ir y venir por los espaciosos salones o reducidos cuartitos, encontramos un desnivel. El piso en el que antes poníamos los pies ahora sufre un descenso y hemos de entrar en otro plano. ¿Por qué se produce este desnivel? ¿A qué atribuimos este descenso del piso en la vieja casa? Pensamos un instante; nos asomamos a la ventana; hacemos mentalmente un ligero cálculo, y venimos a caer en la cuenta de que, en la casa, de un anejo hemos pasado a otro. Y al pensar en esto, al recordar nuestros paseos por antiguas casas de pueblo, relacionábamos sus desniveles con el desnivel que ahora, en el escrito de los cargos y los descargos, habíamos notado. Los cargos no eran gran cosa; no tenían, en fin de cuentas, nada de extraordinario; si el imputado en vez de refutarlos minuciosamente, se hubiera conformado con ellos, no hubiera podido ser inculpado de ningún hecho condenable; si el imputado hubiese aceptado sencilla y llanamente los que se le acumulaban, hubiéramos exclamado con naturalidad: «¡Pues todo eso no tiene, en fin de cuentas, nada de particular!» Y éste es, querido lector, y con toda sinceridad lo decimos, éste es el desnivel que en el escrito notamos. Existe una solución de continuidad, un claro, un desnivel, entre este escrito, estos cargos y los hechos. En un lado, a un nivel, está lo que leemos en el escrito, y a otro lado, en distinto nivel, están los hechos que conocemos, y que parangonamos con el escrito; son la larga prisión de D. Juan March y todos los accidentes —dolorosos accidentes— que la circuyen. El novelista no ve paridad entre una y otra cosa. No las ve, y su imaginación trata de llenar tal claro, de cubrir el dicho desnivel. Es preciso pasar de una parte a otra, en la casa. Existe un desnivel. Pero, ¿a qué corresponde ese desnivel? Tal es, simple y claramente enunciada, la cuestión.

Y he aquí un problema que forzosamente ha de apasionar a un amigo del arte, a un observador de espectáculos psicológicos. Si nos apasiona la vida, y si tenemos en mucho la observación de una trayectoria humana, habremos de seguir paso a paso, tratando de descifrarla, una cuestión como ésta. El desnivel existe. No hay correspondencia entre lo que se afirma en un escrito de imputación y lo que se está haciendo con el inculpado. Y de nuevo surge la visión de la casa antigua.
"No creemos, para la República española, un asunto que pueda tener las pavorosas consecuencias que el asunto Dreyfus tuvo en la República francesa"
Conocemos ya todas las estancias y nos encontramos ante una puertecita que se halla cerrada. Se ha perdido la llave; la buscas nuestros acompañantes y no la encuentran. Ante la puerta nos detenemos, curiosos con viva ansiedad. Lo que antes era un deseo, ahora es ya emoción vehemente. Quisiéramos ver lo que hay dentro de ese cuartito que no podemos abrir. Quisiéramos ver todo lo que existe en un asunto jurídico. Y no podemos hacer que la puerta del cuarto se abra. Y ante ella continuamos detenidos, absortos. Ante el desnivel y ante la puerta, el problema es el mismo. Ante la discontinuidad que en el asunto March notamos, nuestra curiosidad se aviva. ¿A qué obedece esta desigualdad entre los hechos y los conceptos? ¿Cómo un novelista avezado a resolver problemas y escudriñar situaciones psicológicas difíciles podrá ahora descubrir la solución de continuidad que un asunto jurídico nos ofrece?
Esto es todo. Y en interés de todos está que cuanto en tal asunto exista sea puesto a plena luz. En interés de todos está que la opinión pueda, con su propio juicio, juzgar. No creemos, para la República española, un asunto que pueda tener las pavorosas consecuencias que el asunto Dreyfus tuvo en la República francesa. Justicia para todos. Justicia que no ofrezca, en ninguno de sus aspectos, ni la más ligera duda. Y esto es lo que el imperativo de mi conciencia me dicta, y al que no quiero, ni debo, ni puedo sustraerme.
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(Artículo publicado en el diario Luz el 28 de junio de 1933)
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Azorín

José Augusto Trinidad Martínez Ruiz (Monóvar, Alicante, 1873 – Madrid, 1967), más conocido como Azorín, fue un novelista, ensayista, dramaturgo y crítico literario. La relevancia de su figura se basa, sobre todo, en su lucha por el renacimiento de la literatura española por medio de un grupo de escritores que él mismo bautizó como Generación del 98, del que fue el máximo exponente. En sus escritos prevalece el tema la eternidad y la continuidad, simbolizadas en las costumbres ancestrales de los campesinos, y su obra destaca también por una lúcida crítica literaria. Introdujo, además, un estilo nuevo y vigoroso en la prosa española. Es autor de ensayos como 'El alma castellana' (1900), 'Los pueblos' (1904) y 'Castilla' (1912), aunque se le reconoce, sobre todo, por sus novelas autobiográficas 'La voluntad' (1902), 'Antonio Azorín' (1903) y 'Las confesiones de un pequeño filósofo' (1904). Escribió textos brillantes en el campo de la crítica literaria como 'Los valores literarios' (1913) y 'Al margen de los clásicos' (1915). Colaboró en distintos periódicos, en los que utilizaba diversos seudónimos: Fray José, en La educación católica; Petrel y Juan de Lis, en El defensor de Yecla, etc. Escribió también en El eco de Monóvar, El mercantil valenciano y El pueblo, así como crítica literaria en ABC y La Vanguardia. En 1924 fue elegido miembro de la Real Academia Española y en 1946 se le otorgó la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio.

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